Peter Hoogendoorn acaba de estrenar su segundo largometraje, Three Days of Fish, en la 58ª edición del Festival de Karlovy Vary, una minimalista joya rodada en blanco y negro con una exquisita fotografía de Gregg Telussa. Recordemos que el anterior filme del director holandés (Between 10 and 12) fue seleccionado para Venice Days en 2014, y su nueva película vuelve a incidir en el microcosmos familiar, explorando las dinámicas del amor, la presencia y el desapego. Para ello, Hoogendoorn nos cuenta la visita de tres días (a partir de ahí, como afirma el dicho, las visitas huelen como el pescado), de Gerrie, de 65 años, que regresa a Rotterdam para sus revisiones médicas anuales desde Portugal, donde vive con su segunda esposa. Allí se encuentra con su hijo Dick, de 45 años, que anhela pasar el máximo tiempo posible con un padre que le evita obstinada y cortesmente.
La crónica de esta breve visita nos ofrece al mismo tiempo un retrato de Dick, quien gracias a un guion que define certeramente cada uno de los personajes principales, deja entrever la ausencia de apoyo y comprensión paternos en su juventud. La comunicación entre ambos extiende su incomodidad al espectador, alcanzando la cima en la genial escena de la despedida en el andén, donde padre e hijo se instalan en un silencio viejo y ya aceptado, roto por frases banales. Mientras Dick intenta acercarse a su padre, asistimos a varias escenas altamente significativas que explican su relación y parecen confirmar el concepto que Gerrie tiene de su hijo: la visita a los parientes, a los médicos y sobre todo al cementerio donde creen que encontrarán a la madre de Dick, seguida de una conversación que enlaza con una de las muestras de humor negro del filme.
El premiado director, formado en la Academia holandesa de cine y dirección, muestra lo contrario del amor incondicional entre padre e hijo. Las situaciones se suceden y nos obligan a cargarnos con la emoción del abandono, la pérdida de referentes: Dick visita el sótano de la casa de su abuela donde pasó su infancia, ahora el hogar de otra gente, y no tiene una tumba donde recordar a su madre, que por negligencia, acabó en un osario. Tampoco toma sus antidepresivos, porque interfieren con el alcohol, y su peterpanesco comportamiento solo es comprendido por su empática novia.
Vivir lo contrario a la intimidad y tolerar la relación forzada por las circunstancias y el afecto supuesto no son situaciones ajenas a quienes ha padecido la disfuncionalidad familiar, pero plasmarlo con tanta sencillez y crudeza, sin recurrir a lo sentimental, es un gran logro de Hoogendoorn. Deliberamente huyendo de plano-contraplano, nos muestra ante un espejo la dinámica que une a padre e hijo, mientras deseamos desesperadamente que expresen su amor, pero nos quedamos con la duda de si eso sería posible en el mejor de los mundos, o si lo que realmente muestran a través de su reserva es un background que podría llenar ese sótano donde los buenos y los malos recuerdos, la culpabilidad y las convenciones lastran una relación tan incómoda que nadie quiere reconocer como rota y perdida.
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