Desde que tomó posesión de la presidencia de los EE.UU. el pasado 20 de enero, Donald Trump viene desarrollando una dura política restrictiva de los derechos de las personas LGTBIQ+, especialmente de la comunidad trans. En los últimos meses ha firmado cuatro órdenes gubernamentales para impedir el reconocimiento del género en los documentos federales, la participación de mujeres y niñas trans en competiciones deportivas y el acceso a la hormonación a menores de 19 años. Estos recortes se suman a las más de 500 iniciativas legislativas contra la comunidad LGTBIQ+ vigentes en los diferentes estados federados, según indica The American Civil Liberties Union (ACLU).
Para Amnistía Internacional, esta política no es solo imputable al presidente Trump sino que responde a una agenda mundial antiderechos humanos que se viene configurando en los últimos años para controlar los cuerpos y las vidas de las personas. Aquí deberíamos sumar las nuevas limitaciones al aborto en algunos países, entre ellos EE.UU., o las restricciones a las leyes trans en otros. El objetivo es restar derechos a las poblaciones más marginadas y hacer desaparecer el derecho a la vida privada. Un fenómeno global que, con la presencia de la extrema derecha en muchos parlamentos europeos, ha hecho aumentar la xenofobia, el machismo, la misoginia, la homofobia y la transfobia en nuestra sociedad.
Las personas trans y de género diverso son especialmente vulnerables a las violaciones de los derechos humanos. Han sufrido y, en muchos casos, todavía sufren altos niveles de violencia y discriminación, sobre todo si son personas de color, minorías étnicas, migrantes, trabajadores sexuales o personas con el VIH. Los diagnósticos de la salud mental han sido utilizados durante años para patologizar la diversidad y la identidad, influyendo en los programas políticos, la legislación y la opinión pública. Aunque en 2019, la Asamblea Mundial de la Salud excluyó a las personas trans de la Clasificación Internacional de Enfermedades, muchos países todavía no han despatologizado sus ordenamientos jurídicos y, vistas las circunstancias, tardarán en hacerlo, si lo hacen.
Las políticas antitrans niegan la dignidad de la persona y vulneran la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Ser transfóbico es instalarse en una zona de confort donde el espejo solo refleja la imagen de uno mismo como resultado de una sociedad patriarcal, colonialista, esclavista y sexista que ejerce el monopolio del uso de las técnicas de la violencia. Pero no todo el mundo es así, afortunadamente.
Estos días he revisado algunos capítulos de la serie POSE. Ha sido gratificante volverlos a ver no solo para tomar conciencia de lo que les ha costado a las comunidades trans y LGTBIQ+ conseguir derechos y lo poco que se necesita para quitárselos, sino también para comprobar lo enriquecedora que ha sido su aportación cultural.
Actualmente el cine trans configura un subgénero en sí mismo dentro del cine LGTBIQ+, pero no siempre ha sido así. Aunque las identidades no normativas encontraron en el burlesque y la cultura alternativa espacios para manifestarse libremente, la presencia trans fue prácticamente inexistente hasta la llegada del underground y las nuevas corrientes del cine europeo y de autor que recogen las reivindicaciones de la revuelta de Stonewall y del incipiente movimiento LGTBIQ+. Aunque habían aparecido personajes travestizados o excepciones trans como Glen or Glenda (Ed Wood, 1953), la presencia de transexuales no caricaturizados no afloró hasta 1970 en películas como Women in Revolt (Paul Morrisey, 1971), producida por Andy Warhol, y Un año con trece lunas (R.W. Fassbinder,1978).
Con la despenalización de la homosexualidad en muchos países y el empoderamiento gay de los 90 surge el New Cinema Queer, aunque las identidades transgénero tardarán todavía una década más en aparecer con normalidad y casi dos décadas, hasta Tangerine (Sean Baker, 2015), para que las personas trans se interpreten a sí mismas. A partir de los 90 triunfan, entre otros, filmes como Juego de lágrimas (Neil Jordan, 1992), Las aventuras de Priscilla, reina del desierto (Stephan Elliott, 1994), A Wong Foo, gracias por todo, Julie Newmar (Beeban Kidron, 1995), Mi vida en rosa (Alain Berliner, 1997), Pink Flamingos (John Waters, 1998), Los chicos no lloran (Kimberley Pierce, 1999), Todo sobre mi madre (Pedro Almodóvar, 1999), Hedwig and the Angry Inch (John Cameron Mitchell, 2001), XXY (Lucía Puenzo, 2008), Tomboy (Céline Sciamma, 2011), Girl (Lukas Dhont, 2018), Finlandia (Horacio Alcalá, 2021), 20.000 especies de abejas (Estibaliz Urresola Solaguren, 2023) y Emilia Pérez ( Jacques Audiard, 2024).
A partir de 2010, las series protagonizadas por trans comienzan a ser habituales con títulos como Shameless (John Wells, 2011), Euphoria (Sam Levinson, 2019), Rurangi (Max Currie, 2020), Veneno (Javier Ambrossi y Javier Calvo, 2020) o POSE, la serie que nos ocupa.
Considerada desde su estreno en 2018 como un objeto de culto para la comunidad LGTBIQ+ internacional, POSE fue creada por Ryan Murphy, Brad Falchuk y Steven Canals y producida por el propio Murphy en plena época Obama, consiguiendo numerosos premios y nominaciones, como el Globo de Oro a la Mejor Serie de Televisión – Drama y el Globo de Oro y premio Primetime Emmy, ambos al mejor actor en serie dramática que recayeron en Billy Porter, que pasó a convertirse en el primer actor negro gay que ganaba un Emmy en esta categoría.
Ambientada en el contexto de la cultura ballroom neoyorquina de los 90, la serie cuenta la historia de Damon, un joven bailarín gay de Pittsburg repudiado por su familia que encuentra en los balls su propia identidad, su racialización y su propia familia.
POSE no es un ejemplo aislado. Los balls y la subcultura que generaron ya habían aparecido en Paris Is Burning, un documental canónico dirigido por Jennie Livingston en 1990. Esta película investiga y refleja algunos de los balls organizados entre 1987 y 1989 en Nueva York, durante el mandato presidencial de George H. W. Bush. El film toma su título de la competición liderada por Paris Dupree en las que las houses participantes se apropian de los diseños de las grandes marcas de alta costura para competir. Una acción iconoclasta y una poderosa metáfora sobre la sublimación y la aspiración social de las clases marginadas. La frase Paris is burning nos retrotrae a la Segunda Guerra Mundial, cuando en 1944, Hitler ordenó a Dietrich von Choltitz destruir todos los monumentos de la capital del Sena, algo que afortunadamente nunca sucedió.
La cultura ball o ballroom, de gran significación para las comunidades queer y trans racializadas de EE.UU., es una subcultura —clandestina en sus orígenes— creada por las drags queens afroamericanas y latinas y otros disidentes sexuales y de género que organizaban sus propios certámenes de baile y belleza (balls) con una gran diversidad de categorías —desde la modalidad colegiala o ejecutivo a la de drag sofisticada— para poder mostrar sus propias identidades y evitar la exclusión a la que estaban sometidas en otros certámenes de blancos. Su origen hay que buscarlo en los bailes de máscaras y espectáculos clandestinos de travestismo —las leyes prohibían, y aún prohíben en algunos países, vestir ropas de otro sexo— y en las competiciones de drags de Las Vegas durante los años 60 en las que estaba prohibida la participación de personas negras y latinas. A causa de esta exclusión, algunos integrantes racializados del colectivo LGTBIQ+ de Nueva York empezaron a celebrar reuniones privadas para leer la revista Vogue —de aquí, el termino voguing—, una de las modalidades por las que se compite en los balls y en las que los participantes imitan las poses de las modelos y expresan su orientación sexual e identidad de género con toda libertad y sin ser discriminados, haciendo del amaneramiento un elemento de empoderamiento y acción política.
El primer voguing público conocido fue organizado en Harlem, por la drag afroamericana Crystal LaBeija el año 1972. Este evento, junto con los disturbios de Stonewall de 1969, supone un hito para las reivindicaciones de las comunidades racializadas del movimiento LGTBIQ+ en EE.UU. LaBeijia, auténtico icono de la lucha contra la discriminación en la cultura queer, fue la fundadora en 1977 de Royal House of LaBeija, la primera house del sistema de casas de la cultura ballroom que acoge a jóvenes LGTBIQ+ sin hogar expulsados del sistema. Al frente de estas casas, auténticos espacios físicos y emocionales, se encuentran drags, gays y mujeres trans negras y latinas, personas generalmente vinculadas a los balls, que actúan como mothers de estos children y siblings (hermanos) a los que dan apoyo social y económico, e incluso una identidad familiar al facilitarles un apellido —el de la house— en las competiciones.
Desde sus orígenes, la cultura ball se ha clasificado por eras o periodos de cinco años relacionados con su evolución cultural, coreográfica, estética o social. Cada era se corresponde con un color. Actualmente, nos encontramos en la Purple Era, iniciada en 2022.
La cultura ball también tiene sus propias narrativas, dicciones y retóricas que han influido en muchos aspectos de la cultura popular urbana norteamericana. En el lenguaje verbal han aparecido, sobre todo en inglés, neologismos como drag mother, drag house, reading y shade, estos dos últimos vocablos utilizados como insultos en el spilling tea o chismorreo durante las competiciones. También encontramos términos que provienen del argot LGTGBIQ+, del lenguaje vulgar —cunt y pussy—, del mundo de la moda y la televisión. El lenguaje no verbal también tiene su propio código postural a la hora de desfilar.
La música es un elemento fundamental en estas competiciones. Ha ido evolucionando desde la música negra, el R&B, la música disco hasta el rap. Música muy rítmica y frenética que se mezcla con los comentarios de los animadores. Work This Pussy, de Ellis D, y Cunty, de Kevin Aviance, son dos temas clásicos. Actualmente, los certámenes están copados por DJs con nuevas formas de music house y electronic dance music. El fenómeno también ha dado lugar a cantantes hip hop queer con Cakes da Killa.
La cultura ballroom no la podemos desvincular de la cultura hip hop surgida de los blocks parties reivindicativos que se organizaban los barrios del Bronx y Harlem a finales de los años 70. Podemos afirmar que el hip hop con sus b-boys, breakers i MCs, tiene un desarrollo paralelo a los balls. Ambas culturas marginales, con sus propias características, forman parte de un mismo relato reivindicativo y racializado en el que también se incluye el Street Art que nace esos mismos años en Nueva York, cuando una serie de adolescentes, en buena parte afroamericanos y latinos racializados, empezaron a escribir sus nombres y frases reivindicativas en las paredes de los edificios de sus barrios y que, en algunos casos, dieron lugar a los writers, tan significativos en el hip hop, que incluso llegaron a pintar vagones de tren, autobuses y camiones. Todos estos movimientos culturales surgieron tras la guerra del Vietnam y alcanzaron su zénit durante la presidencia de Ronald Reagan con el objetivo de protestar contra sus políticas sociales, económicas y militares. Unos movimientos culturales que contrapusieron conceptos como outsider e insider, dentro y fuera, centro y periferia, integrados y marginales, a los que no se les ha prestado la importancia requerida en los estudios culturales. Un fenómeno con multitud de capas que llegó a Europa a través de los barrios periféricos de las grandes ciudades con embolsamientos de población migrante, como las banlieues parisinas.
Poco a poco la cultura ballroom ha sido estetizada con la consiguiente pérdida de contenido, aunque mantiene aspectos racializados y una fuerte carga política. Vale la pena comparar Paris Is Burning, realizada en 1990, con POSE (2018) para comprobar cómo se ha banalizado este fenómeno cultural y reivindicativo con el paso del tiempo. No obstante, la cultura trans y LGTBIQ+ sigue levantando ampollas y generando polémicas. No olvidemos el revuelo mediático que se produjo en los pasados Juegos Olímpicos de París por la elección de la drag Miss Martini como una de las portadoras de la antorcha olímpica o la performance titulada La última cena que contó con la participación del conocido cantante Philippe Katerine y la Dj Barbara Butch, incendiando las redes sociales. Polémicas que, con las políticas homófobas y tránsfobas campando a sus anchas por medio mundo, influyen en la opinión pública y empiezan a ser preocupantes por la amenaza que suponen para la pérdida de los derechos LGTBIQ+ y trans que tanto han costado conseguir. Aviso a navegantes demócratas.
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