El prodigio (The Wonder, 2022) está inspirada en la historia de real de las conocidas como jóvenes ayunadoras, que llegaron a ser célebres en varios continentes, entre los siglos XV y XIX, por no ingerir ningún alimento durante meses, atrayendo la atención de curiosos y periodistas. La leyenda, y el mito que a su alrededor se construyó a base de historias de misticismo y magia, es actualizada en El prodigio, mediante una trama filmada con austeridad, que implica a una enfermera veterana de la guerra de Crimea, con un doloroso pasado familiar, y a una niña irlandesa de 11 años que, en 1862, supuestamente sobrevive sin alimentarse en un hogar humilde y fervientemente católico, que ha permanecido en sus tierras, tras la hambruna que acabó con un millón de personas y obligó a emigrar masivamente a otras, entre 1845 y 1849. La película se basa en la novela de Emma Donoghue, adaptada por ella misma junto al director Sebastián Lelio, y la guionista Alice Birch, autora de Lady Macbeth (William Oldroyd, 2016), filme también protagonizado por Florence Pugh.
El viaje hacia Irlanda, la instalación en una posada, la entrevista con los poderes fácticos del pueblo que la han contratado para probar la veracidad de los hechos, son un prólogo que conduce al espectador hacia una realidad misteriosa, tanto por la personalidad de la joven Lib Wright, como por la misión encomendada. La estética del filme y, sobre todo, la gama cromática colaboran en la creación de una enigmática atmósfera. La enfermera se enfrenta a sus empleadores con la misma distancia con que declara un reo, así, frente al terrateniente, el médico (Toby Jones), el sacerdote (Ciarán Hinds) y el posadero, muestra su extrema profesionalidad y acepta turnarse con una religiosa para vigilar a la pequeña Anna O’Donnell (Kila Lord Casady).
La cadencia del filme comenzará a ser pendular, en los paseos filmados por la directora de fotografía australiana Ari Wegner, (El poder del perro, Lady Macbeth) la estética elegida para los exteriores contribuye a revelar en su aparente insignificancia repetitiva el desplazamiento y la distancia que separa dos mundos, ese azul de su vestido sobre un paisaje grisáceo en el páramo desolado podría convertirse en un resumen de su misión. Reforzada por la presencia de Will Byrne (Tom Burke), un periodista con el que inicia una relación en la posada, la vida en el pueblo es un amago de normalidad expresada, sobre todo, a través de las pautadas comidas en su alojamiento; por otra parte, las intensas sesiones de vigilancia en la casa de los O’Donnell, en medio del páramo son pura tensión. Ida y vuelta, una y otra vez, Lib va royendo el caparazón del prodigio, devanándose los sesos, buscando una explicación lógica, conteniendo su animadversión frente al fanatismo religioso y el sacrificio de la niña, que tanto los padres como otras partes interesadas prefieren mantener.
Conociendo la filmografía de Sebastián Lelio y los poderosos retratos de mujeres que ha ofrecido en sus anteriores películas —Gloria (2013), Una mujer fantástica (2017) o Disobedience (2017)— no podíamos esperar una historia gótica tradicional, a pesar de que la distribución en Netflix, tras un estreno limitado en cines, nos pudiera hacer pensar en un filme pensado para el mínimo común denominador. Como declaró él mismo, llegar a 240 millones de pantallas era una oportunidad que no se podía desperdiciar, y desde luego la aprovechó con creces. En El prodigio, la imponente presencia que ya de por sí aporta la magnífica Florence Pugh, con un despliegue de humanidad, pero también de asertividad y de la racionalidad propia del pensamiento científico, se ve justificada por un planteamiento de equivalente calado.
La credibilidad de Lib, una mujer que ha sido madre, que ha mirado a la muerte en los ojos de quienes han estado a su cuidado, se transmite alquímicamente en el contacto con Anna, provocando una reacción que supera el recelo y la desconfianza. Los dos polos opuestos, el pensamiento científico y el mítico, se retan en silencio, con respeto, para llegar al diálogo transformador, a través de metáforas —como el pájaro y la jaula pintados en dos caras de una chapa que gira— y una empatía libre de prejuicios, en un incansable ejercicio de psicoterapia, con reminiscencias de El milagro de Anna Sullivan.
El planteamiento de Lelio, sin embargo, y en una nueva dirección en su filmografía, se aleja de una narrativa previsible —exposición de las consecuencias de la intolerancia social o religiosa en mujeres que se rebelan a su destino—, para ir introduciendo elementos que definirán su objetivo y llevarán al espectador a ese punto que él busca. El enigma sobre el ayuno —no casualmente, un trastorno alimenticio muy arraigado históricamente en las mujeres, como respuesta a la presión del entorno— es el macguffin de un relato que nos conduce poco a poco, con un ritmo cuidado y eficiente, a otras dimensiones: el valor de los cuentos y el de la fe, su necesidad y su función, y, en concreto, a su modo de operar en la creación de una consciencia femenina o en la gestión del trauma.
Por una parte, nos muestra el dogmatismo interesado de la religión, cuyos postulados referidos al martirio y al sacrificio justifican el sometimiento y validan la pasividad; por otra, el potencial de los relatos que construimos colectiva o personalmente. Estos, a diferencia de la fe que se nos exige ciega y permanente, son un constructo que puede ser manipulador al inculcar enseñanzas, pero también voluntario, por implicar la libertad de pensar, crear y creer, incluso para nuestro autoengaño. Nos contamos historias para entender el mundo, pero nos cuentan dogmas para subyugarnos. En el caso de la pequeña Anna, Lelio ilustra a la perfección ese proceso y será lo que más disfrutemos de su filme, si no nos quedamos en el goticismo del misterio y somos capaces de ver el envés del tejido. El enigma verdadero es el de la conciencia adquirida, el despertar y el entender con qué mecanismos opera la manipulación para convertir a las víctimas en mártires, exculpar e intentar salvar a los verdugos. No hay mayor trabajo detectivesco que el que nos desvela nuestros propios misterios.
Esa sensación de teatralidad que supura El prodigio, los silencios, las pausas, las reiteraciones, que pueden distanciar a algún espectador, se justifican según avanza el filme como un planteamiento voluntario y coherente con su mensaje: que la audiencia sea consciente de que está viendo un cuento filmado, y que sepa que también es libre de creer y de decidir si el pájaro está libre o enjaulado. Sebastián Lelio se dirige directamente a su público, rompe la cuarta pared y nos obliga a ver que sin historias no existimos.
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