Despedíamos la crónica anterior con el anticipo de dos películas inquietantes. Die Theorie von Allem (La teoría del todo) del alemán Timm Kröger parece un homenaje perturbador y agobiante al cine de los años sesenta. Su blanco y negro, y ciertas atmósferas, hacen evidente referencia al Tercer Hombre de Carol Reed o El año pasado en Marienbad de Resnais, mientras la banda sonora y la historia de amor del protagonista traen ecos más sutiles con Vertigo de Hitchcock. No obstante el director es original en todo. La acción transcurre en 1962 durante un congreso de Física en los Alpes suizos, donde un brillante estudiante (Jan Bülov), que tiene una teoría sobre mundo paralelos, encuentra una mujer misteriosa (Oliva Ross) que lo atrae y rechaza. También se envolverá de profesores recalcitrantes, hallará túneles en la montaña con uranio, desapariciones, desdoblamientos, psicosis, ciencia y muerte y el misterio inexplicable de la existencia de otras realidades pasadas y futuras.
Todo ello está fotografiado magníficamente por Roland Stupirich, con un montaje hipnótico de Jann Aderegg que nos hace precipitar, minuto tras minuto, dentro de una pesadilla de dos horas donde el cine dentro el cine es solo el pretexto para reflexionar sobre la inseguridad que rodea nuestras existencias.
Misterioso también, pero de otra forma, el largometraje de Ryusuke Hamaguchi Evil Does Not Exist que después de sus éxitos con La ruleta de la fortuna y de la fantasía y Drive My Car, ambos de 2021, se confirma como una de las voces mas interesantes del nuevo cine japonés. El director nos lleva esta vez a una aldea de montaña no lejos de Tokio, cuyos habitantes (entre ellos Takumi y su hija Mizubiki) viven en armonía con la naturaleza que los rodea y sus ciclos vitales. Este equilibrio será amenazado por el proyecto de un glamping (un camping de lujo) del que los inversores parecen desconocer culpablemente el riesgo para el ecosistema.
La película, con un ritmo lento e iterativo, y con una banda sonora magistralmente hipnótica de la compositora Eiko Ishibashi (Drive My Car), consigue enganchar al espectador que a lo largo del metraje se da cuenta que esa repetición de los mismos encuadres y de los mismos travellings es esencial para llegar a entender el equilibrio que existe entra el hombre y la naturaleza.
Equilibrio que en la parte final del largometraje se rompe de una forma que parece incomprensible y con una dramatización repentina de los acontecimientos que se remonta a una idea pánica y muy oriental de la vida natural, donde todo puede ocurrir, en lo positivo y en lo negativo, sin que haya un sentido aparente ya que, como expresa el título de la película, a lo mejor el mal no existe.
Maldad que a su vez es el sustentamiento del protagonista de The Killer donde Michael Fassbender interpreta a un asesino a sueldo extremadamente metódico que se venga, con siempre menos precisión y método, de los que han agredido a su pareja como repercusión al haber fallado un encargo. La película dirigida por David Fincher marca a nuestro parecer un paso atrás del director tras obras muy logradas como Gone Girl (2014) y Mank (2020), ya que si es verdad que hay que reconocer que la historia no cede nunca en eficacia narrativa, por otro lado, se tiene siempre la sensación que todo quede en la superficie con un estética basada en la simplicidad visual y la cohesión formal que pertenece más a las producciones menos originales de Netflix que al estilo del realizador.
Dos de las películas más esperadas fuera del concurso han sido dirigidas por dos pesos pesados: Roman Polanski y Woody Allen, con un éxito de crítica opuesto. The Palace, escrita junto a sus compatriotas Jerzy Skolimowski y Ewa Piaskowska ha sido liquidada por parte de la prensa como una de las peores cintas del director de J’accuse: una farsa burda, vulgar y poco inspirada sobre unos personajes ricos y excéntricos que pasan la Nochevieja del año 2000 en un hotel de lujo en los Alpes suizos.
Lejos de ser una obra lograda, la película consigue sin embargo hacer reflexionar sobre el destino de una sociedad decadente que genera monstruos y donde el hotel, tras su inicial apariencia falsamente lujosa se convierte poco a poco en un lugar cada vez más cutre y sofocante. Una comedia de la que se sale con una sonrisa amarga, que se hace más dulce con Coup de chance de Woody Allen, pese a que no faltan elementos oscuros también en la última entrega del director neoyorquino.
Como de costumbre, Allen nos entrega una obra escrita magistralmente, donde paulatinamente se brindan al espectador los temas habituales de su larga cinematografía de 50 largometrajes: el azar de la vida, la fragilidad y ambivalencia de las relaciones amorosas y el hecho que nunca la realidad es blanca o negra. Esta vez el director lo hace dentro de un marco parisino (es la primera película de Allen en lengua francesa), con magníficos actores a sus órdenes y una fotografía magistral de Vittorio Storaro capaz de recrear en cada encuadre y con sus luces y colores las emociones y los acontecimientos presentes en el guion.
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