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Cuando Dixie se comió a Pixies

En Música 7 octubre, 2019

Ángel Pontones

Ángel Pontones

PERFIL

Buscando la palabra adecuada, surge «decisivo», se acopla como un guante. Los Pixies deben ser pues uno de esos grupos decisivos. Intento retirar el componente subjetivo y sentimental que lo cambia todo, intento ubicarlos en distintos momentos al suyo, a ese extraño hiato entre los ’80 y los ’90, donde sonaban de una manera que no se parecía en absoluto a lo que se escuchaba antes, entonces y después, rodeados como estaban de baterías plasticosas y sintetizadores Ensoniq.

Una vez filtrados, expurgados, resituados y reevaluados, Pixies persisten en la grandeza. Su legado de sesenta y pico temas construidos a lo largo de cinco años, es atemporal e invulnerable. No existen pioneros conocidos que puedan reivindicar la patente de su estilo. En ese sentido son alfa y omega. Como quieras escucharlos, suenan divertidos, contundentes, marcianos y trascendentes.

Como a la mayoría de mis bandas favoritas, a los Pixies nunca los he visto actuar en directo. Como mucha otra gente fui a dar con ellos, palmo arriba palmo abajo, hace unos 30 años, a través de temas sueltos de cassettes que contenían retazos de su obra maestra Doolittle (1989), y apuntes de sus dos primeros trabajos Come on Pilgrim (1987) y Surfer Rosa (1988).

Descubrí con ello lo difícil que era escaparse de la voz insidiosa de su líder, Black Francis, y sus letras mezcla de amores distorsionados, mentes fuera de sitio, Áreas 51, platillos volantes, maldiciones bíblicas, vidas bien ricas y chéveres, y pájaros de ensueño sobrevolando el Monte Olimpo, todo ello expresado a base de berreos de niño malcriado mezclados con pasajes de genuino y horroroso spanglish.

También me enamoré para siempre del sonido del bajo (de esos bajos que se escuchaban por encima de las guitarras), gracias a los ritmos que marcaba Kim Deal, perfectamente sincronizados con una batería machacona e insistente. Y como el glasé que firma la superficie de la tarta, quedaban para el final las aventuras sónicas de la guitarra de Joey Santiago. Estallidos de energía tras tiempos medios, tempestades de diez segundos, preparadas tras melodías tan dulces como tramposas. Aluciné con las obras de arte que les diseñaba 4AD para sus portadas, desde una bailarina flamenca en topless hasta una sopa de ojos; una discográfica de artistas gestionada por artistas. Un milagro.

Pixies

A Doolittle siguió un año después Bossanova, menos desquiciado y brillante, más ligero, un entreacto plagado de delicias pop «(Velouria», «All over the World», «Is she Weird»…), y la particular cresta de ola en cuanto a la popularidad del combo, justo cuando pasaron de ser alternativa a tendencia. En 1991 llegó Trompe Le Monde, más explosivo y duro, menos accesible, infravalorado. En su momento se interpretó como paso atrás, pues no aportaba nuevas sorpresas. Hoy se piensa en él como lógica evolución, incluso como coda perfecta.

Para entonces Pixies se habían convertido en adicción, y la búsqueda de la dosis consistía en encontrar las caras B de cualquier single o maxi disponible. Tras los maxis llegaron las versiones, los directos piratas, las maquetas y demás joyas inencontrables. Lo mejor de este continuo destapar de matrioskas es que no decepcionaba. Pixies podía permitirse situar alguno de los temas más míticos de su discografía en la cara oculta de la Luna.

Un día de 1992, escuché que lo habían dejado. El shock fue parecido al de unos meses atrás, con Radio Futura: Grupo favorito en plena forma, abandonando la película mucho antes de descubrir al asesino. Aunque entonces nadie lo sabía, esta trampa consistente en no mostrar al público tu decadencia, beneficiaba al legado del grupo pero no a un futuro regreso. Regreso que se antojaba aún más remoto cuando descubrí que Deal y Francis no se tragaban: Ella se desfogaba en entrevistas (La culpa es de ese gordo) mientras él le daba la vuelta a su nombre y se dedicaba a preparar un disco propio que sonara a Pixies, pero menos. Deal sacaba por entonces su segundo LP con su grupo The Breeders, un trabajo competente que dio la campanada casi por casualidad con su single «Cannonball», y que se convirtió en himno a base de sonar en algunas cortinillas televisivas, lo que venía a entenderse entonces como sonar en todas partes.

Una vez roto el juguete, descartados David Lovering que había colgado sus baquetas a cambio de una varita de prestidigitador, y a Santiago, que ejercía de músico de estudio para Francis, solo quedaba seguir las huellas de este o del grupo de Deal. Frank Black facturaba buenos discos, pero en cada uno de ellos se iba alejando poco a poco de la matriz. En su tercero, Men in Black (1996), cruzó el punto de no retorno. Todo lo que hizo después, y fue mucho, tanto en solitario como principalmente con su grupo The Catholics, fue regular, estimable o incluso notable, pero siempre otra cosa. Y en ello continúa.

Las ruedas del carro de Deal descarrilaron apenas pasado el éxito de Last Splash, 1993. A Deal se la comieron los problemas personales, primero los de su hermana gemela Kelley con las drogas, luego de los suyos con el alcohol. Editó por su cuenta un disco entretrenido (Pacer, 1995), que mereció quizás mejor suerte, y en los años 2000 remodeló a The Breeders cara a dos trabajos intrascendentes. En 2013, se le apareció la nostalgia y reunió a su banda de 1993 en un 20 aniversario de su disco más popular. Le funcionó. All Nerve, su última colección de canciones, saldada y rodada este pasado 2018, la muestra en plena forma, como sí los últimos 25 años hubieran sido meses.

Kim y Kelly Deal.

Kim y Kelly Deal.

Volvemos a Pixies. En 2004, once años después de la ruptura de la banda, sucedió algo inesperado. Aparcadas las diferencias, el grupo se reunía, como si McCartney hubiera firmado las paces con Lennon para una última gira antes del 8 de noviembre de 1980. Salvo que en nuestro caso, la gira evitó que Lennon pasara por delante de la pistola de Mark David Chapman. Pixies volvían más calvos y gordos, sin disco nuevo si exceptuamos un experimento curioso cantado por Deal (Bam Thwok, 2004), y sin haber perdido un ápice de forma. Esta inesperada oportunidad de disfrutar algo que parecía vedado para siempre, dispuso que varias generaciones de ansiosos convirtieran el tour del reencuentro en un éxito tan desmesurado que debió pillar por sorpresa al grupo. A la gira de 2004 sucedieron las de 2005, 2006, 2007, el tour 20 aniversario de Doolittle en 2009. Nuevas giras en 2010, 11…

A lo largo de esos años, surgían regularmente ruegos disfrazados de rumores que situaban al grupo en estudio de grabación componiendo material nuevo. Todos falsos. No era una pose estudiada, sino simple comodidad. Pixies se lo pasaban bien revisando su catálogo y creándose un plan de pensiones al que no pudieron aspirar cuando todo el esfuerzo se iba en buscar oro. Cuando finalmente lo hicieron, supimos que Deal se oponía tan tajantemente a ello que un día de junio de 2013, anunció que dejaba el grupo. La maquinaria se sobrepuso al golpe que suponía perder una de sus insignias, y enseguida encontró reemplazo, la recientísimamente fallecida Kim Shattuck que, por otra parte, duró en el grupo solo unos meses. A finales de año, Paz Lechantin ya se había acoplado a un grupo en marcha, que por primera vez en dos décadas ofrecía algo nuevo de comer a sus seguidores.

Hoy podemos entender que la gramola continua puede ser inaguantable para los que no estén debajo del escenario. Desde 2013, Pixies publica periódicamente trabajos originales (este 2019, es el de Beneath the Eyrie) para engrasar sus giras con nuevos temas. Ninguno resiste la menor comparación con su pasado, y quince años de Greatest Hits Tour tampoco ayudan a ello. Al personal que agota todas las noches el papel para verlos le importa bien poco, pues ese no es el partido que han venido a ver. Es posible que la energía maldita de esos cinco primeros años, tuviera una caducidad que solo Francis alcanzó a intuir, y que Deal deseaba mantener en secreto. Igual no era tan esencial descubrir que el asesino, como en la mayoría de los casos, es la decadencia.

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