Joan Pons y Emilio Doménech tienen opiniones muy diversas respecto a Whiplash y expresan a continuación sus opiniones sobre la película de Damien Chazelle nominada a los Oscar a mejor película.
EMILIO DOMÉNECH
Periodista. Fundó la web Cinéfagos.com, donde escribe y cubre festivales de cine como Cannes o Toronto desde hace 4 años. También ha colaborado en la revista Cinemanía y es muy activo en Twitter (@Nanisimo)
La narrativa de los propios cuentos ya lo adelantaba: un villano carismático siempre es capaz de imprimir mayor épica a la aventura del héroe. Desde los lobos que enfrentaban Caperucita Roja y Los tres cerditos en sus relatos (sic), hasta el Joker de El caballero oscuro o el Loki de Los vengadores, todos los malos malísimos que sabían aprovechar su tiempo en escena amplificaban la mitificación del protagonista, fuera cual fuere su glorioso o aciago destino.
En el caso de Whiplash, el enfrentamiento entre Andrew (Miles Teller) y el profesor Fletcher (J.K. Simmons) convierte el viaje del primero en una auténtica odisea repleta de verborrea, gritos, tortazos y una retahíla a veces ininteligible de fucks (joderes), pigs (cerdos) y shits (mierdas); como el duelo de Harmonica y Frank en Hasta que llegó su hora, pero enfurecido el ritmo por los solos de la batería y el empeño de Andrew por demostrar que puede ser el mejor tras los platillos.
Esa dedicación artística, de la que se aprovecha el director Damien Chazelle (cumplió ayer 30 años) para proponer una reflexión sobre la competitividad en las aulas norteamericanas y la exagerada entrega a la que son empujados alumnos de conservatorio como Andrew, expone al espectador a un estudio de personajes a la vez visceral, raudo y rotundo. No hay espacio para la demora o el descanso en Whiplash, tan solo tambores, griterío, sudor y unos últimos 15 minutos que resumen a la perfección el apoteosis que puede crear un cineasta al enfrentar a un héroe a semejante villano.
JOAN PONS
Guionista, periodista cultural, profesor universitario, crítico de cine, música y televisión en Rockdelux, Fotogramas, El Hype, Ara Play. Actualmente es guionista de Cachitos de hierro y cromo de La 2.
Suelo estar de acuerdo con la cita, tantas veces referida, que ya no se sabe quién la dijo, de que la creatividad requiere un 10% de inspiración y un 90% de transpiración, sobre todo si es innegable que existe ese 10% intangible (o un 1% o un 20%, para el caso, da igual). Tampoco me desagradan los films que exponen sistemas disciplinarios crueles, ya sean militares o deportivos, porque ese metodología sádica a menudo forma parte del mundo que retratan.
También soy consciente que en algunas academias musicales o de baile, la severidad es la norma y puede devenir tortura o engendrar dinámicas psicológicas muy malsanas (ahí entra desde Fama hasta La pianista). Pero me cuesta perdonar todos estos aspectos en Whiplash, porque en el discurso de la película (valga de ejemplo esa conversación en el bar entre ex-pupilo y ex-maestro) se asocia todo este esfuerzo atlético, todo ese calvario de superación al hecho creativo y a la genialidad musical. ¿Sí? ¿De verdad? ¿En serio el talento necesita de sufrimiento? Incluso si hablamos de virtuosos instrumentistas y no de creadores, el atributo principal de estas personas que destacan sobre los otros es precisamente todo lo contrario: individuos con un don que logran de manera absolutamente natural y sin aparente esfuerzo retos que al resto de seres humanos les costaría una vida.
Hacer música (o cualquier otra actividad artística) ha de tener en gran parte alegría, y una película sobre alguien que quiere tocar la batería lo mejor posible no puede parecerse tanto a Yo, el halcón. Para hacer música hay que sangrar decía el director Damien Chazelle hace poco en una entrevista, como si en realidad el film que hubiera hecho fuera La pasión de Cristo de Mel Gibson. Hombre, pues no. Como tampoco hay que sangrar para hacer cine. Hay que tener talento. Y eso no es algo que se gane echando horas en una pista americana.
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