A Hollywood le gustan los retornos y el de Brendan Fraser va a ser de los inolvidables, bautizado por esas lágrimas que el público -y finalmente, el actor tras una ovación de 6′- vertió con placer y sin vergüenza, tras la proyección de The Whale, en el Festival de Venecia. Darren Aronofsky ha brindado un probable Oscar al actor que en 2018 —animado por el ejemplo de actrices del movimiento #MeToo, como Rose McGowan y Mira Sorvino— denunció haber sufrido abusos en 2003, por parte del periodista Philip Berk, con la consecuencia de estrés postraumático, depresión y sospechas de haber sido blacklisted por la Asociación de prensa extranjera. La ya denominada Brendanaissance es la culminación de un retorno en pequeños papeles, hasta ser fichado por Scorsese para sus Killers of the Flower Moon, Soderbergh para No Sudden Move y Aronosfky, para darle uno de los personajes que son el sueño húmedo de cualquier actor. Y todavía falta la coronación en el próximo Festival de Toronto, que le concederá un premio honorífico.
Si no era suficiente con sus rasgos bondadosos, su sonrisa fundente, distintiva voz profunda y la mirada poderosa y desarmante, uno de los actores más queridos por el público se envuelve aquí en una obesidad mórbida prostética que dificulta su movimiento de manera casi total y le obliga a una gestualidad forzada, dolorosa de observar. Esperemos, por otra parte, que actor y director no sean objeto del tipo de críticas que soportó Sarah Paulson, por haber “usurpado” el papel a una persona realmente obesa, en un tipo de apropiación muy impopular en estos tiempos cancelados.
Plenamente en su papel, y tal como la ballena del título, la mole que eleva Fraser representa admirablemente una discordante presencia que transmite energía a pesar de su tonelaje, fragilidad, no obstante su densidad, y nobleza, aunque carezca de una graciosa elegancia. The Whale es una adaptación de la obra de teatro de Samuel D. Hunter, y Arofonsky no se molesta en tumbar las paredes del apartamento en que se confinan Charlie y toda la acción, en una hábil jugada que amplifica la claustrofobia transmitida por la inmovilidad y la compulsión bulímica.
Sabiendo que le quedan pocos días de vida, Charlie, que teletrabaja como profesor de literatura (con la cámara apagada), desea reconectar con su hija Ellie (Sadie Sink, que admiramos en Stranger Things), una adolescente faltona y despegada, de quien su ex esposa Mary (Samantha Morton) le había alejado. Con la única compañía y asistencia de Liz (Hong Chau), una amiga enfermera, que de forma contradictoria le da consejos de salud y le compra comida basura, y Thomas (Ty Simpkins), un misionero proselitista con quien traba relación, el protagonista nos intriga con el origen de su adicción y su historia personal. El poder de seducción del personaje nos deja sorprendentemente hipnotizados en cada uno de los planos en que llena literalmente la pantalla con sus casi 300 kg, por lo descarnado, casi obsceno del peep hole por el que observamos a Charlie como en una pecera, pero no por el conjunto que cuesta de levantar.
Los diálogos de The Whale son obviamente teatrales y las metáforas poco sutiles. La alusión a la novela de Melville con que se abre la película y que se revelará significativa, aunque inverosímil, y otros agujeros de la historia, por ejemplo la fe de Charlie en su hija, que a penas conoce, no aportan nada a la necesidad de consistencia del filme de Aronofsky, una debilidad que se revela crucial según avanza el metraje. Del final, mejor no hablamos y no solo por evitar el spoiler.
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