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Cine dentro del autocine: mejores películas y un apunte cultural

En Cultura martes, 24 de septiembre de 2024

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Los recientes homenajes tras el fallecimiento de Carlos Miralles en su entrañable autocine drive-in (Denia, Alicante), el último de los cuales contó con la proyección de L’avia i el foraster, el filme de su hijo Sergio Miralles, así como sus reflexiones sobre las particularidades culturales del autocine en nuestro país (centradas en la creación de un espacio de ocio familiar alejado de lo que en Estados Unidos podría denominarse suburb culture) invitan a dedicar esta entrada de «Hermosos y malditas» a pensar en algunas claves culturales y en unas pocas referencias ineludibles de ese campo que podríamos denominar «cine dentro del autocine».

Sobre lo primero, una precaución cultural inicial debe consistir, a mi juicio, en desligar el autocine, tal como éste evolucionó en nuestro país, de la extensión acrítica del universo automóvil-céntrico afín al modelo urbanístico de William Levitt sobre el que descansa el Suburb como expresión del american way of life.

Si bien el pionero Motocine Barajas se construía en Madrid en 1959, en la estela de una visión del ocio importada del imaginario motorizado estadounidense de los años 50, los autocines del mediterráneo (Drive In, Star y El Sur) ya suponen un modelo híbrido capaz de funcionar como una inmensa terraza de verano y una alternativa al ruido de los pub, el bronceado discotequero o al entretenimiento veraniego al modo Benidorm o Gandía Shore.

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Fotografía: © Jesús García Cívico.

Ninguna cultura es un recipiente pasivo, sino que como señalaron entre otros, los críticos culturales Néstor García Canclini (Culturas híbridas, 1989) y Homi K. Bhabha (El lugar de la cultura, 1994) frente a las concepciones rígidas y esencialistas de la cultura, en realidad la cosa funciona siempre en un sentido dúctil, bidireccional donde la identidad es una heterogénea amalgama de cruces, influencias, modelos y referencias.

Además, incluso si aceptamos la irradiación del modelo norteamericano no hay ninguna señal en el cielo de los conceptos que nos advierta de que se trate de una influencia maligna ni de lo que Stephen King trató como lugares del mal.

Es por ello que las imágenes recogidas por Gala Font de Mora en Week-End, presentado hace unos años en la galería Railowsky no remiten a las irónicas y espiritualmente demoledoras fotografías del ocio de la «common people» de un Martin Parr sino más bien a una serie de escenas de pacíficas atmósferas de ocio relajado y formativo a las que la propia Escuela de Frankfurt podría haber dado su beneplácito cultural.

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Weekend de Gala Font de Mora.

En relación con las películas con escenas ambientadas en autocine, quizás la primera referencia que le viene a la mente a cualquier aficionado al cine sean los minutos finales de la magnífica Targets (1967) el debut del crítico Peter Bogdanovich que supuso al mismo tiempo la despedida del monstruo estrella de la Universal, el gran actor londinense Boris Karloff que asombró al mundo con su caracterización de la criatura en el clásico de James Whale, Frankenstein (1931).

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El héroe anda suelto (Peter Bogdanovich, 1967).

En Targets (delirantemente traducida en España como El héroe anda suelto), el nuevo monstruo de la segunda enmienda de la constitución (el supuesto y tergiversado derecho del pueblo a portar armas) dispara indicriminadamente a los espectadores del drive-in mientras la pantalla proyecta The Terror (Roger Corman, 1963). Se trata del francotirador magistralmente interpretado por Tim O’Kelly, una figura propia de la normalidad de la clase media norteamericana retratada por Norman Rockwell, inspirada en el autor de la matanza de la torre de la Universidad de Texas, Charles Joseph Whitman un año antes del estreno de la película.

En mi imaginario más subjetivo, recuerdo haber podido ver de niño películas como 1997, rescate en Nueva York (Carpenter, 1981) o Prophecy (Frankenheimer, 1980) a principios de los ochenta en el autocine Star, muy cerca del mar y la sensación que uno guarda de esas noches tiene que ver más con alguna cualidad de la arena y la brisa en el haz del proyector del autocine que con la aculturación yanqui o alguna arista de la estática camp sobre la que reflexionó Susan Sontag.

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El héroe anda suelto (Peter Bogdanovich, 1967).

El autocine Starlite y la improbable película maldita Rabit, rabit protagonizan uno de los episodios más compactos de American Horror Stories la serie del universo de Ryan Murphy y Brad Falchuk. Y más allá del terror, filmes como Grease o o Twister (con proyección de El resplandor) suponen episodios ineludibles de una historia de nostalgia y sueños de celuloide al aire libre, pero, mi escena preferida de ese cine que transcurre en parte en autocine, es sin duda, la de Christine, la fría adaptación que John Carpenter hizo de la enternecedora novela de Stephen King, quizás porque ilustra el uso del autocine como espacio de libertad total y descubrimiento sexual en el imaginario teen, o porque la lluvia desvela tanto esa intención como la enérgica capacidad de adaptación y supervivencia de esa deriva que es la juventud (en la magistral interpretación de Keith Gordon y del Plymouth Fury de 1958) o porque como en las escenas de Cars y los Picapiedra en ella el coche humanizado o eterno, respectivamente, es el verdadero protagonista.

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Christine (John Carpenter, 1983).

Sobre esa misma idea de refugio juvenil, insiste la meritoria Historias de miedo para contar en la oscuridad, (2019), la poco valorada cinta de André Øvredal, el responsable de una de nuestras películas de terror de culto (sobre todo por la primera parte, aquella que John Clute llama atisbos), La autopsia de Jane Doe (2016). En ella es posible encontrar reverberaciones de un tiempo cuando las películas de terror y ciencia ficción alimentaban unos autocines sobre los que habría podido realizar David. J. Skal otro análisis magistral.

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Historias de miedo para contar en la oscuridad (André Øvredal, 2019)

Los autocines disfrutaron de una hermosa resurrección en medio del recelo al contacto con extraños que nos inoculó la COVID-19, un recelo que en la horrible expresión de esos días y contra los infundados diagnósticos optimistas de casi todos los expertos en ética y no pocos sociólogos (la idea de que la pandemia iba a hacernos mejores) vino para quedarse. Alguna sala de cine bajo el cielo, también. No hay mal que…

Hermosos: autocines y escritoras generosas como Pilar Cambronero.

Malditas: armas de fuego.

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