A la vuelta de un viaje, nos quedamos recordando todo aquello que hemos visitado, almacenamos en nuestra retina imágenes de edificios, ciudades, calles, objetos, personas… Los sonidos, olores, emociones, sensaciones, los guardamos como un tesoro en nuestro cerebro, generalmente son estímulos que, por alguna razón u otra, nos han impresionado, han dejado huella en nosotros.
Gracias a ello, somos capaces de saber por qué unas ciudades nos gustan más y otras menos, qué cambiaríamos de ellas, qué añadiríamos o suprimiríamos, etc. Y así, sin apenas darnos cuenta, fantaseamos con la idea de nuestra ciudad ideal. Mentalmente empezamos a diseñarla, a organizar esa trama urbana de calles, plazas, parques, edificios, monumentos, soñamos con sus texturas, aspecto, olor, sonido… Y como es nuestra, hasta tiene nombre propio, inventado, uno que solo tiene significado para nosotros.
Imaginemos por un momento que tuviésemos la oportunidad de diseñarla ¿Por dónde empezarías? ¿Cómo lo harías? ¿Qué debería cumplir? ¿Qué debería contener? ¿Cuál sería su aspecto? ¿Y su olor? ¿Sonaría?
Si analizamos el trazado de las principales ciudades del mundo observamos que tienen características comunes, fruto de la influencia de determinados planes de urbanismo (como el Plan Haussmann). Su posición frente al mar (abierta o cerrada), también es importante. Sin embargo, cada ciudad que visitamos es diferente, dependiendo de los ojos de quien la mir, así lo afirmaba Italo Calvino.
[…] la ciudad es diferente para cada uno de nosotros: una para el que pasa sin entrar, y otra para el que vive en ella y no sale; una es la ciudad a la que se llega la primera vez, otra la que se deja para no volver…
Las ciudades invisibles, Italo Calvino.
A través de una serie de relatos cortos, Calvino muestra los encuentros entre el viajero Marco Polo y Kublai Kan, el emperador de los tártaros. Con Marco Polo viajamos a diferentes ciudades imaginarias, fuera del tiempo y el espacio, cuyo único rasgo común es su nombre de mujer. Junto a Kublai Kan empezamos a soñar con una ciudad propia.
La atmósfera de libro y la sutileza de sus descripciones me recordaba a los cuentos de Scheherezade en Las mil y una noches. A medida que avanzaba en mi lectura, imaginaba y recordaba los paisajes de la película El cielo protector (1989) dirigida por Bernardo Bertolucci, rodada entre Marruecos, Argelia y Níger.
Port (John Malkovich) y Kit (Debra Winger) son los Moresby, la singular pareja protagonista de la película y del libro con el mismo título del escritor, compositor y viajero estadounidense Paul Bowles. Los Moresby, junto su amigo Tunner (Scott Campbell), realizan un viaje vacacional y, sobre todo personal al Norte de África, emprendiendo la búsqueda de sí mismos e intentando resolver las dificultades conyugales que atraviesan tras diez años de matrimonio.
Allí en el desierto, aún más que en el mar, tenía la impresión de que estaba sobre una gran mesa, de que el horizonte era el borde del espacio. Se imaginó un planeta en forma de cubo, suspendido en algún lugar sobre la tierra, entre ésta y la luna, donde hubieran sido transportados. La luz sería dura e irreal como aquí; el aire tendría la misma sequedad, como en toda esta vasta región, los contornos del paisaje carecerían de las reconfortantes curvas terrestres. Y el silencio alcanzaría su intensidad suprema; sólo quedaría roto por el sonido del aire al pasar.
Gracias a las descripciones del libro de Paul Bowles, las imágenes de Bertolucci y a la fantasía e imaginación de Calvino, espectador y lector nos introducimos en lo más profundo de la cultura africana, de sus ciudades y empezamos a soñar. El desierto del Sahara se convierte en un gigantesco lienzo en blanco, un vasto espacio donde poder imaginar y diseñar nuestra ciudad utópica.
Tanto en el libro como en la película, aparecen y se describen pequeñas ciudades, que son diferentes para cada uno de los personajes según su estado emocional. Por momentos, algunas son ciudades alegres; en otros, son tristes. Esa alegría y felicidad las percibimos con el sentido del oído, con sus cantos al dar la bienvenida. Sin embargo, la infelicidad y la tristeza propias de una epidemia apenas se oyen, solo se ven.
Contemplamos que hay ciudades de paso, continuas, en las que Marco Polo y nuestros protagonistas apenas se detienen. Sin embargo, existen otras escondidas, misteriosas, a las que es difícil acceder que despiertan nuestra curiosidad.
Las hay cuya trama urbana se asemeja a las líneas de la mano, con sus callejones, sus pequeñas plazas, mercados con sus pequeñas instalaciones provisionales nos recuerdan a los tatuajes de henna de sus mujeres con sus elegantes figuras geométricas, elementos florales. En otras, la textura de sus fachadas, ladrillos terrosos como terrones de azúcar moreno, nos recuerdan la tierra erosionada que se funde y difumina en el suelo.
Algunas de ellas son un poco abstractas, caóticas, pugnan por salir a la superficie con una fuerza interior tan fuerte que hace que emerjan sin orden o planeamiento. Se convierten así en ciudades laberínticas, donde es imposible orientarse, pero todas ellas tienen en común que son lugares de intercambio. Espacios donde nuestros protagonistas intercambian recuerdos, deseos y experiencias, comparten sueños, preocupaciones.
El recorrido que realiza es diferente para cada uno de ellos, e incluso el lenguaje. En El cielo protector nuestros protagonistas se comunican a través de las miradas y el sentido del tacto (caso de Debra Winger), donde la ciudad se convierte para ellos en un medio hostil, un marco que pone de relieve sus conflictos interiores, sus deseos y anhelos.
Sin embargo, en las ciudades invisibles, el conflicto en sí es la ciudad. Kublai Kan tiene muchas dudas, no acaba de conocerla, quiere saber más y más acerca de las ciudades que visita Marco Polo. Formado en una cultura milenaria que daba bastante importancia al conocimiento y aprendizaje del ajedrez, como herramienta para plantear estrategias comienza a imaginar y obsesionarse con la idea de la ciudad ideal y empieza a compararla con un tablero de ajedrez.
Si cada ciudad es como una partida de ajedrez, el día que llegue a conocer sus leyes poseeré finalmente mi imperio, aunque jamás consiga conocer todas las ciudades que contiene.
Kublai Kan fantasea con una retícula compacta, cuyo trazado urbano estaría regido por una especie de orden invisible dirigida por los saltos abruptos del caballo, por los pasajes en diagonal que se abren en la incursiones del alfil, por el avance conjunto de las torres imponentes y protectoras, como defensa y límites de la ciudad, por el paso arrastrado y cauto del rey, el humilde peón, los caminos rectos u oblicuos como el desplazarse majestuoso de la reina y por las múltiples alternativas de cada partida.
Es curioso descubrir cómo una ciudad, que es una entidad concreta, física, material, es percibida por cada persona de una manera, dependiendo de factores que poco tiene que ver con lo concreto, físico o material. Incluso personas que viajan en el mismo grupo son capaces de percibirla de modos diferentes.
Y así llegamos al final del viaje de nuestros protagonistas. En la memoria de Port, Kit y Tunner la ciudad desaparecerá y con ella los secretos de su pasado escondidos en sus calles sin nombre, sus ventanas y puertas, sus mercados, sus plazas y café y solo permanecerá el desierto. Mientras que para Kublai Kan, al finalizar su partida con el jaque mate del rey destituido por la mano del vencedor, solo quedará un cuadrado blanco o negro.
Perspectivas y espacios de ciudades blancas y negras en las noches de luna, en las que el blanco representa la nada y el negro el terreno edificado.
Desierto o tablero de ajedrez, no importa. Cada cual que escoja su nuevo papel en blanco sobre el que poder soñar y proyectar, tantas veces como queramos, esa ciudad ideal que todos llevamos dentro.
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