Primera entrega de una serie de crónicas sobre el respirar diario del barrio del Carmen en Valencia: gente, movimiento, arte y espacios. Pero sobre todo, historias.
Situado en pleno corazón histórico de Valencia, en el distrito de Ciutat Vella, el barrio del Carmen es sin duda uno de los lugares con más encanto que se pueden visitar -o escoger para residir- en la ciudad: comercios centenarios, mercados, murallas, centros culturales, locales nocturnos con solera, bares, restaurantes, museos. Además es también un retrato viviente de las distintas Valencias que coexisten, desde la más folclórica, a la más en la cresta del siglo XXI. En esta serie de crónicas iremos mostrando facetas del barrio que debes conocer, aunque tal vez no sean las más visibles ni las que figuran en los mapas de las oficinas de turismo.
Me dice Jerónimo que él podría contarme un sinfín de detalles sobre este lugar en el que me instalé hace ya más de un año; a ojos de este hombre rudo con aspecto de boxeador sonriente debo ser una especie de forastero fascinado, de inmigrante venido del extrarradio cautivado por el flujo de savia antigua que inunda aquí cada metro cuadrado de plazas, calles o callejones. Me cuenta cómo se movió una vez durante seis horas por unas catacumbas bajo nuestros pies ahora inaccesibles hasta aparecer en el underground de las Torres de Serranos, me habla de Blanquita y del trágico accidente que acabó con la vida de esta ilustre mujer de la zona, y de cómo unos hippies atacaron después a unos gitanos a causa del atropello fatal.
Jerónimo trabaja ahora en un conocido local de ocio en la Plaza del Tossal, pero ha hecho prácticamente de todo en este barrio en el que nació y todavía vive; esa es la razón por la que tiene oídos en el mercado y en la noche, en una terraza de un café o en la barra de un bar de esos que nunca mueren. Pero no es un fisgón o una comadre, sino una especie de enciclopedia ambulante del Carmen, un cronista auténtico cuyo saber hay que recoger y transcribir para la posteridad. En cierto modo me recuerda a ese otro pura raza del vecindario que es el escritor y periodista Abelardo Muñoz, del que se dice que estuvo de farra por acá con el mismísimo Gil de Biedma.
Me despido de Jerónimo que apura una copa y se erige en mitad de la multitud turista como un mustang orgulloso y en paz con su entorno; al salir del pub en que nos encontramos -según me ha dicho, antes fue una tienda de sofás- decido que voy a reunirme con él una vez a la semana en la puerta de su trabajo, para que con unas cervezas me hable de todas esas personas que Luis Montolio ha convertido en gigantes en las fachadas de los edificios, como Olga Poliakoff que fuma ya para siempre en una de sus fotografías. Le voy a preguntar también por esos solares cerrados por muros repletos de pintura en los que se lee, por ejemplo, Pant, Sien o LUCE; le preguntaré qué casas esconden ruinas en el subsuelo y quién está detrás de esto y de aquello, le preguntaré por los talleres y por los artistas locales, por el chino y su leyenda negra y decadente, por las casas con las puertas y ventanas tapiadas.
No sé si lo sabrá todo -o si querrá contármelo- pero quiero creer que sí; este es su territorio, su gran reserva llenándose de casinos brillantes. Su barrio con nombre de mujer que algunos pisan, y otros como él, aman.
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