El sacrificio de un ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer, 2017) es la primera película rodada en Estados Unidos por el director griego Yorgos Lanthimos (Langosta, 2015) y fue ganadora del premio al mejor guion (Lanthimos y Efthymis Filippou) en el pasado Festival de Cannes. De nuevo, es la familia la que está en el punto de mira: la formada por el cirujano cardiovascular Steven (Colin Farrell), su esposa oftalmóloga, Anna (Nicole Kidman), y sus hijos Kim (Raffey Cassidy) y Bob (Sunny Suljic), que viven una acomodada y plastificada existencia en Cincinatti, ignorantes del amenazador futuro que tienen destinado y cuyas raíces hay que buscar en el pasado.
Lanthimos hace honor a la tragedia griega una vez más –esta vez con alusión a Eurípides, Agamenón, Ifigenia y el ciervo sagrado de Artemisa–, para tratar la crueldad, la dócil aceptación con que los humanos se entregan a las convenciones sociales, la naturaleza de la rebeldía, la aceptación del pecado y el ejercicio del poder sobre las personas.
La frialdad y el desasosiego que transmiten las primeras imágenes, apoyadas por una pieza clásica de inquietante augurio, va tomando cuerpo con el encuentro de Steven con un adolescente; su diálogo carente de contexto nos impide saber qué relación les une, mientras que la relación entre los cuatro miembros de la familia se caracteriza por un afecto e interés mutuo que parece impostado. Las réplicas de excesiva intimidad dentro de una charla formal, los diálogos ortopédicos o la práctica sexual entre la pareja protagonista –un juego que Anna llama “anestesia total”, en la que se ofrece pasivamente a su marido–, todo con el pulcro control de una dirección artística inconfundible, nos instalan en el asfixiante universo Lanthimos, propio de un gélido infierno.
El espectador no puede apoyar a las víctimas de una venganza griega, porque no son humanas.
Los elementos que preludian y extienden el terror se van acumulando para que parezca normal lo que sucede, a pesar de las pequeñas distorsiones que apreciamos dentro de la expectativa natural del espectador, de tal forma que la lógica del director griego nos posee y ya no cuestionamos nada, ni la verosimilitud ni el cómo, cuando el adolescente Martin (Barry Keoghan), que visita regularmente a Steven, le lanza un órdago que le obliga a un profundo dilema moral.
El sacrificio de un ciervo sagrado deja El cabo del terror en un filme para adolescentes gritones y La decisión de Sophie en una canción de cuna, porque es un filme perturbador y especialmente limítrofe con lo sobrenatural y lo posible, porque tiene sus propias reglas, lejos del efectismo, y porque no pretende nunca la empatía sino un extrañamiento repelente y magnético a la vez. La venganza es un macguffin y el castigo una metáfora fantástica, mientras que la posibilidad de saldar cuentas, ya no con los que pudieron ser víctimas de nuestras acciones sino con nosotros mismos se abre a nuestros pies como un abismo suicida y desesperado, propio de un Luis Buñuel.
Lanthimos entiende la empatía como un extrañamiento repelente y magnético a la vez. La crueldad, el poder y el sometimiento nos revelan la verdadera naturaleza de lo humano.
El espectador no puede apoyar a las víctimas de una venganza griega, porque no son humanas, el miedo no lo pasamos por ellas, el horror no se vive de forma vicaria, porque está dentro de nosotros y entonces descubrimos por quién doblan las campanas. No se trata de observar el plan diabólico contra los inocentes, sino de contemplarlos a todos en una situación donde salen mal parados, porque nadie es inocente y la vida como un círculo que completar es para Lanthimos una rueda de hámster.
Colin Farrell y Nicole Kidman (de quien no podemos evitar recordar Eyes Wide Shut) forman una pareja sensacional, envasada al vacío, con unas interpretaciones sobresalientes, en un filme ejecutado con manos de cirujano.
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