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Clásicos de los noventa, reliquias del presente

En Música miércoles, 11 de diciembre de 2019

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Los clásicos del presente son las gemas alternativas del pasado. Seguramente no nacieron con ese propósito, ni siquiera con la intención de trascender décadas, pero lo son. Canciones que sacaban, orgullosas, la cabeza del fermento underground para emerger como alternativas al mainstream imperante en los noventa, y que con el tiempo han acabado –como este– sometidas a revisión y convertidas en piezas de museo; melodías y riffs de guitarra que han quedado colgados de las paredes de esas galerías de arte modernas que son los cancioneros sometidos a tributo.

Quién lo iba a decir: Fugazi, Dinosaur Jr, Sebadoh, Pavement, Beat Happening o Archers of Loaf justificando un nuevo paseo por la colección de obras ya inamovibles en el tiempo, apergaminadas como cánones dignos de ser venerados por varias generaciones de músicos. Provoca un vértigo mareante de solo pensarlo.

En realidad, como en ese ritual no escrito según el cual conforme nos vamos haciendo mayores nos vamos pareciendo más a nuestros padres, no se trata de nada que no hubieran hecho ellos antes. Nada que no hubiéramos hecho cualquiera de nosotros hace 25 o 30 años. Hace casi tres décadas, los Pixies, The House of Love, James, Peter Astor o Nick Cave rendían uno de los más hermosos (y nutritivos) tributos que se recuerdan a la figura de Leonard Cohen con aquel I’m Your Fan (1991), álbum colectivo que obtuvo excelentes y merecidas críticas. Unos meses antes, Nirvana, Buffalo Tom, The Telescopes, Screaming Trees o Ride habían hecho lo propio con The Velvet Underground en el estimable Heaven & Hell. A Tribute to The Velvet Underground (1990). Un año antes, los Flaming Lips, Soul Asylum, Sonic Youth y (otra vez) los Pixies habían rendido pleitesía a Neil Young en The Bridge (1989).

Y lo que parecía extraordinario se convirtió en regla: Harry Nilsson, Tom Waits, David Bowie, Gram Parsons y hasta los Carpenters o Kiss, estos dos últimos entre la chanza y la reivindicación sincera, eran ya figuras veneradas cuyas canciones fueron releídas por gran parte del pop y del rock indie de la década de los noventa. La visión que ellos tendrían en aquel momento de esos temarios tan añejos puede ser similar a la que los jóvenes millennials o los de la actual generación Z deben tener ahora de los suyos.

Ocurre que los plazos se alargan, que las modas y las tendencias ya no se suceden a ritmo de vértigo sino que van demorando sus plazos y dejando en suspenso sus declives, inmersos como estamos ya en un marasmo en el que todos los revivals conviven armónicamente al mismo tiempo. Pero quienes nos hemos formado –mejor o peor, y siempre de modo incompleto, que esto es un aprendizaje continuo– como personas durante el siglo XX, aún somos rehenes de un esquema mental según el cual había que matar al padre cada diez o quince años.

Servidor aún recuerda con asombro aquellos vinilos recopilatorios para jóvenes carrozas que se editaron en 1980, repletos de canciones de la primera mitad de los sesenta. Sonaban en mi casa cuando tenía siete años. Hoy en día, sería de locos que alguien considerase “carroza” (bueno, viejuno sería hoy la palabra adecuada) a un consumidor obsesionado con los primeros discos de Franz Ferdinand, Arcade Fire, Kanye West o Sufjan Stevens. Por algo, los cuarenta son los nuevos treinta, y los cincuenta los nuevos cuarenta. Y los juernes se sigue saliendo, claro que sí.

En resumen, que el cancionero de la dichosa generación X revive ahora con fuerza en menos de quienes se criaron con él. El último en abordarlo ha sido el australiano Ben Lee, cuyo nombre comenzó a sonar con fuerza como niño prodigio del rock alternativo a mitad de los noventa, cuando militaba en el sello de los Beastie Boys (Grand Royal) y compartía giras con Sebadoh, otros paladines de la emoción deshuesada, el desmañado sonido en baja fidelidad y los estribillos esquinados.

En el reciente Quarter Century Classix (2019) aborda el “In The Mouth a Desert” de Pavement, “Web in Front” de Archers of Loaf, “Car” de Built To Spill, “Divine Hammer” de Breeders, “Blueprint” de Fugazi, “Sugar Kane” de Sonic Youth, “Brand New Love” de Sebadoh, “Godsend” de Beat Happening y algunos otros clásicos de la oleada rock alternativa de los noventa, desde una perspectiva austera, generalmente acústica, que pone el foco en aquello que siempre se dice sobre las grandes canciones: que se sostienen por sí solas.

La maniobra se sitúa en la equidistancia del término medio, y no es un demérito: no se trata, obviamente, de una singular deconstrucción en toda regla (al estilo de lo que hicieron Dirty Projectors hace doce años con el Rise Above de Black Flag), pero tampoco es el inane y aburridísimo brindis al sol que le dedicó Ben Gibbard (Death Cab For Cutie) al Bandwagonesque de Teenage Fanclub hace un par de veranos.

Así que, mientras esperamos a que Matthew Sweet y Susanna Hoffs se animen a continuar su secuencia de discos tributo (que ya ha pasado por las décadas de los sesenta, los setenta y los ochenta) y nos regalen su aseadita visión de aquellos maravillosos noventa, cualquiera puede entretenerse, entre la más pura nostalgia y la merecida reivindicación, con el apañado trabajo de Ben Lee. Al fin y al cabo, rescata un pedazo de historia indiscutida e indiscutible.

Motivo de celebración, claro, pero también un recordatorio de lo rápido que pasa el tiempo, de lo mayores que nos hacemos sin apenas darnos cuenta y de la impepinable condición de todas esas canciones, fieles compañeras de viaje que no cambiaron ni cambiarán el mundo, que aguantan el embate del tiempo pero no sirven para alumbrar el presente, aunque en su momento (y ahí radica gran parte de su hechizo) guiaran a una generación entera como zahoríes en la oscuridad, entre zozobras emocionales, euforias pasajeras y esas primeras buenas hostias que, como panes, reparte la vida cuando todo se experimenta con la intensidad de las primeras veces.

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