A punto de cumplirse una década de colaboraciones bizarras y crossovers culturales en El Hype, me resulta extraño no haber dedicado ninguna entrada de «Hermosos y malditas» a H. P. Lovecraft, (1890-1937) sobre todo porque el escritor de Providence fue el preferido de mi niñez.
Digo de la niñez porque a Lovecraft lo tradujeron en la editorial Alianza en 1969, el año que yo nací. Y en los libros que conservo como un tesoro, elegantes ediciones de bolsillo con fabulosas cubiertas de Daniel Gil y traducciones de Francisco Torres Oliver y Rafael Llopis, puedo ver junto a mi insegura firma con algunas bolas en las íes, los años en que los compré: 1982 y 1983.
H. P. Lovecraft fue el primer escritor del que leí todo. Comencé con la edición en Alianza de Los mitos de Cthulhu con su desconcertante frontispicio extraído del Necronomicon del árabe loco Abdul Alzhared, según una traducción castellana dudosamente fechada en 1300, hallada por el propio Torres Oliver. Supe entonces que hacía eones que los primeros engendrados habitaban un universo donde el ser humano es solo un minúsculo accidente ontológico y temporal. Supe de su espera durmiente, de su capacidad para influir, vigilar, desplazarse, enajenarnos y dominar.
Los guiños y los homenajes a esta historia alternativa del universo (con un desplazamiento de la centralidad del hombre todavía más definitivo que el que hubieron de propinarle en su día el heliocentismo de Copérnico, la evolución natural de Darwin o el peso del inconsciente de Freud) aparecían en mi vida por doquier: pronto intuí la paranoia y la vulnerabilidad ante la amenaza cósmica de aire lovecraftiano en La cosa (1982) la obra maestra de John Carpenter que me aterró en la sala C del cine Martí también a los 12 años de edad. Luego comprobé su versatilidad en Reanimator, el filme del bueno de Stuart Gordon, quien ahora hace un lustro que murió, y así (en lo que toca al cine) hasta la reivindicable The Void (Jeremy Gillespie, Steven Kostanski, 2016) o la rara y magnífica Color Out of Space (Richard Stanley, 2019).
Con Los mitos de Cthulhu se presentaban en mi biblioteca no solo Lovecraft («La sombra sobre Innsmouth»), sino también August Derleth, Robert W. Chambers, Arthur Machen, Algernon Blackwood («El Wendigo»), Frank Belnak Long, Robert E. Howard, Clark Aston Smith, Hazel Heald, Henry Kuttner, Ambrose Bierce y Lord Dunsany. Me inquietó la sección de «Mitos póstumos» de Lovecraft, Derleth, Ramsey Campbell, Juan Perucho y Robert Bloch, que enseguida me dispuse a investigar.
Se trataba de una zona nueva, lejos de la previsibilidad de los fantasmas, una cosmogonía entre el misterio, la bibliofilia, las criaturas híbridas y el puro relato de horror, pero mis preferidos pronto serían los relatos de herencia y detective, los cuentos que invitaban a refugiarse bajo una manta como aquella historia de ciencia ficción en el frío exterior que me encandiló: En las montañas de la locura.
Recuerdo haberle prestado a mi profesor de literatura todos los libros que iba comprando semanalmente en una librería de la calle Juan Ramón Jiménez. Quería saber su opinión. El padre salesiano (recuerdo algunas clases suyas y el ejemplo de romanticismo que puso en una sesión de escritura: un monstruo desangrándose bajo un árbol otoñal, recuerdo que era alto y educado y que, como había quedado segundo en un concurso del AMPA, me consideraba escritor) afirmó que los había leído con placer. Le habían encantado. Era literatura, de verdad. Eso dijo. Su mejor cumplido. ¿Fue sincero? Hace años traté de visitarle, pero ya se había marchado a otro universo: se llamaba Jesús Mozaz.
Leer a Lovecraft con 12 años (soy decembrino) solo presenta el inconveniente de que demasiado pronto en la vida se ha disfrutado un placer que no regresará jamás tal cual. Sin embargo, se tienen lustros y lustros por delante para asistir a la ampliación de un universo primordial. Solo así se puede regresar y comprender la fusión Lovecraft-Derleth en medio de la bruma onírica de los cultos arcaicos en las colaboraciones postmortem que conocimos como Los que vigilan desde el tiempo. Otra ventaja, en el caso de Lovecraft, es que sus seguidores son fieles y de tanto en tanto una película, un juego de rol, una nueva traducción, renuevan su atención. Hace todavía poco de la publicación del tercer volumen de sus cartas, tal como las ha editado en Aristas Martínez, Javier Calvo: El terror de la razón.

Ilustración de La llamada de Cthulhu, de Patcas, editado por T&T.
Lovecraft sigue vivo, o mejor, sigue muerto, pero soñando. Hace unos años la librería Gigamesh recaudó fondos para un santuario a Cthulhu, la divinidad en la mente del escritor de Providence. El éxito póstumo de la obra de Mark Fisher, quien en Lo raro y lo espeluznante situó a nuestro autor como ejemplo del afuera que irrumpe anómalamente desde un pasado lejano y en general como avanzadilla simbólica del clima anímico de nuestro tiempo (entre lo inexplicable y el terror), mantienen a Lovecraft como referente cultural.
Se acerca un aniversario y la llamada de Lovecraft se vuelve a renovar, esta vez con todo un relato fundacional. Aunque se publicó por primera vez en febrero de 1928 en la conocida revista pulp Weird Tales, pronto se cumplirán cien años de la escritura de «La llamada de Cthulhu» y sus seguidores, los viejos lectores y los llamados a seguir la fascinación por H. P. Lovecraft están (estamos) de enhorabuena. El centenario de la llamada o el llamado será una fiesta.
Y ese carácter festivo supone, en mi opinión, el principal rasgo y también el principal valor de la publicación de La llamada de Cthulhu en T&T, con ágil traducción de Jesús Cañadas (autor de Los hombres muertos) y meritorias ilustraciones de la artista Patcas.
Patcas ha superado el reto de darle forma a lo indescriptible y sus ilustraciones resultan a la vez explícitas y sugerentes. Tal ha sido su acierto en el ángulo y el detalle al que se le presta atención. Cañada, por su parte es un gran connaisseur y una referencia clave de la novela de género en nuestro país.
La ciudad de húmedo material gelatinoso y geometría no euclidiana, la estructura, así como los aspectos visuales del relato son muy cinematográficos. Por eso el jugosísimo apéndice que nos ofrece esta edición incluye una entrevista de Enrique Dueñas a Sean Branney, uno de los productores de The Call of Cthulhu (2005), una inspirada película muda reconocida en festivales y que obtuvo el mejor premio posible: el sí de la sociedad lovecraftiana. En ese apéndice tenemos, además del epílogo a cargo de Luis Ángel Madorrán, una inteligente y muy bien escrita aproximación a la filosofía materialista del autor en «El Círculo de Lovecraft» por parte de Erica Couto-Ferreira.

The Call of Cthulhu (Andrew Leman, 2005).
Trasmite conocimiento, reverencia y muchos datos de interés «Más allá del círculo de Lovecraft», el texto de Carlos G. Gurpegui que apunta a distintas influencias y herederos, de Mariana Enríquez a Alan Moore, de Ruthanna Emrys (The Lithany of Earth) a Guillem López (Ardiente sol de infancia), de Caitlín R. Kiernan a Jesús Cañadas (Los hombres muertos).
Por su parte, «La ciencia ficción de H. P. Lovecraft y El falso misántropo de Providence» de Rodolfo Martínez resulta una apología honesta, fresca y con algún comprensible exceso de entusiasmo; «La llamada de Cthulhu, el juego de rol (o cuando el Horror Primigenio tira los dados)» de Ricard Ibáñez nos ilustra sobre la entrañable y exitosa parte lúdica de la cosmogonía. Se termina con otra dinámica entrevista de Enrique Dueñas, esta vez a S. T. Joshi, uno de los mayores expertos en Lovecraft quien destaca de esta llamada «la mejor historia que nunca publicó Weird Tales» su estructura, su cosmicismo, su naturaleza de obra maestra.
ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagi fhtagn (en su casa de R’lyeh, el muerto Cthulhu espera soñando)
Hermosos: proyectos Verkami
Malditas: confusiones entre estética y moral: Lovecraft supone un buen ejemplo de la conveniencia de separar autor y obra. El sentido lúdico de esta separación permite disfrutar de sus relatos a pesar del innegable racismo de su autor.
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