En una edición con memorables estrenos, la película más esperada de las películas estrenadas en el 79 Festival de Venecia fue Blonde, dirigida por Andrew Dominik y protagonizada por Ana de Armas. Ver a la actriz cubana transformarse en la rubia más famosa de la historia fue el factor más importante del hype. Más de una docena de actrices habían abordado antes esa personificación, desde la caricatura de los rasgos más prominentes del personaje —Madonna o Blake Lively imitándola en su adoración a los diamantes— hasta la faceta más íntima de la persona (o lo que intuimos de ella) —Michelle Williams en Mi semana con Marilyn (Simon Curtis, 2011). Incluso fue desdoblada en dos intérpretes en la TV movie Norma Jeane y Marilyn (Tim Fiwell, 1996), donde Mira Sorvino y Ashley Judd interpretan la biografía de una actriz asediada con la que, a la luz del escándalo Weinstein, imaginamos que no les resultaría difícil empatizar.
La curiosidad sobre el estilo con que se enfrentaría un personaje de tal calado, impregnado en el imaginario popular desde hace casi cien años, era comprensible y ha sido compensada con creces. La película producida por Plan B —una nueva colaboración de Brad Pitt con Dominik distribuida por Netflix—, parte de la novela del mismo título de la escritora Joyce Carol Oates, sobre la que el director ha escrito el guion. Catorce años de preparación y producción fueron necesarios para que se ofreciera ante nuestros ojos un espectáculo que mereció casi cada minuto de su prolongada génesis.
En cuanto a Ana de Armas, podría bastar con la mención a una sola imagen de Con faldas y a lo loco (Some Like It Hot, 1959) para llegar a confundirnos entre una imagen real y una recreación, tal es la fidelidad con que la actriz ha encarnado al mito, apoyándose en toda una batería de recursos físicos, maquillaje, horas de estudio, un dominio de la dicción asombroso en alguien que no hablaba inglés hace cinco años, y a decir de Dominik una asombrosa intuición por encima de lo anterior. Cuando hablamos de la protagonista de Niágara hablamos de mito, porque es el primer nivel en el que cualquiera ha conocido a Marilyn, que no necesita ni apellido para ser identificada, accedemos a la persona en la acepción del teatro clásico, es decir al personaje que aquí a su vez interpreta a otros seres ficticios. Marilyn es un símbolo construido (especialmente sexual) que representa un conjunto de anhelos, deseos, aspiraciones y fantasías colectivas, de hombres y mujeres, que coagulan en un único ser, elegido y preparado como recipiente de nuestra necesidad de mitificar. En ella se unió la íntima necesidad de aceptación con la necesidad de los estudios de transformarla en una estrella a cualquier coste, y ese precio fue agrandar la brecha entre su personalidad real y su personaje, entre Norma Jeane y Marilyn Monroe.
En Blonde encontramos a una actriz, Ana de Armas, haciéndose pasar convincentemente por una mujer con una personalidad determinada, convertida en su día en un icono, es decir una señal que podemos leer e interpretar con facilidad. La historia de cómo Marilyn llegó a ser eso —y el coste que supuso para alguien que partía con una herida muy profunda que la hacía teóricamente la peor candidata a soportar esa presión esquizoide— fue novelada por Joyce Carol Oates sin ceñirse por entero a los hechos reales, sin citar nombres, refiriéndose a los personajes por su profesión, distanciándonos así del fulgor del couché para objetivar un proceso de destrucción y autodestrucción de manual, escalable y universal. Por Blonde desfilan una madre mentalmente deshecha, dos maridos —tan diametralmente opuestos como su yo público y privado—, el presidente, directores con los trabajó, protectores…, con los que el trato se salda bajando un peldaño tras otro en su autoestima y aumentando su inseguridad patológica.
En la creación del mito se adhieren cualidades sobrevaloradas, que no tiene la persona, para transformar a esta en un personaje de fuerza arrolladora y atractivo inextinguible. En Blonde, Andrew Dominik pone su foco en la crisis de identidad que arrastró Marilyn a lo largo de su desgraciada existencia, en la que incesantemente buscó agradar, fue sumisa y anheló hasta el último día un daddy que ocupara un puesto vacante desde que tuvo uso de razón. La obertura de la película es ya un escalofriante relato de experiencias cuya mella en la futura actriz sería decisiva en su destino, cuyo trastorno no fueron capaces de tratar con éxito o no quisieron o no entendieron tantos psiquiatras, amantes, maridos, consejeros, profesores de interpretación y productores o directores que la rodearon y se aprovecharon de un modo u otro de su vulnerabilidad. En esas primeras escenas está comprendida toda la película y su desarrollo es un via crucis de contraste, a veces, insoportable.
Ese gap abismal que separa a Norma Jeane y a Marilyn va adquiriendo profundidad con el paso de los años, porque cuanto mayor es la necesidad de aceptación, el deseo de agradar, menos se valoran los aspectos que la alejan del arquetipo, de la fantasía colectiva, que a mediados del siglo pasado no podría concebir que una actriz inteligente, sensible, creativa y concienciada políticamente fuera a la vez la mujer más bella y deseada del planeta.
¿Y cómo nos lo muestran Andrew Dominik y Ana de Armas en Blonde? en una propuesta deslumbrantemente visual que alterna el blanco y negro y el color, sin pretender narrar un biopic al uso —de hecho, la novela en que se basa no es una biografía—, ni que creamos a pies juntillas que lo que vemos fue real. Lo que pretende el director es crear una sensación de intimidad con un bombardeo de escenas en las que los hechos son menos importantes que las emociones que provocan, porque las emociones estaban ya ahí antes, solo esperando a desatarse. Si queréis biopic deberíais leer la magnífica biografía de Donald Spotto, una documentadísima obra que llega incluso a detallar las circunstancias de la muerte de la actriz, a partir de una hipótesis bien articulada, pero si veis Blonde, podéis estar seguros de que los aspectos más interesantes de la vida de Marilyn os serán transmitidos a nivel experiencial. Creeréis conocerla, entenderla, sabréis qué la hacía feliz e, impotentes, la veréis descender al infierno sin poder echarle esa mano que siempre se le negó o no se le supo dar. Quizá demasiados intereses alrededor de la gallina de los huevos de oro y poca empatía real para conocer quién era de verdad, porque quien tuvo ascendente sobre ella lo aprovechó para manipularla. Ana de Armas revela en su mirada candorosa una tremenda necesidad, un hambre de años que sumen a su personaje en la depresión, la insatisfacción, que muestra con una interpretación construida con matices y pequeños gestos, con los que se mueve entre los dos personajes, Norma Jeane y Marilyn, con naturalidad impecable.
Adrien Brody y Bobby Cannavale encarnan a Arthur Miller y Joe DiMaggio con respeto ante el personaje, aunque ambos ensombrecidos por su partenaire, mientras que Julianne Nicholson, como madre de Marilyn nos mete el miedo hasta los huesos; la música de Nick Cave y Warren Ellis es efectiva para rendirnos en esa entrega que nos demanda el director. Este confía la fotografía en el especialista de videos musicales y de moda Chayse Irvin y en el editor Adam Robinson, con la misma experiencia, el montaje, para que esa catarata de imágenes y escenas llegue a nuestros sentidos antes que a nuestra mente. En ocasiones, esa exuberancia puede superar al espectador, o llegar a cansar, pero nada más lejos de un Bazz Luhrman y su Elvis, porque aquí no hay manierismo ni postureo ni mistificación, le basta y le sobra con lo mítico del propio personaje. Los desnudos de Ana de Armas son puros, transmiten libertad, integridad, y las escenas de sexo son crudas en la falta de consentimiento y espontáneamente gozosas en las de entrega total, donde vemos a Marilyn liberada de esa necesidad de seducir a un público que ella no ve al otro lado de la pantalla o a un productor que la ayude a subir un peldaño. Las escenas del trío tan vital que forma con los hijos de Charlie Chaplin (Xavier Samuel) y Edward G. Robinson (Garret Dillahunt) no muestran depravación sino alegría, complicidad y quizá felicidad, en una de las pocas ocasiones en que la cadena de sufrimiento nos da una tregua.
El contraste de glamour y desesperación, indigencia emocional, belleza e inseguridad, blanco y negro y color, vida pública y privada, realidad y deseo, no ahorra en crudeza, lejos del morboso retrato que alguien podría esperar, porque esta es la Marilyn del siglo XXI, la que Andrew Dominik saca del averno para exorcizar su espíritu a través de una actriz latina que la ha entendido con su propia piel.
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