La casa de Jack (The House that Jack Built, 2018) es una película-manifiesto del director europeo más polémico, una monumental reflexión multiestrato sobre el/su arte, dirigida al público, a la crítica y a sí mismo, que se divide en cinco capítulos titulados “incidentes” y un epílogo. Esa forma de calificar cinco de los más de setenta crímenes cometidos por Jack, un asesino en serie, ya nos indica el cinismo que impregna el film, cuyo trabajado distanciamiento nos impide tanto la empatía como el rechazo.
Estados Unidos, años setenta, con una cuidadísima puesta en escena, que extiende la temperatura de la cámara frigorífica a solitarias carreteras, bosques, caravanas, campos de tiro y apartamentos, y con el fondo de una conversación en la que Jack (Matt Dillon) dialoga con un tal Verge (Bruno Ganz) desvelando su historial como serial killer, Lars von Trier regresó fuera de competición como el hijo pródigo a la Croisette, de la que fue expulsado por bocazas, años atrás.
El pase de la película en el Festival de Cannes 2018 constituyó un evento social del que se hicieron eco los medios de todo el mundo, aprovechando la ocasión para vilipendiar a su director y culparle de abandonos en masa de la proyección, por parte de espectadores —aquí críticos profesionales— que no soportaron las imágenes de violencia explícita. Se citaba incluso la presencia de ambulancias para socorrer a los afectados y ofendidos. En realidad, cualquier película gore para público juvenil contiene carnicerías mucho más sangrientas, pero lo que marca la diferencia en el caso del director de Dogville es la provocación que subyace en la elección de las imágenes, dentro del planteamiento del filme y el recorrido que ese impacto realiza en nuestra mente.
El estudio de la psicopatía que ha filmado von Trier tiene raíces en el género, pero no parangón, los escogidos recursos estilísticos que vehiculan el discurso, partiendo de la gran metáfora basada en la casa y la construcción —la del árbol, la reflexión sobre el valor instrumental de la fotografía, el simbolismo del tigre-demiurgo-cazador, van paralelos a lo enciclopédico de su statement.
Por supuesto, en La casa no existe el concepto de culpa, puesto que Jack vive su actividad como inevitable, a la manera de un artista que planifica su próxima obra, utilizando el factor suerte para que el asesino pueda ir librándose de ser atrapado; y su transtorno obsesivo compulsivo, como un recurso cómico a lo largo del filme.
La casa de Jack es una filosófica comedia negra, donde el desafío es necesario para inyectar la tesis, como en el resto de la filmografía de von Trier, cuya última película funciona como una metáfora que debería hacernos reflexionar y, por supuesto, no interpretar literalmente. El director destaca a lo largo de la película el concepto del valor de los iconos, reforzado con la inclusión de imágenes documentales, la obsesión de Glenn Gould, Dreyer —e incluso autocitas, como Melancolía y Nymphomaniac I y II— para ilustrar un exhaustivo retablo sobre la violencia, el sadismo, el arte y la civilización. Verge (“borde”) escucha y Jack se recrea en su discurso hasta su final, en el descenso a los infiernos y el abismo, cubierto por la túnica roja en que se ha convertido la bata de una de sus víctimas, recreando La barca de Dante, guiado por su Virgilio.
Nada es gratuito, las imágenes nos atrapan y no nos sueltan, lo previsible nos seduce y lo sorprendente nos lleva a una descripción de la perversidad más allá de lo turbador. Un ejemplo: en el cuarto incidente, antes de matarla, Jack pide a su víctima Simple (Riley Keough) que grite, que pida socorro, incluso la saca al balcón para que se la pueda oír mejor…, con la tranquilidad de saber que nadie acude a socorrer a nadie. Otro más: Uma Thurman, protagonista del primer incidente, es una mujer mandona, indiscreta y provocadora, no ahorrándose nada en su descripción, para que el espectador poco a poco la odie y compadezca a Jack, que estoicamente aguanta el tipo, la prueba de que el recurso funciona es que un espectador jaleó al psicópata cuando finalmente este le incrusta un golpe mortal.
Lars von Trier nos conoce bien, sabe cómo funciona nuestra mente y cómo pasearse por ella con la impunidad de un serial killer, porque siempre le abrimos la puerta y, además, le damos la bienvenida.
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