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Cultura

Paisaje que huele a espíritu adolescente

En Hermosos y malditas, Cultura 23 octubre, 2018

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Una de las máximas que hacen nuestra condición humana más inextricable es aquella que dice que cuando se tiene la ocasión, no se tiene la experiencia. La máxima también es cierta, aunque más dolorosa después de los 40, si se formula al revés: cuando se tiene la experiencia no se tiene la ocasión. Es por ello que a nuestra edad uno de los deseos más recurrentes es volver a ser joven sabiendo lo que sabemos ya.

Sin embargo jamás sucede así, y a lo más que podemos aspirar, ante esa conciencia repentina de la irreversibilidad del tiempo, o de la cruel fugacidad de la niñez, y luego de la juventud, es a ser capaces de contarla. Es lo que ha hecho, con extraña sabiduría, la todavía joven cineasta argentina Jimena Blanco (Buenos Aires, 1979)  con Paisaje, una de las primeras películas que se ha podido ver, en la sección «Punto de encuentro» del Festival Internacional de Cine de Valladolid.

Paisaje cuenta, o mejor, recrea, un momento aparentemente sin importancia, pero de enorme trascendencia, en la vida de cuatro adolescentes: una noche en la ciudad. Pequeña cinta sobre un modesto viaje –el que cuatro amigas hacen para ver un concierto al que han sido invitadas por el conocido de una de ellas–, queda tras su visionado la impresión perfecta de haber asistido a un tránsito fugaz entre la niñez y la adolescencia, sin apenas habernos dado cuenta de cómo nos sucedieron las cosas.

Paisaje (Jimena Blanco, 2018)

Paisaje (Jimena Blanco, 2018)

La rareza de ese tiempo de carencia (adolescente significa precisamente eso: faltar, adolecer), hace que ese viaje tenga miradores hacia los aledaños de un futuro incierto que llamamos madurez y, sin embargo, una de las cosas que primero llaman la atención es que suponga una opera prima (un primer largometraje) cargada de sabia sencillez. Su directora estudió Realización Integral de Cine y Televisión en el Centro de Investigación Cinematográfica (CIC), en 2011 dirigió 200 km² y ha sido productora ejecutiva de varios largometrajes de ficción, entre los que destacan La suerte en tus manos (Daniel Burman, 2012), Tesis sobre un homicidio’(Hernán Goldfrid, 2013) y ‘Eva no duerme (Pablo Agüero, 2017).

Paisaje aparece claramente dividida en tres partes, cada una de ellas apunta a una franja del día y ofrece su propio tono cromático y emocional. Tras unos fascinantes primeros minutos de primeros planos dirigidos con confianza y calidez a zonas de un cuerpo que aún no ha terminado de desarrollar su sensualidad, la primera parte transcurre en la mañana luminosa de un espacio íntimo y conocido: la casa. Aquí los colores son claros y la naturaleza está próxima, el viento, el agua, las plantas, la luz del sol. La casa (el pueblo, la habitación) representa el hogar y la seguridad. En la segunda parte, al atardecer, acompañamos, gracias al manejo de una cámara nunca estática, la esperada llegada a la ciudad y, sobre todo, el descenso a la fiesta, en nuestro caso un concierto, en la que los interlocutores ya no son los padres, ni los compañeros, sino los pares, nuestros desconocidos iguales.

Un extraordinario acierto, en el modo de narrar la historia, es haber reparado en lo que toca a los recuerdos que guardamos de la juventud, lo de menos es cómo llegamos al lugar donde pasaron las cosas que nos hicieron como somos, así que en esta segunda parte, de tonos rojizos casi negros, la atmósfera que crea la música es la protagonista (una música de fabricación propia, al decir de su directora). La tercera parte, de colores secos y desaturados, la ocupa el trayecto de regreso. Si en el concierto se evidencia la deslealtad como un evento incomprensible, el peligro en este regreso a una terminal con destino a casa es el propio adulto, del que se apunta una amenaza siempre actual: la violencia que acecha al girar la esquina.

Como sucedía con It follows  (David Robert Michell, 2014) una cinta no muy alejada de la pérdida de certezas y de los temores sexuales que esperan —lo sepan las protagonistas o no— a los jóvenes abocados al mundo real, en Paisaje apenas hay adultos. Si en la cinta de Mitchell, no aparecían en absoluto, en la de Jimena Blanco aparecen a modo de sobresalto.

Paisaje rezuma autobiografía y creo que es posible coincidir en la verdad que trasmite del tipo de relación que caracteriza la amistad femenina en la adolescencia y al que hoy nos referimos cn el neologismo «sororidad», solidaridad entre mujeres en un contexto de discriminación sexual y patriarcado, un tipo de lazo solidario, en el filme lleno de contacto físico, de arranques de sinceridad, de descubrimiento, a diferencia de las relaciones de competencia que habitualmente se dan entre los grupos de muchachos, menos proclives a mostrar ante los amigos los miedos y las debilidades. La cámara se aproxima a las amigas, tal como vemos a los amigos cuando estamos con ellos: un brazo, un hombro, una mejilla, risas, chanzas, juego, apelativos cariñosos pero gráficos (peque): existencia lúdica que desconoce su fugacidad (una fugacidad afín a la fragilidad).

Camila Rabinovich, Ana Waisbein, Jimena Blanco, Laura Grandinetti, Camila Vaccarini.  Fotografía: Alejandra López

Camila Rabinovich, Ana Waisbein, Jimena Blanco, Laura Grandinetti, Camila Vaccarini. Fotografía: Alejandra López

En Paisaje se suceden encuadres perfectos de enorme belleza plástica que remiten al equilibrio entre las cuatro amigas en lo que toca a un sabio protagonismo compartido. El equilibrio a pesar de todo, permite diferenciar entre cuatro roles bien distintos: pasivo, contestatario, valiente, desconfiado. Sus distintas actitudes salen a la luz ante el hecho de hallarse en una situación inédita. El viaje funciona entonces como un tropo en el que lo inédito se hace más evidente en las situaciones de presión: la llegada de la policía, la pérdida de la bolsa, dos metáforas del desconcierto.

Es posible que Jimena Blanco haya querido contarlo todo en una noche: la amenaza de la agresión masculina, la deslealtad, la fragilidad, el lesbianismo, el embarazo no deseado, un riesgo clásico del escritor que quiere narrarlo todo en su primera novela, de la directora que quiere mostrarlo todo en su primera película. Sin embargo, es más probable que esta realizadora argentina haya elegido contarlo todo por una buena razón: quería que andáramos con ella o con ellas como si fuéramos una más.

Paisaje adolescente de planos cerrados y lentes de distancias cortas, sabia reconstrucción del tiempo que no vuelve, de su tonalidad, de su atmósfera y cuya contextualización (los años 90 en alguna ciudad argentina) aparece velada, únicamente señalada por el acento de las protagonistas y por esa camiseta de Nirvana que nos sirve tan a propósito para rotular nuestra columna en El Hype.

Hermosos: códigos femeninos.

Malditas: razzias.

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