Cuando no lloro en algún hombro hago de oreja. El estado nos asigna a una serie de dramas que precisan abrirse en canal y nosotros asentimos en silencio o intercalando sonidos y muletillas comprensivas. Sea al lado o en la distancia (lo que nos ahorra prestar pañuelos), recogemos entre las manos un corazón hecho trizas o unas ojeras de tacto rugoso y cientos de horas de sueño perdidas, y pasamos la mano por el lomo de sentimientos tan puros y a la vez demacrados que desprenden un olor suave a quemado, y dejan en las palmas el cosquilleo de la electricidad estática.
Intentamos buscar salidas a rompecabezas imposibles de discernir, pues la solución de los mismos está dentro de un laberinto que vive en otro cerebro, el cual comprende el sentimiento ajeno pero no puede embarcarlo a su vera, pues no consigue encontrarle sitio. Cedemos parte de nuestra energía a cambio de nivelar ese barco de lágrimas que naufraga anegado por ellas y feliz de hacerlo pues la alternativa es una costa indiferente.
Una vez fuera de la tormenta de emociones, ya en casa, llamamos a un teléfono. Nos contesta otro eslabón de la cadena infinita. Entonces lloramos.
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