En La vuelta al día en ochenta mundos, Julio Cortázar escribió que Buster Keaton, más que un Dostoievski o un Faulkner, debería constituir nuestro ejemplo para rescatarnos de la seriedad y llegar por fin a ser serios de veras.
Se cumplen cien años de El navegante (Keaton, Donald Crisp, 1924), una de las mejores películas de Buster Keaton y quizás la preferida de su autor. Y cuando la volvemos a ver, entendemos que la aventura de la joven pareja de novios (Keaton y Kathryn McGuire) en un barco a la deriva por el Pacífico contiene todas las claves de la comedia inteligente, física y melancólica de «cara de palo» y por qué fue tenida durante mucho tiempo (junto con El maquinista de la General) como una de las grandes películas no solo del cine mudo sino de toda la historia del cine.
De entrada, de acuerdo con el característico descreimiento de la jerarquía social de Keaton, su personaje, Rollo Treadway, se nos presenta como el inevitable fruto, mimado y consentido, de todo árbol genealógico. Tras decidir caprichosamente pedirle la mano a su novia (por la visión, conmovedora, de una pareja negra recién casada) y reservar pasajes para la luna de miel, Rollo/Keaton es conducido por su chófer… a la casa de enfrente.
Ante el rechazo de su novia Betsy O’Brien, decida dar un paseo hasta casa (los pocos metros que la separan de ella) y aprovechar uno de los billetes, embarcando por error en un navío saboteado por espías destinado a vagar a la deriva y previsiblemente a naufragar. La casualidad quiere que el barco zarpe con su novia en el interior, hecho que es descubierto en una portentosa coreografía de desencuentros. Los dos solos disfrutarán una suerte de desventurada «luna de miel» durante la cual tendrán que adaptarse o adaptar el barco para sobrevivir.
El navegante contiene otro rasgo típico del cine de Keaton, un impagable contrapeso a su rostro impasible: la energía desbordante. Es un lugar común, pero un recordatorio obligado, que Keaton no recurría a dobles ni a especialistas, que al igual que no había el menor truco en la peligrosa escena del tronco que rebota de El maquinista de la General o en la fachada que se desploma sobre él en El héroe del río, en El navegante, Keaton salta al agua desde lo alto del barco en una bella y emocionante pirueta. El mismo año de nuestro filme, Keaton se rompía el cuello pero seguía rodando y haciendo acrobacias en El moderno Sherlock Holmes.
El escenario, el barco a la deriva, le sirvió para recrearse en uno de sus leitmotivs preferidos: la firme y alocada lucha por la adaptación a un entorno frío u hostil.
En relación con éste, otro de los estilemas del cineasta que en la década de los 70 hubo de recuperar el distribuidor de Búfalo Raymond Rohauer, y que está presente en El navegante es la resistencia física y moral frente al mundo, la capacidad de los personajes de Keaton para hacer frente a la adversidad con determinación y un gran ingenio. En El navegante carga a hombros a su novia por una escalera desde el mar, consigue con tesón abrir las latas de la despensa del Buford, hacer café sin utilizar agua salada, combate a un pez espada con otro pez, utiliza una langosta para reparar el buque, lucha con inteligencia y arrojo contra una tribu de caníbales (un estereotipo, por cierto, que contrasta con la llamativa imagen inicial de la igualdad racial).
En un tiempo, el nuestro, donde las aspiraciones parece que deban limitarse a no caer, a no sucumbir, simplemente a resistir, nos hemos acordado del gran Keaton, quien fue rescatado tarde del olvido poco antes de morir (por ejemplo, en un Festival de Venecia de 1965 como el que estos días se celebra).
Joseph Francis Keaton, hijo de una familia dedicada al «vaudeville», irradiaba en su calculadísima contención emocional las virtudes de los filósofos estoicos. No se hundía por ser tratado como un estropajo por los padres, no se venía abajo si la muchacha que quería no reparaba en él. Si necesitaba que la cosa se pusiera hermosa podía recurrir, como en El Navegante, al trampantojo (la increíble escena del cuadro en el ojo de buey) y a las sombras, a lo surreal y al misterio de la fuerza de voluntad. A cambio de su tenacidad y de su valor, de su generosidad y de su entereza, casi siempre acababa poniendo a la Providencia de su parte, como el oportuno submarino que les rescata de lo que parece un pacto suicida al final de El navegante.
El personaje aparentemente impasible de Keaton sabía situarse siempre mucho más allá de la crítica social y de los excesos de sentimentalismo, tanto de la lágrima fácil como de la manipulación emocional y quizás por ello resulte tan urgente reivindicarlo en los tiempos de la emopolítica, la nueva sentimentalidad y el victimismo woke.
En la crítica que Luis Buñuel hizo de El colegial (1927) para Cahiers d´Art, el director aragonés alabó, precisamente, la capacidad de Keaton para posicionarse como un especialista «contra todo infección sentimental».
Hermosos: textos recogidos por los «acomodadores» Jos Oliver y José Luis Guarner para el librito de Anagrama Buster contra la infección sentimental (1972).
Malditas: reacciones inhumanas contra los barcos a la deriva cargados de vidas.
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