El palmarés de la 56ª edición del Sitges-Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya ha premiado una película de terror puro, algo que no debería ser extraño en un festival de género como este y que, en cambio, ha hecho vibrar de emoción a todos los que llevamos años cubriendo este certamen. En el palmarés también aparecen dos películas en las que los animales tienen un protagonismo determinante, aunque sus enfoques sean diametralmente opuestos.
Cuando acecha la maldad, de Demián Rugna
Esta ha sido la película ganadora del premio a la mejor película de la competición, un hito en el cine latinoamericano, premiado por primera vez por un jurado compuesto por los productores Jérôme Paillard y David C. Fein, la actriz Ana Torrent y los críticos Kim Newman y Alexandra Heller-Nicholas. No cabe la menor duda de que Demián Rugna conoce y domina perfectamente los resortes del cine de terror. Con su anterior Aterrados proponía una historia muy pequeña pero centrada de manera exclusiva en explorar lo sobrenatural para provocar escalofríos en el espectador.
Cuando acecha la maldad amplía bastante la mirada puesto que, de entrada, apuesta por un retrato de las clases sociales argentinas más empobrecidas: los protagonistas son trabajadores humildes o incluso familias sin recursos que malviven para sobrevivir como pueden. Es en este escenario donde dos hermanos descubren a un endemoniado que está a punto de dar a luz al mismísimo mal. Deciden deshacerse del poseído con el objetivo de que dicho nacimiento no suponga una alteración de sus ya precarias condiciones de vida, pero en realidad lo único que consiguen es extender la maldición hasta límites imposibles de controlar.
Lo que consigue Rugna con esta película es ciertamente brillante: partiendo de unos referentes impecables en cuanto a relevancia (Sam Raimi en lo que concierne a la loca estructura argumental y John Carpenter, en particular su excelsa El príncipe de las tinieblas, en lo referente a intentar detener el nacimiento del mal), el director argentino ejecuta un despiadado ejercicio de precisión en el que una perpetua huida hacia delante se desmadra cuando las posesiones escapan al control de los dos protagonistas.
Siempre enmarcada en entornos rurales humildes, Cuando acecha la maldad aprovecha su estructura de road movie para atravesar una Argentina empobrecida que vive con recursos escasos. Pero es cierto que este marco social nunca llega a empañar el único objetivo de una película de género como esta.
Y ese objetivo, que es de género puro y duro, se articula en un argumento demencial que se empeña una y otra vez en demostrar la imposibilidad de contener el mal. Para ello, Rugna no titubea en cuanto a lo explícito y, aviso importante, trufa su película de escenas que exudan una crueldad y una virulencia en verdad sorprendentes.
Le règne animal, de Thomas Cailley
Ya habíamos hablado en la anterior crónica desde Sitges de una cierta apetencia del fantástico actual por reflexionar sobre lo social a través del género. Thomas Cailley avanza en esa línea al presentar una Francia en la que un virus hace que los infectados muten poco a poco en animales. Aunque la referencia a la pandemia iniciada en 2020 es inevitable, en realidad Le règne animal está mucho más preocupada por componer una suerte de oda de lo diferente: el protagonista, cuya mujer está infectada, ha de asumir el hecho de que ahora su hijo también se ha infectado y empieza a mutar.
Es un proceso doloroso puesto que, y esto es quizás la parte más obvia de la cinta, los infectados son proscritos sociales, animales a los que encerrar o medio personas a las que humillar. El hombre es un lobo para el hombre, el eterno cliché redundante en este tipo de películas.
Pero, afortunadamente, Le règne animal, ganadora del premio a los mejores efectos especiales, no se desvía demasiado por esos caminos trillados y prefiere centrarse en un doble proceso de aceptación: el del padre hacia la nueva condición de su hijo y el del propio adolescente. Este último, que es sin duda el foco central de la película, puede entenderse quizás como una metáfora de lo traumáticos que pueden ser los cambios en la adolescencia. El fantástico, pues, indagando en asuntos sociales una vez más.
Los dos procesos de aceptación antes mencionados convergen en el tramo final de la película, y sobre todo en una frase que el padre, preocupado pero ya plenamente consciente de la nueva naturaleza de su hijo, le dice en el coche en plena huida de los intransigentes que quieren encerrar a su hijo. Es esa frase, que no quiero revelar aquí pero que es fácilmente detectable, la que termina por definir y dar sentido a toda la película: no importa realmente lo que somos, sino cómo somos.
Vermines, de Sébastien Vanicek
Esta película ha sido galardonada ex aequo con Stopmotion, de Robert Morgan, con un premio especial. Aracnofobia no es un título de culto ni tampoco es que haya pasado precisamente a la historia del cine. La cinta, dirigida en 1990 por Frank Marshall y producida por Steven Spielberg, no es particularmente brillante en ningún aspecto y, sin embargo, por algún motivo sigue siendo recordada por el aficionado con simpatía: por un lado marca probablemente el final de la era dorada de la Amblin, la productora de Spielberg, y por el otro supone en cierto modo un pequeño hito en lo que a representación de arañas se refiere.
Es bien sencillo constatar que se ha convertido en referencia cuando, para hablar de Vermines, 33 años después, muy pocos pueden escapar de citarla. Yo, por ejemplo, no he podido/querido. Y como referencia es justificable desde el momento en el que ambas películas narran una infestación de arañas. Pero más allá de esa coincidencia es complicado emparentar las dos propuestas, principalmente por una cuestión de tono.
Mientras que Aracnofobia es una película eminentemente familiar que se aproxima a las arañas desde el humor, Vermines es una monster movie en toda regla. Está ambientada en un edificio de la periferia de alguna urbe francesa, donde vive un joven aficionado a los animales exóticos. Su última adquisición es una araña que, al escaparse de la caja de zapatillas en las que la había metido, desata el caos en el edificio: no solamente se reproduce con una velocidad de vértigo, sino que las sucesivas generaciones son cada vez más grandes, y a mitad de película nos encontramos ya con arañas del tamaño de un cojín de Ikea.
Es de agradecer una propuesta como la de Vanicek, en la que la sencillez no debería confundirse con la simpleza: Vermines va al grano desde el minuto uno, con ese prólogo que recuerda al de Braindead: Tu madre se ha comido a mi perro, y apenas se separa del camino que se espera de ella acercándose no tanto a la cinta de Marshall sino más bien al Rec de Jaume Balagueró y Paco Plaza: los habitantes del edificio luchan desesperadamente por escapar de un lugar que ha sido precintado por las fuerzas de seguridad.
Así pues, película plagada de sustos con cada (violenta) aparición de las dichosas arañas, una montaña rusa entretenidísima sin mayores pretensiones que provocar escalofríos y jugar con ese miedo atávico a los arácnidos. Porque de la misma manera que a casi todo el mundo le repelen las arañas en mayor o menor medida (y si no es así, la efectividad de esta película será nula), también a casi todo el mundo le gusta un tren de la bruja de manual, divertido, emocionante y terrorífico, como es Vermines.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!