El Festival de Documentales de Tesalónica acogió el estreno de la película A House Made of Splinters, del director danés Simon Lereng Wilmont, que participa en la competición internacional. La presentación corrió a cargo del director artístico del certamen, Orestis Andreadakis, con estas palabras: Un documental sobre niños siempre nos sobrecoge, un documental sobre Ucrania nos abre los ojos, un documental sobre niños en Ucrania es realmente importante.
En A House of Made Splinters, nos encontramos con los internos de una casa de acogida en Ucrania, un paso intermedio entre sus hogares desestructurados y amenazadores —aunque añorados— y el orfanato. Algunos esperan ser acogidos por familias de la zona, son rechazados después de una corta estancia o pasan directamente a las instituciones del estado que sustituirán definitivamente a sus familias.
En su anterior film, The Distant Barking of Dogs (2017), Lereng Wilmont seguía durante un año la vida de Oleg, un niño de diez años que vive con su abuela en el frente de guerra de Ucrania oriental, narrando los efectos y la gradual mella del conflicto en el pequeño, en su inocencia y su formación. El director ya nos había mostrado su sensibilidad para exponer las vidas de los niños a nuestra mirada, haciéndonos olvidar que los observa una cámara, tal es la espontaneidad con que evolucionan frente a ella.
La familiaridad de los niños con la cámara es asombrosa, el director lo explicaba así: Me llevó un año y medio ir y venir a Ucrania para rodar el documental. Tuve que crear una confianza entre nosotros para que reaccionaran con naturalidad ante la cámara y fueran ellos mismos. Además, durante el rodaje estábamos solos mi asistente y yo, que tengo dos hijos de su edad, me gusta pasar tiempo con ellos, igual que disfruté pasando tiempo con estos niños. Quería aprender todo lo posible sobre ellos y les encanta la atención que les prestas. En las escenas más emotivas, no sintieron que había un extraño en la habitación, sino que se sintieron seguros de que yo estaba allí porque me conocían.
Los diferentes niños que pasan frente a nuestros ojos y que seguimos de la mañana a la noche, luchan por seguir siendo niños a pesar de sus padres, a pesar del entorno y tratan de mantener a duras penas, con más o menos fortuna su salud mental. El estrés de la inseguridad, la madurez que poseen y que hace palidecer los comportamientos de sus progenitores, les sitúa en un limbo doloroso, porque no pueden seguir siendo niños, ni crecer de golpe. Lereng Wilmont transmite perfectamente esa lucha inconsciente entre seguir jugando con muñecas y ser conscientes de que sus madres son irresponsables, que el alcohol puede más que su amor. Durante el coloquio posterior a la película, el director declaró que aunque no lo parezca no existían diálogos en el guion: No hay ningún guión, lo que se ve son sus reacciones auténticas. Si te parece que sus conversaciones son demasiado maduras para su edad, se debe a sus experiencias. Muchos niños tienen que crecer bruscamente y adquieren una sabiduría en la vida mucho antes de lo necesario.
Los niños esperan y confían, y es particularmente interesante contemplar las entrevistas con la directora del centro de acogida, que pregunta a los niños sobre sus expectativas y ver cómo estos oscilan entre la esperanza, la ilusión y la decepción, la aceptación de su destino. Confían en que sus padres dejen de beber y maltratarse, vuelvan a trabajar y recompongan su familia, pero al día siguiente tras una visita frustrada, comienzan a transformar el dolor de la separación en dolor de duelo. El film es desesperanzador, traslada el conflicto de su narrativa a la forma, ya que la calidez de las imágenes contrasta fuertemente con su contenido. A House Made of Splinters tiene entre sus referentes a Beasts of the Southern Wild (Behn Zeitlin, 2012) y así lo reconoce su director.
La labor de las trabajadoras sociales es encomiable, el trato a los niños es afectuoso y comprensivo, y su capacidad de conmoverse ante los dramas que viven a diario no disminuye. El desgarro que supone la impotencia para cambiar el rumbo de esas pequeñas vidas, se suple con el esfuerzo para hacérselas lo más agradables posible, sin ocultarles las perspectivas de su estancia en un centro, que los acoge como un respiro, un remanso de paz lejos de los gritos, las borracheras y el hambre.
Durante su interesante intervención en el coloquio posterior a la película, el director desveló algunos desenlaces que no llegó a filmar, ya que el público se interesó por el destino de los niños que durante 86′ llegamos casi a adoptar. Realmente, no se trata solo de un film importante, sino valioso, que desgraciadamente en estos momentos es además necesario.
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