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Cultura

Un diálogo con Jordi Costa sobre William Kentridge

En Entrevistas, Cultura 26 octubre, 2020

Alejandro Serrano

Alejandro Serrano

PERFIL

El escritor, periodista, comisario y jefe de exposiciones del Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB), Jordi Costa (Barcelona, 1966), presenta Lo que no está dibujado, la exposición dedicada al artista sudafricano William Kentridge.

A través de la animación, el dibujo, el cine, la música o el teatro, William Kentridge ha construido una obra magmática, que mezcla técnicas y disciplinas. La muestra es una oportunidad única para ver algunas de las obras más emblemáticas del artista, entre las que se cuentan los tapices de gran formato, la impactante instalación audiovisual More Sweetly Play the Dance y la serie completa de los once cortometrajes de animación Drawings for Projection. El CCCB es el primer lugar en Europa donde se estrena la última película de Kentridge, City Deep.

No entiendo la cultura si no es como diálogo abierto.

EL HYPE tenido el gran placer de entrevistar de nuevo a Jordi Costa sobre la muestra en sí y también sobre las dificultades de llevar a cabo estos proyectos en nuestros días.

¡Hola Jordi! Ante todo, queremos agradecerte que te prestaras a la entrevista sobre la exposición de William Kentridge en el CCCB. Pero, en primer lugar, me encantaría saber cómo llegaste a ser director de exposiciones de este singular centro cultural. ¿Cómo has pasado del periodismo y la crítica a este trabajo de dirección museística y el arte?

Bueno, en realidad no es un trabajo de dirección museística, ni tampoco una labor que esté únicamente vinculada con el arte o sus circuitos. El CCCB no es un museo con colección propia, sino un centro de cultura contemporánea, entendida esta como un punto de confluencia, diálogo e intersección entre diversas disciplinas y lenguajes. Las exposiciones temporales forman parte de la programación del CCCB, pero el centro también acoge programaciones audiovisuales, de debates y de propuestas de mediación.

El nexo entre todas estas actividades, que pasa por plantear preguntas no necesariamente cómodas o tranquilizadoras sobre nuestro presente y nuestros futuros posibles, es lo que define la identidad del centro. Aunque una de las partes más visibles de mi trabajo en los últimos años haya estado relacionada con el periodismo, mi trayectoria no ha sido del todo ajena a lo que ahora me ocupa: supongo que mis trabajos como comisario de proyectos expositivos, programador y ensayista me han ido acercando a lo que hago ahora. Se convocó un concurso público para la plaza y me presenté.

¿Cuáles son tus objetivos como jefe de exposiciones? ¿Y tu criterio?

Mis objetivos como programador pasan por mantener una cierta coherencia con la trayectoria expositiva del CCCB, intentando, al mismo tiempo, abrir su campo de intereses, experimentar con el lenguaje, disolver viejas jerarquías culturales, discutir cánones, establecer puentes entre la cultura y el pensamiento locales y los internacionales, activar en lo posible el tejido cultural de proximidad y formular preguntas que no sean irrelevantes y nos interpelen a todos.

Lo que debería exigírsenos no es tanto reinventarnos como ser capaces de acortar la distancia entre discurso y práctica.

Con el tiempo le he perdido el respeto, si es que alguna vez se lo he tenido, al término prescripción: para mí la cultura no es algo que un sujeto privilegiado prescribe a su comunidad, porque no entiendo la cultura si no es como diálogo abierto, como choque productivo de aparentes contrarios, como ágora que privilegie el matiz iluminador al ruido ensordecedor. Me da apuro responder a tu pregunta sobre el criterio: entre otras cosas, porque confío en que mi criterio sea bueno, pero me resultaría algo preocupante que fuese solo mi criterio lo que determinase una programación cultural. Lo fundamental es saber escuchar y no tener un criterio restrictivo, ni endogámico a la hora de buscar interlocutores.

kentridge

¿Cómo crees que va a cambiar a partir de ahora el sistema del arte, en general, y el trabajo de curaduría, en particular, en lo referente a conceptualización de proyectos, relaciones con otros profesionales y/o organizaciones y estrategia de comunicación? ¿Toca reinventarse?

Supongo que aprendí a odiar el verbo reinventarse la enésima vez que lo leí aplicado a la carrera de Madonna, cuyas sucesivas reinvenciones siempre me han parecido más epidérmicas —y mercadotécnicas— que sustanciales, es decir, directamente relacionadas con las cuestiones de lenguaje, identidad y discurso. Y  no quiero restarle ningún mérito a Madonna, sino señalar la pereza de algunos discursos periodísticos que han manejado muy alegremente el concepto de reinvención. Cuando hay una crisis de cualquier tipo, el verbo reinventarse se desempolva con un cierto entusiasmo que suena a lección de coaching neoliberal, orientada a prepararnos para un mundo de precariedades y provisionalidades sistémicas.

Se subestimó el poder de la presencialidad, del espacio físico como necesario punto de encuentro entre la cultura.

A lo largo de este año tan raro, no obstante, ha habido propuestas culturales que sí aprovecharon el confinamiento para pararse a pensar y repensarse: es el caso de una editorial como Errata Naturae, cuya reinvención ha consistido en aplicar con rigor a sus propias prácticas editoriales la filosofía y el pensamiento que ya articulaban su catálogo. Quizá por eso, creo que lo que debería exigírsenos no es tanto reinventarnos como ser capaces de acortar la distancia entre discurso y práctica. Los museos y centros culturales llevaban tiempo luchando contra los viejos conceptos que los definían: es decir, transformando lo que antes era percibido como un templo en espacios para la promiscuidad intelectual, el intercambio, el diálogo y la transformación.

Los actuales protocolos anti-Covid condicionan ahora muchas de esas posibilidades y de lo que se trata, creo, es de encontrar estrategias y fisuras para que no se pierda lo que hasta el momento se había ganado. No sé cómo cambiará el sistema del arte, en general. En cuestiones curatoriales creo que lo relevante será extremar el sentido común: trabajar con lo posible, establecer lazos cercanos para neutralizar las precariedades sistémicas del sector, pero, sobre todo, no perder de vista la importancia de la relación entre el aquí y el afuera. En los primeros días del confinamiento, hubo quien vio en todo esto una ventana de oportunidad (otra expresión odiosa para mí): la cultura pasaba a ser digital y santas pascuas. Se pasó por alto una brecha digital que en nuestro país es tanto social como generacional y se subestimó el poder de la presencialidad, del espacio físico como necesario punto de encuentro entre la cultura, quienes la hacen y quienes la disfrutan y discuten.

¿Cómo llegaste a William Kentridge? ¿Qué te fascina de su trabajo?

William Kentridge es una figura central en el panorama del arte contemporáneo y su obra es un ejemplo paradigmático de esa función de la cultura de formular las preguntas adecuadas e incómodas en el momento preciso sin ofrecer respuestas tranquilizadoras. No se trata tanto de llegar a Kentridge, sino de sentirse interpelado por su discurso, que, pese a su enraizamiento en lo local y sus propias circunstancias biográficas, afronta cuestiones universales, desvela sus raíces históricas y se proyecta hacia un futuro donde las cuestiones de la desigualdad seguirán siendo cruciales.

Para Kentridge siempre es el material y la forma lo que lleva al discurso.

Kentridge

Instalación de William Kentridge en CCCB.

¿Y de la historia del artista?

Hijo del abogado de Nelson Mandela y la familia de Steven Biko y de la creadora de la primera plataforma de servicios jurídicos gratuitos para la población sudafricana, Kentridge nace en un contexto de clara conciencia y activismo anti-apartheid. Lo interesante de su trabajo es cómo ese contexto familiar da paso a otra cosa, a una expresión artística que problematiza su propia mirada y condición de ciudadano blanco y privilegiado rodeado de unas condiciones sociopolíticas que le llevan a cuestionar las formas tradicionales de relación entre arte e ideología.

¿Qué podría representar su obra en un contexto como el actual?

Para Kentridge siempre es el material y la forma lo que lleva al discurso. Su trabajo nunca se coloca al servicio del mensaje, sino que emana de un proceso creativo que parte del juego y que no excluye un acusado sentido del humor. No hay nada de coyuntural, por ejemplo, en su serie de los Drawings for Projection, que, pese a nutrirse de la realidad que rodea al artista y de sus propias vivencias, poseen esa condición de perdurabilidad que caracteriza, por ejemplo, los Disparates y los Caprichos de uno de sus referentes, Francisco de Goya. Su obra responde al planteamiento de un problema muy relevante: al arte no le basta con ser comprometido si no sabe librar sus propias batallas en el sustrato del lenguaje.

Para Kentridge el arte verdaderamente político es el que privilegia la incertidumbre, la ambigüedad, la duda y la paradoja.

¿Qué singularidad podemos encontrar en su exposición?

El equilibrio, permanentemente tenso, entre el cuestionamiento de las formas y el poder, conmovedor y transformador, de un discurso que en ningún momento se presenta como mensaje o como bálsamo.

¿Sobre qué eje vertebra su obra en la exposición?

El cuerpo de la exposición es su serie de, hasta el momento, once películas de animación Drawings for Projection, iniciada en 1989, año en el que el apartheid sufrió sus primeras fracturas. Junto a esos trabajos, la exposición recoge algunos dibujos procedentes de la confección de esa serie, una colección de tapices y una instalación titulada More Sweetly Play the Dance… La manera en que algunos temas y figuras visuales pasan de un ámbito a otro de la exposición, creando inesperadas rimas, acredita la firme coherencia del conjunto de su obra, pero también invita a cada espectador a realizar su propio montaje, su propia lectura del discurso de Kentridge.

La ambigüedad, la duda y la incertidumbre son una constante en el trabajo de Kentridge. ¿Hasta qué punto piensas que es pertinente su obra en un contexto como el actual?

Para Kentridge el arte verdaderamente político es el que privilegia la incertidumbre, la ambigüedad, la duda y la paradoja. No es que rechace el arte político o la dimensión política de su propio arte: lo que nunca celebrará Kentridge es lo doctrinario, lo maniqueo. En un mundo que tiende cada vez más a las polarizaciones acaloradas, la reivindicación de ese espacio liminar entre luces y sombras, su invitación a la desconfianza del legado de la razón supone un gesto muy radical y necesario.

Kentridge

Felix in Exile (William Kentridge, 1994)

¿La periferia de Kentridge, Johannesburgo, no es hoy como esos antiguos centros: el lugar de mayor interés?

Como centro financiero y una de las ciudades globales de Sudáfrica, Johannesburgo no es precisamente una periferia. De todas formas, todo artista de peso tiene el poder de universalizar y convertir en centro la supuesta periferia desde la que formula su discurso.

¿Crees que hemos perdido esa dimensión de la cultura como lugar de discusión política e intelectual sin censura?

No. El deber de la cultura debería ser siempre el de ser insidiosa e incómoda. No comulgo con esos discursos tan habituales últimamente que insisten tanto en que tal o cual obra no sería viable hoy en día. Me parece una estupidez sostener que hoy Shakespeare no podría escribir sus obras —que se siguen representando (hasta me siento tonto subrayándolo)— o que Nabokov no podría publicar Lolita. El arte y la cultura siempre se abren paso, incluso en las peores circunstancias. Las únicas censuras de las que tengo constancia en nuestro país son las que afectaron a artistas como Valtonyc o Pablo Hasél.

Hace unos meses, varios intelectuales españoles, muchos de ellos en situaciones de incuestionable visibilidad y estabilidad profesional, intentaron replicar de manera antinatural el manifiesto de Harper’s Bazaar sobre esa cultura de la cancelación que probablemente sea un problema en el ámbito de las universidades americanas y el sector cultural de allí, pero que aquí no veo que se haya cobrado, de momento, ninguna víctima. No vi a ninguno de los firmantes, meses después, hablando sobre la huida de España de una artista como Daniela Ortiz, bajo las amenazas de la extrema derecha.

Al arte no le basta con ser comprometido si no sabe librar sus propias batallas en el sustrato del lenguaje.

En estos momentos de incertidumbre, ¿qué mensaje de ánimo y de confianza te gustaría trasladar a todos los operadores y actores del mundo del arte?

Es difícil dar ánimo y confianza cuando el miedo, agravado por la sensación de que nuestro sector cultural está más desprotegido y a la intemperie que en otros países europeos, nos está igualando a casi todos frente a la catástrofe social y económica que seguirá a esta etapa de confinamientos y medidas preventivas. Sería deseable que el papel de los estados atemperara ese miedo, no sólo en el sector cultural, sino en todos los ámbitos de la sociedad que han agudizado su precariedad con todo esto. Lo que más me preocupa es la falta de horizontes para una generación de jóvenes que han pasado, sin capacidad de reponerse, de una crisis económica a esta crisis pandémica.

Quizá el único mensaje de ánimo que pueda dar sea repetir ese mantra de que la cultura siempre se abre paso: Sherezade salvó el cuello, los personajes de El Decamerón se refugiaron en ficciones como trincheras, el Cabaret Voltaire albergó, en sus bulliciosas noches, el grito colectivo ante el colapso de la Europa de entreguerras… La cultura no está ahí para salvarnos, pero siempre ofrecerá los materiales para construir refugios provisionales.

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