The Square es una sátira social en la que Ruben Östlund expone sus temas favoritos: la insolidaridad, el espíritu gregario borreguil de bajar la cabeza y que elijan al otro y la falta de actitud proactiva para quedarnos al margen de las vidas de los demás, aunque las podamos mejorar. El título de la película corresponde al de una exposición que organiza su protagonista, Christian (Claes Bang), el conservador de un museo de arte contemporáneo, para visibilizar la indiferencia de nuestra sociedad hacia sus iguales y la ignorancia respecto a los que consideramos inferiores.
Östlund deja al descubierto el postureo y las ruedas de molino que el papanatas moderno se traga sin respirar, por desconfianza, por ignorancia, por temor a ser rechazado de la manada, la misma en que se cobija para no salir de la zona de seguridad en que realmente se ha convertido su vida.
Durante la proyección, me vino a la memoria la reflexión de Tom Wolfe, en su retrato de una época, La hoguera de las vanidades, en la que, en pleno furor yuppie, se trastoca la vida de los protagonistas al entrar por azar en un barrio marginal. No olvidemos que el representante del “nuevo periodismo” se dedicó en ¿Quién teme a la Bauhaus feroz? a criticar la actitud de los estadounidenses ante la arquitectura vanguardista llegada de Europa huyendo de los nazis: ¿Existe otro lugar en el mundo donde tanta gente rica y poderosa haya costeado y soportado tanta arquitectura que tanto detesta como el que abarcan nuestras benditas fronteras?.
Tal es la aquiescencia de la clase adinerada, que abre sus carteras para financiar eventos artísticos que no comprende, ni disfruta, y que en el ejemplo de The Square son llevados al extremo para hacer patente sin atisbo de duda la enorme distancia que separa nuestras emociones de nuestra razón. El profesional urbanita triunfador y ensimismado vive con un manual de instrucciones que le protege de romper la pompa de jabón en la que organiza su trabajo, relaciones sociales y familia.
Elisabeth Moss, como la periodista Anne, y Dominic West, interpretando al artista Gijoni -siempre en pijama y chaqueta, imitando a Julian Schnabel– desenmascaran la faceta íntima del protagonista y la profesional, respectivamente. La primera, en una excelente secuencia en la que no falta ni el humor para mantener el tono del filme y, el segundo, en la cumbre de la película, una performance ejecutada por el talentoso stunt californiano Terry Notary, especialista en motion capture animal, en la que no habrá espectador que no se refleje.
El recurso a los primates, tan eficaz como bien resuelto, es otro de los aportes de Ruben Östlund para vehicular su manifiesto (si bien, heredado de sus antecesores en la historia del cine), una excelente y provocadora película que sube peldaños en su apuesta cinematográfica, ganadora de la Palma de Oro en Cannes y que emparenta con un cierto Lars von Trier o incluso, ustedes perdonen, a Buñuel.
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