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Sylvia Plath y el fracaso de la tribu

En Cultura domingo, 12 de febrero de 2023

Rosana Corral-Márquez

Rosana Corral-Márquez

PERFIL

Hablar de suicidio no es tanto hablar de la muerte sino de la vida, del dolor de la vida, de la existencia y de quienes se quedan detrás del suicida, o sea, del fracaso de la tribu. Sylvia Plath, que calificó el suicidio como un arte, cultivó tanto esta disciplina como la literaria y en ambas se graduó cum laude, pero es injusto que una dimensión eclipse a la otra y la contamine. Janet Malcolm, la brillante autora de La mujer en silencio (Gedisa), se propone surfear entre ambas sin ahogarse en el intento y sobrevive al reto. Se las apaña para que sintamos que el fracaso de Sylvia Plath no se cuenta en singular sino en plural, porque toca a quienes la quisieron.

El entorno del suicida se queda sin palabras, sin posibilidad de enmienda o de perdón. Son los culposos para siempre en un lago de fuego. Si sentimos resentimiento hacia los que se suicidan —escribe Nelly Arcan, otra escritora brillante que se autoliquidó— es porque ellos tienen siempre la última palabra. Quien se va lo hace con ese privilegio y éste es el hilo conductor del ensayo de Janet Malcolm que se puede encuadrar en el género de la metabiografía, o biografía de biografías, y es una joya del periodismo literario. El libro no se limita a la memoria de la malograda poeta, también es una crónica o indagación de tintes detectivescos, tiene la espontaneidad de un libro en marcha y deja las páginas llenas de citas con los testigos en vida de la autora de Ariel, viajes en taxi o en tren cargados de reflexiones, charlas, cartas y encuentros hogareñas con té y pastas o entrevistas maquinales y defensivas. Lo que no falta nunca es el retrato de cómo Sylvia Plath y su legado moldean todos los rostros, todas las memorias y corazones que la recuerdan.

Sylvia Plath

La poeta que emerge de estas páginas es menos víctima, pero no menos trágica. Provista de una ambición y un talento difíciles de gestionar en su momento histórico, también (o a causa de ello) sufría indeciblemente y ese sufrimiento le impedía ser dulce o adorable a tiempo completo. Como siempre pasa con el dolor psíquico, se liquidaba en ella la empatía hacia el otro. Quien convive con personas inestables o afectas de sufrimiento psíquico lo sabe de primera mano: exigen doble dosis de amor y paciencia. Un detalle que no exculpa a quien debía haberla cuidado mejor (su marido, su madre) pero que forma parte de la tragedia colectiva en la que se convierte un suicidio: el gran fracaso de la tribu. Asimismo, ese veneno y la conciencia lúcida del mismo empujaban a Sylvia a momentos de encanto que pretendían reparar el daño, quizá dar salida a su fondo natural, un fondo de amor genuino, de generosidad y cuidado. Una gran escritora y una gran persona se parecen mucho, tanto que resultan imposibles por separado.

Sylvia Plath

Su sonado suicidio impidió que la obra creciera hasta su madurez pero, sobre todo, interpela para siempre al lector de sus textos, la convierte en la poeta que metió la cabeza en el horno, hace que su yo real, el “yo auténtico” al que alude Ted Hughes, el yo oscuro y depredador, se trague todas las miradas. Y es ese mismo yo al que le debe el impulso que hizo de La campana de cristal una brillante primera novela y Ariel una obra maestra, pero que, paradójicamente, acabó con ella. Le permitió hablar desde la herida y conectar con el imaginario colectivo, con esas aguas profundas desde las que nacen todas las tensiones, también la creativa. El auténtico mundo, la cara B, de las bellas jóvenes americanas de los 50, angelicales y rubias, con cuerpos de plástico y sonrisas Technicolor, era una mueca terrible. La muerte temprana de la poeta americana planeará para siempre sobre su obra porque es indisoluble, como toda obra está unida a las fibras de su creador y a sus peripecias vitales.

Sylvia Plath

La pareja sufría una crisis ordinaria y vulgar, lejos de lo extraordinario, y nadie podía sospechar que su pequeño gran drama iba a cristalizarse y quedar congelado para la posteridad. Haría de Hughes culpable para siempre de la orfandad en la que quedaban niños y lectores. Sin embargo, Malcolm no se propone tomar parte sino actuar como periodista deportiva: retransmite un partido, un pulso entre bandos, curiosea de forma genuina en los motivos de cada uno, reparte reproches y exculpa por partes iguales. Da cuenta de los detractores de Hughes y del propio clan del poeta, atrincherado en su búnker, acosado, intentando que su dolor no lo multiplicaran quienes hacen pasar el chismorreo por un asunto universitario.

Sylvia Plath

La realidad es poliédrica y los puntos de vista siempre se dejan algún elemento fuera. Hasta los autores de autoficción se deben someter a un tercer grado cuando el objeto de invención son ellos mismos. En cualquier escritor, la propia memoria, por escurridiza que sea, funciona como “alacena” (así lo dice Lorrie Moore en A ver qué se puede hacer. Ensayos, reseñas y crónicas) de la que se elige materia prima para cocinar la escritura. Si esa materia prima es morbosa como lo es la depresión o la transgresión (Nelly Arcan lo sufrió por partida doble con su Puta y su Loca, publicados a partir de su experiencia como escort), y si la autora es mujer, el mundo no estará preparado para incluirla fácilmente en el canon de literatura con mayúscula: será más fácil resbalar en el chismorreo, el banalidad y la jauría que no sabe disociar vida y obra.

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