Retrato de una mujer en llamas (Portrait d’une jeune fille en feu, 2019), la última película de Céline Sciamma, es una bellísima y certera visión femenina de la falta de horizontes de las mujeres, del descubrimiento del amor y las barreras para su independencia, interpretada por Noémie Merlant, Adèle Haenel y Valeria Golino.
Situada en una remota isla de Bretaña, en 1770, con los únicos escenarios de un castillo austero y playas tempestuosas, la película describe la relación de la joven pintora Marianne (Merlant) con Héloïse (Haenel), quien se resiste a posar para su retrato de bodas como acto de rebeldía ante un matrimonio forzado.
La delicadeza de los diálogos y la cotidianidad de los encuentros entre las dos mujeres describen cómo van cayendo las barreras entre las dos mujeres, cómo la exnovicia descubre el mundo y madura a través de la relación con su nueva amiga, una artista independiente, que ha aprendido a sortear los obstáculos con que la sociedad limita su vida, para poder vivir fuera de lo establecido.
La directora de Tomboy (2011), ganadora del premio al mejor guion en el pasado festival de Cannes, nos ha acostumbrado a sus historias de coming of age, donde las protagonistas encuentran su lugar y colman gradualmente el anhelo de ser ellas mismas, pero en Retrato de una mujer en llamas Sciamma aborda por primera vez una película de época, probando que si hay un afán eterno es el de las mujeres que no se resignan, cuyos primeros pasos en el mundo son dar forma a una insatisfacción que deben aprender a nombrar y gestionar.
El amor entre las protagonistas del filme es liberador, pura herramienta de poder y consciencia y es ahí donde la mirada de su directora convierte una historia romántica en una gran historia, en una pieza donde la perspectiva de género modela de forma singular un relato equitativo, potente y hermoso.
La estilización y austeridad de la puesta en escena, tan característica de Sciamma, alcanza en Retrato de una mujer en llamas una cima no solo estética sino discursiva. La utilización de los decorados, la desnudez de los interiores, el empleo del color, la oposición entre los espacios cerrados y el mar embravecido, el vestuario… completan la elocuencia de unos diálogos sopesados y frescos. Los silencios son enaltecidos por el juego de miradas y el movimiento corporal, mientras la concepción del espacio escénico destaca por la manera de ocuparlo y crearlo a la vez.
La aproximación entre las dos protagonistas y la veracidad de su química rebasan el esquematismo de los usos amorosos o ceremonias de seducción. Haenel y Merlant parece que inventan el amor en cada uno de sus encuentros.
Por otra parte, debemos destacar que la elegancia y aparente frialdad con que la directora transmite una espléndida narración, que crece y evoluciona sutil y firme a lo largo de dos horas, colabora a la intriga dotándola de un simbolismo enraizado en lo más puro del cine clásico.
Retrato de una mujer en llamas es cine de mujer que seduce a cualquier tipo de público atraído por la belleza y la verdad, deseoso de explorar el mundo y sus conflictos —la discriminación por género, la negación de la voluntad y la invisibilidad de las artistas, en este caso—, a través de una mirada límpida, diáfana y rica, tan potente como sutil.
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