Robert Redford se nos retira y da la sensación de que llevaba 30 años buscando el mejor momento para anunciarlo. A los 50 descubrió que dirigir podía ser tan estimulante como actuar. A los 60 puso a Sundance Festival por delante de su carrera, a los 70 le entraron repentinas ganas de volver, quizá buscando ese último papel que pudiera reivindicar su madurez. Cosa difícil para un mito que apenas ha podido quitarse de encima los papeles diseñados para alguien un cuarto de siglo más joven.
Robert Redford nos deja en la retina un puñado de personajes íntegros, no excesivamente simpáticos, y habitualmente infravalorados por críticos que no podían ver más allá de un rostro, y una década –la de los 70–, en la que dio casi todo por lo que hoy se le recuerda. Como parte de una historia de amor que no acaba bien, o candidato sin pelos en la lengua que no deja de ser hombre de paja, como multimillonario atrapado en su exceso, o timador de poca monta preparando el golpe perfecto, o parte integrante del destape del escándalo Watergate, o aventurero solitario en territorio nevado y agreste, Redford aparece siempre en algún rinconcito de nuestra memoria cinéfilo-nostálgica.
En 1980, Robert Redford quiso ponerse detrás de la cámara y ganó un Oscar por ello (Gente corriente, 1980), pero no superó su opera prima. Volvió a probarse en superproducciones (Memorias de África, 1985), una de sus muchas colaboraciones con su amigo Sidney Pollack; o taquillazos ya prevendidos por la polémica (Una proposición indecente, 1993) o por el aroma propio de las historias intimistas más grandes que la vida (El hombre que susurraba a los caballos, 1998).
Decidieron emparentarle con su entonces recién nombrado sucesor Brad Pitt, en una historia entretenida, pero mejorable (Spy Game, 2001) y a los 77 protagonizó un tour de force que incluía hacer de antiguo activista perseguido por todo un sistema corrupto (Pacto de silencio, 2013), de malvado en la sombra de una de las miles de tramas del universo Marvel (Capitán América, el soldado de invierno, 2014) o como aventurero solitario acaparador de todos los planos posibles, en lo más parecido a un film mudo (Cuando todo está perdido, 2013). A Robert Redford le habría gustado compartir más cartel con otro espíritu libre, su compinche Paul Newman. Ahora dice que 60 años en el negocio son suficientes, y decide marcharse como ladrón de bancos octogenario (The Old Man and the Gun, 2018).
La gente con la que hemos crecido y a la que hemos ensamblado las mejores voces dobladas que jamás se hayan inventado, o van camino de los 80 o ya están actuando para otro público. Las viejas reuniones fílmicas de comadres, repartos que superan entre cuatro los tres siglos de edad, suenan a enésimo sacrificio a la nostalgia, al igual que en su momento leyendas como Wayne y Stewart debían seguir pagando la cuota de subirse a un caballo ya sobrepasados los 65, para que el espectador medio pudiera convencerse que las cosas marchaban como siempre.
Ejemplos sobran y para todos los gustos: Jane Fonda volvió mediados sus 70 a aceptar papeles alimenticios pero desustanciados, donde mostrar una vis cómica tan diferente a la intensidad dramática que su anterior rostro, menos parecido a una máscara, ofrecía. Diane Keaton nunca se fue, pero en algún momento decidió instalarse un piloto automático destinado a la comedia sin pretensiones. Los guionistas fueron puliendo todas sus ingeniosas salidas de tono hasta dejarlas únicamente en la sonrisa. Gene Hackman terminó reciclado en autor bestseller de novelas de misterio, conforme vio el futuro que se le avecinaba. Glenda Jackson hizo lo propio mucho antes como abanderada laborista. Gente como Jon Voight o Martin Sheen, desaparecidos tras ocasionales repescas como secundarios, sin casi opción a un reciclaje televisivo.
Los 70 eran más urbanitas, menos sutiles, reflejaban el final de un sueño intuido en la década anterior.
Pasemos a los denominados cuatro grandes, sin los cuales no se entendería muy bien el cine que se rodaba en nuestra niñez-infancia-adolescencia: Al Pacino, Robert De Niro, Dustin Hoffman y Jack Nicholson, hoy en distintos grados de languidez. Los dos primeros, unidas de alguna manera sus carreras en su auge y decadencia, llevan décadas deslizándose por un tobogán de complacencia, aceptando casi cualquier papel que permita con poco esfuerzo cumplir expediente (si es posible pasándoselo bien), y renegando de su imagen perfeccionista a cambio de un festival de muecas cada vez más disparatado.
Evidentemente, aparecen oasis que prueban que el talento aún brota de la fuente, y de hecho compinches comunes como Scorsese llevan años buscando el vehículo adecuado para reactivarlo. El caso de Hoffman es distinto pues proviene de una paulatina ausencia de papeles para alguien con su registro. Con casi 80 años saltó a la dirección con intenciones estimables y resultado nada más que tibio. También le han salpicado las réplicas del terremoto Weinstein. Hoy en día no se le espera. Nicholson ya ni siquiera puede permitirse intentarlo. Los años 70 demandaban un nuevo tipo de actor que ofreciera una manera diferente de actuar. Los 70 eran más urbanitas, menos sutiles, reflejaban el final de un sueño intuido en la década anterior, y por ello precisaban descarnar un punto más unas historias que partían de imponderables que nos han acompañado hasta hoy: Crisis, miedos al futuro, a nuestros gestores, a no perder del todo lo viejo, al menos hasta no tener claro cuando y donde incorporar lo nuevo.
Los 70 fueron campo de experimento para enfants terribles como Lucas, Spielberg, partidarios de llegar con imágenes donde no alcanzara la historia, y campos de batalla para visionarios como Coppola, partidario de llegar tan lejos que no hubiera productor asociado que lo alcanzara. Hoy Coppola piensa en otros términos y en otros lugares. Su intento de regreso se quedó en intento, del mismo modo que los 70 se quedaron en los 70, aunque haya quien por diversos motivos quiera alargar la magia hasta los 20, y eso en un siglo que tiene pinta de no alcanzar nunca la mayoría de edad pese a apellidarse 21.
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