En El conde, Pablo Larraín regresa a la historia reciente de Chile, para mostrar lo más oscuro y monstruoso a través del terror gótico, valiéndose de un poderoso blanco y negro, sin olvidar el humor más amargo y oscuro. Así que las tinieblas, incluso literalmente, envuelven una fantasía de horror protagonizada por uno de los malvados más infaustos, Augusto Pinochet. Para demostrar que la maldad no conoce fronteras ni marcos temporales, Larraín convierte en vampiro al dictador que mandó la democracia chilena al carajo y cuyas tropelías incluyeron muerte, tortura, desaparición forzada, venta de bebés, y enriquecimiento ilícito valiéndose del saqueo desde su cargo, entre otras.
La cualidad monstruosa del vampiro se define por su dificultad de desaparecer, que comparte con el zombie, pero a diferencia de la repulsión que inspira éste, el chupasangre es una figura altiva, que se pretende elegante, aristocrática, dotada de un poder de seducción por el que sus acólitos se aprestan a ofrecer su cuello, casi siempre níveo y virginal. El vampiro vive del fluido vital de las otras personas, se puede conformar con sangrar una rata, pero la exquisitez de drenar la belleza y la juventud no tienen competencia. Las sencillas metáforas con que se expresa el mundo vampírico eran perfectas para retratar el modus operandi de un villano: dejar secas a sus víctimas, vivir (beber) de la vida de los otros, cruzar océanos de tiempo, porque la maldad es intemporal y su lenguaje universal, así como su impunidad.
Desde el prólogo con la voz en off de una mujer —que solo al final nos desvelará su identidad— y que en inglés nos narra los orígenes del personaje —un tal Claude Pinoche que cambió de bando en los albores de la revolución francesa— las imágenes firmadas por la magnífica fotografía de Edward Lachman nos dejan seducidos primero, para helarnos después. Así sucede con los paisajes de la Antártica chilena, ese Oazy Harbour con su cementerio, que curiosamente fue declarado monumento nacional en 1976, tres años después del golpe de estado que derrocó al presidente Allende, pero también con el expresionismo de los primeros planos o los vuelos nocturnos en que, capa al viento, el infausto surca el cielo para devorar el corazón de la ciudad. Ojalá los espectadores puedan ver El conde —estrenada en el Festival de Venecia— en la gran pantalla, a pesar de ser una producción de Netflix.
Recordamos a Jaime Vadell, que encarna al vampiro, a Alfredo Castro, mayordomo y casi esclavo, el ruso blanco Fiodor, y a Antonia Zegers, que interpreta a una de las hijas de Pinochet, por su excelente colaboración en El club (2015) —filme de horror en una clave muy diferente, de hecho nos planteamos cómo habría sido su versión gótica—, mientras que el director carga a la joven y virginal Paula Luchsinger con el peso de ser la antagonista, la monja exorcista, la contable, la mano amiga y la hábil manipuladora del dictador y su parásita ávida prole, con la misión oculta de traspasar sus bienes a la Iglesia, la vampira por excelencia. Gloria Münchmeyer, conocida intérprete de series de televisión, será Lucía Hiriart.
Los diálogos son uno de los puntos fuertes del guion que Larraín firma junto a Guillermo Calderón (Una mujer fantástica, El club), donde brilla el humor negro. La forma de decir de los actores, sus palabras, el contexto y la planificación de las secuencias se entrelazan sin que su entorno pierda protagonismo. Sin palabras, con imágenes y hallazgos que perduran en nuestra memoria —desde el batido de corazón hasta la insolente incursión nocturna en la Moneda, para descubrir que todavía no tiene un busto en la galería de insignes—, los decorados hielan, provocándonos ese erizar de vello que sugieren los no lugares, las inmensas cocinas industriales abandonadas en las que la vida se reduce a un destilado mínimo plano de trabajo. Las desvencijadas boiseries, las lámparas de araña sobre mesas con sillas de plástico, la tarima hundida justo debajo del comedor, de la cama, como si una explosión hubiera destrozado el corazón de la casa —los espacios más cálidos—, las estancias antaño destinadas al ganado y ahora habitadas por infrahumanos, así como los apabullantes abrigos de pieles para ir por casa, convierten El conde en un Grey Gardens antártico, donde Edith Bouvier Beale y su hija Edie sustituyeran su excentricidad con inmoralidad y crueldad.
El alambique de Larraín trabaja duro para procesar el trauma nacional a través del recurso a los arquetipos, destacando las cualidades eternas de los malvados incapaces de sentir empatía, solo codicia y placer a cualquier precio. Más desatado que Sorrentino en El Divo (2008), y con más libertad creativa que en Spencer (2021) Jackie (2016) o Neruda (2016) el chileno se lanza al retrato de un icono y muestra que el mal es genérico pero la víctima es particular. El no muerto abandona su retiro para alimentarse periódicamente, sale por los aires, pero quienes le visitan deben desplazarse al inframundo, el Hades chileno envuelto en neblina. Los codiciosos hijos, la exorcista y, finalmente, el atajo de monjas cuyo raudo blanco inmaculado destaca en la grisura del paisaje, viajan en la lancha de un mayordomo Caronte, asumiendo el precio de descender al averno y seguir vivos (o creerlo).
Todo es mentira, los no muertos no salen de sus tumbas para surcar los cielos nocturnos, pero nos estremecen por su virtualidad, su capacidad latente de ser reales, a pesar de que su Transilvania no esté en los Cárpatos sino en Patagonia, o quizá en el 10 de Downing Street.
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