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Serial Watcher

El final de «Succession», la maldición de los Roy

En Cine y Series, Serial Watcher 2 junio, 2023

Marc Muñoz

Marc Muñoz

PERFIL

Todo llega a su fin. Las cosas buenas también, especialmente las cosas buenas. Succession ha sido una de ellas a lo largo de los últimos cinco ejercicios. Probablemente, la última baliza en esta nueva era del desmantelamiento de la ficción gourmet. Tiempo suficiente para ofrecernos un accésit premium a la burbuja de acero y rubíes por la que transita esa élite empresarial que mueve los hilos financieros y mediáticos del planeta y, por extensión, los políticos. A lo largo de cuatro temporadas nos ha dado la oportunidad de penetrar en las interioridades del 1% y, pese a la distancia sideral, se han creado, si no lazos de simpatía o empatía, conexiones de familiaridad; conociendo, hasta comprendiendo, las tragedias inherentes que conlleva nacer en el seno de un clan familiar bañado por el dólar. Especialmente si este viene marcado de nacimiento por la sombra aguda, terrible, despiadada de Logan Roy.

El conflicto que ha irradiado el recorrido dramático del serial, desenvuelto con el seguimiento coral de sus personajes centrales, no es otro que el peso de un progenitor intratable e implacable sobre sus pupilos. Una ruptura entre el padre inmisericorde y su camada que se ha representado desde muchos ángulos y quiebras, incluyendo la ausencia física del primero tras el inesperado (no por previsible sino por anticipado) giro trágico que marca el espléndido tercer capítulo de su última temporada. Ese padre que, para más inri, expresa en su críptica y confusa última voluntad algo que se recrudece con el desenlace de la serie y que ya quedaba apuntado en los prolegómenos: la total indiferencia, desconfianza y hasta menosprecio hacia sus descendientes en cuanto a salvaguardas del imperio montado.

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Y es esa maldición de Saturno, a la que el propio Brian Cox hizo jocosa referencia en su viral momento en el museo del Prado, cuando estuvo situado enfrente del cuadro Saturno devorando a su hijo de Goya, la que salpica e intercede en el proceder mezquino y recriminable de unos hijos que buscan desesperadamente la aprobación imposible de un padre ausente y, a su vez, como se ha visto en la mayor parte de la última temporada, omnipresente incluso tras su muerte.

He aquí la sombra trágica que rodea a los tres hijos (Connor siempre comiendo aparte) en ese yate donde se les notifica el deceso repentino de una figura paternal que, pese a los constantes e imperdonables roces, buscaban en esta un abrazo, una caricia, en definitiva, una aprobación que nunca llegaría. Y en eso se ha desenvuelto la última temporada, en el último intento de salvación para una camada de hienas abocadas al mal fario, a perpetrar el linaje sanguíneo, a reproducir las toxicidades que les inocularon. Una reparación de sus almas que ha desequilibrado el juego de expectativas del espectador, haciéndolo creer en la redención, aunque,  en el fondo, todos ellos estuvieran condenados desde que nacieron en colchones de dólares en la patria de lo amoral.

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Si bien en el plano argumental ese conflicto se ha desarrollado a través de las mismas confabulaciones, coaliciones, puñaladas y cierta reiteración de estrategias y subramas que ha aborrecido a una parte de su audiencia originaria, la capa interna, el desnortamiento anímico de esos tres hermanos en búsqueda de la corona que escenifique el apruebo en su fuero interno de un padre ausente ha tramado la carnaza dramática. Hasta alcanzar ese estallido que ha supuesto un último capítulo de hora y veinte en el que, sin rebajar la carga de tensión y crudeza de los últimos tres episodios, en ese sentido, y especialmente a partir del capítulo tres, la temporada se ha alejado de sus marcas cómicas, visible con la interacción cada vez más conflictiva entre Tom (Matthew Macfadyen) y Greg (Nicholas Braun). El trío protagonista ha caído en las cotas más bajas de desespero, bajeza moral y traición. Las máscaras, la fachada de multimillonarios seguros, canallas, amorales e impecables, han quedado reducidas a escombros en esa oficina de ambiente irrespirable en la que la ficción de HBO atesta el golpe definitivo. El mismo que viene adherido con un epílogo en forma de punzante diálogo que mantiene Roman (Kieran Culkin) con su hermano Ken (Jeremy Strong) después del golpe de efecto de Shiv (Sarah Snook)y el barullo posterior, y que sintetiza, al estilo Roman,  el drama central del serial: We’re bullshit. You’re bullshit . I’m fucking bullshit. It’s all fucking nothing. We’re nothing.

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Los niños mimados, esos que en la víspera de la importante junta que debe decidir la suerte de Waystar Royco, se encontraban bromeando y haciendo batidos de malcriados en casa de la otra figura ausente para ellos (la madre), se ven, con ese final abrupto y descorazonador, abocados al precipicio, al naufragio absoluto, a ese vacío existencial que les devuelve su verdadero rostro, incapaz del entendimiento, la solidaridad, el apoyo familiar entre hermanos, o, ni tan siquiera, las aptitudes empresariales que se exigen en sus esferas, sino más que perpetrar la sangre infecta de su progenitor. Un linaje maldito que en el fondo ya se presentaba en los primeros contactos con este microuniverso, cuando los personajes eran apenas unos desconocidos para el espectador.

Todo estaba ahí —en ese sentido resulta interesante revisar el inicio de la serie—, lo único es que el espectador aún no era capaz de descifrar el peso trágico. Con ese devastador final Shiv salva la papeleta, a nivel pragmático, con un sacrificio personal que la deja en una situación precaria que nunca podrá superar, tal y como deja expresado ese glorioso plano de la mano inerte en el coche junto a la de un Tom recién coronado. Tom, el trepa con más suerte del embrollo. Roman, y sus juegos de niño adulto, proyecta un futuro de distracciones banales, refugiado en mamparas  huecas. Mientras que Ken, la figura que había tenido a tocar el trono, que aspiraba a él desde el principio, sufriendo los mismos reveses —resulta muy interesante volver al principio de la serie—,  será el que saldrá más dañado. Puede que ni se recupere del golpe final, como invita a pensar ese plano suyo, con rostro compungido, mirando al horizonte acuoso de Ellis Island bajo la atenta mirada de su guardaespaldas.

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Más allá de ese epílogo abierto, de los otros gloriosos episodios de una temporada sin mácula —como el octavo, donde Succession penetra en circunscripción The Newsroom para dejar una radiografía atroz del poder de los medios en su intromisión en asuntos políticos de plena actualidad—, de la tensión que ha guiado el desarrollo de los últimos compases para resolver la traición definitiva, el verdadero escozor lo marca el despedirse de esos personajes de familiaridad contrariada. Aquellos sujetos despiadados y nauseabundos que algunos criticaron por adolecer de cierto estancamiento, pero que sin duda, han crecido exponencialmente en nuestro interior, desde el momento que empezamos a entender sus acciones, motivaciones, sus comportamientos psicóticos o infantiles, su malestar generalizado con la vida, su misantropía heredada; la imposibilidad de un abrazo. Hemos llegado a palpar su médula emocional y, pese a la distancia que nos separa, contada en millas, se echara mucho de menos ver sus rostros desfigurados por la avaricia, el poder y, ante todo, la ausencia absoluta de un cuerpo al que abrazarse. Porque ningún dinero del mundo podrá comprar la indecible sensación de corresponder afectivamente y ser correspondido.

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