Llegaron por fin nombres importantes al 53 Sitges–Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya. Además de Álex de la Iglesia, que ha presentado en persona el piloto de su nueva serie 30 monedas, también se ha desplazado hasta aquí Juanma Bajo Ulloa para defender Baby, su nueva propuesta que llega cinco años después de aquella aberración que manchará para siempre su filmografía y que respondía al nombre de Rey gitano.
A ver. Baby va a tener unos problemas muy serios para encontrar hueco en los cines españoles. Se trata de una película muy particular porque prescinde totalmente de diálogos y toda la narración se apoya exclusivamente en las imágenes, los sonidos diegéticos y la música. Es una apuesta arriesgada porque siempre lo es ofrecer un producto que descarrile de las vías de lo convencional y lo que el gran público suele aceptar sin quejarse.
Sólo por eso ya merece mis simpatías. Lástima que no haya muchos más motivos para apoyar esta aventura. Agradezco enormemente que Bajo Ulloa regrese al dramatismo doloroso de sus primeras películas, Alas de mariposa y La madre muerta, con una historia en la que se mezclan el sentimiento de culpa y la redención de una chica drogadicta prácticamente desahuciada por su entorno social. Para intentar subsistir, vende a su bebé recién nacido, para luego arrepentirse y pretender recuperarlo.
Baby tiñe todo este doloroso proceso de recuperación de una cierta magia en sus imágenes, remitiendo a cuentos de sabor clásico. También se puede apreciar la metáfora que representa para la protagonista la costosa recuperación de su bebé, que se entiende como un proceso de desintoxicación. Sin embargo, todos estos conceptos se pierden en una trama que no consigue explicar nada interesante, que se muestra errática dando vueltas en círculos sin avanzar hacia ningún lado, y que a la postre termina por aburrir mortalmente.
Algo similar le ocurre al segundo largometraje de Brandon Cronenberg, hijo de su padre. Possessor alberga ideas nada desdeñables, aunque la mayoría ya hayan sido exploradas por Cronenberg (David) hace bastantes años. El prólogo y el desenlace se revelan como las mejores partes de la función. El prólogo, porque resume en tan solo cinco minutos las líneas argumentales básicas de la película. El final, porque consigue sintetizar de manera brutal y cruel la principal idea que subyacen detrás del argumento: la tecnología como instrumento para poseer literalmente al individuo (sí, parece un episodio de Black Mirror) y anular su voluntad con fines delictivos.
El principal problema de Possessor es que, después de ese brillante prólogo, la película pierde una hora de metraje en volver a desarrollar lo mismo que el inicio ya nos ha explicado. Esto no ocurría (generalmente) en el cine de hace 30 años, y desgraciadamente es habitual en el de hoy: la capacidad de síntesis y de concreción brilla por su ausencia.
Es una pena porque Cronenberg (Brandon), aunque copia con bastante descaro ideas ya expuestas por su padre en cintas como Videodrome o eXistenZ, parece capaz de forjar un universo propio en el que el futuro es un bastardo que nos acecha con un uso malvado de la medicina, como explicaba su anterior largometraje, Antiviral, o de la tecnología, como ocurre en Possessor. Habrá que esperar a próximas películas para acabar de ver de lo que es capaz.
Respecto a Becky, soólo tengo palabras de amor. Pongo en contexto: casi cada año aquí en Sitges nos tropezamos con un crowdpleaser que, aunque no suele ser la mejor película, parece hecha expresamente para este festival y para su público. Es casi siempre una película que utiliza el gore de manera divertida, que se dirige al aficionado al fantástico con ironía y asumiendo que conoce los resortes del género. Ejemplos recientes serían Noche de bodas o Feliz día de tu muerte, películas que se disfrutan mucho mejor en compañía de una gran audiencia cómplice que en la soledad de casa.
Becky es el crowdpleaser de esta edición, sin ningún género de dudas. Película gamberra, entretenida, y muy pero que muy sarcástica, se configura como una especie de remake inconfeso de Solo en casa aunque con diferencias.
La primera: la actriz protagonista que resiste el ataque en su hogar, Lulu Wilson, es magnífica y muy muy muy superior en sus capacidades interpretativas al irritante Macaulay Culkin. La segunda: aunque Joe Pesci y Daniel Stern, antagonistas de Culkin, son indudablemente mejores actores que Kevin James, hay que admitir que en aquella película tanto Pesci como Stern hacían el ridículo.
En cambio, hay que reconocerle que el cambio de registro le ha sentado de maravilla: de esas comedias bobas que sólo hacen gracia al público estadounidense y que son todas bastante lamentables, a este papel de asesino bastante bien perfilado y que James resuelve con inesperada solvencia consiguiendo la mejor interpretación de toda su carrera.
Estamos, pues, ante la película que la mayor parte de aficionados que se desplaza cada año a Sitges espera poder disfrutar. No sorprende ni inventa nada, y en realidad tira bastante de manual en cuanto a clichés del género de home invasion, pero su enfoque es claramente festivo y, cuando tiene que ponerse sangrienta, se pone realmente muy, muy gore.
¿Dije “tirar de manual”? Pues eso es exactamente lo que hace una de las películas a competición más esperadas de este Sitges, La nuée. La historia de una criadora de saltamontes, que descubre que si los alimenta con sangre se vuelven más reproductivos y fuertes, entronca con otros títulos recientes en los que la sangre o incluso la carne humana, como ocurría en la también francesa Crudo, se convierten en catalizadores de alteraciones emocionales en sus protagonistas.
La nuée sigue punto por punto el manual de estilo de estas películas. El espectador más aventajado, pues, va siempre un paso por delante y va prediciendo cada paso, cada muerte, cada giro en el argumento. Sorprendentemente, la realización es tan sólida, los intérpretes protagonistas tan convincentes, y el drama que narra está tan bien perfilado, que esta escasa originalidad no pesa en el resultado final. Y, de hecho, todo desemboca en un cierre de fiesta realmente bien rodado que tampoco es que saque a la cinta de la más estricta corrección, pero como espectador permite hacer las paces.
Acabo esta segunda crónica desde Sitges con la que, quizás, sea la revelación más espectacular de esta edición del festival, la cinta húngara Post Mortem. El argumento es de lo más curioso: un fotógrafo post mortem (que fotografía a familiares con sus seres queridos muertos) y una niña se enfrentan a los fantasmas de un pequeño pueblo embrujado en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial. Sobre esta premisa, la película construye un discurso fascinante basado en un uso contundente del sonido y en una creatividad visual incuestionable. Todo para reflexionar sobre el más allá y los miedos atávicos a la muerte.
En efecto, Post Mortem alberga algunas de las imágenes más impactantes y perturbadoras de esta edición del festival, con un despliegue alucinante de efectos especiales nada habitual en la cinematografía húngara. Citando, por la furia de sus estampas, al primer Sam Raimi y, por la poesía fantástica que entrañan algunos de sus momentos más logrados, a Jeunet y Caro, Post Mortem posee una capacidad de fascinación inagotable que la convierten en una de las sorpresas más inolvidables de esta edición del Festival de Sitges.
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