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Sitges 2023 #2: Vincent contra todos, lluvia ácida y sectas ultracatólicas

En Cine y Series 11 octubre, 2023

Javi Cózar

Javi Cózar

PERFIL

El fantástico como medio para concienciar, para indagar en los problemas sociales de actualidad no es, ni mucho menos, ninguna novedad, pero quizás en esta 56ª edición del Sitges-Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya se detecta más que otros años esta preocupación por hablar de nosotros mismos a través del género. Estas son sólo tres muestras de ello, las dos primeras incluidas en sección oficial a competición y la tercera en sección Panorama.

Vincent doit mourir, de Stéphan Castang

Vincent es una persona normal, con una vida normal y un trabajo normal. Su normalidad, sin embargo, comienza a desmoronarse el día en el que sufre dos violentos ataques en su oficina cometidos sin motivo aparente por dos compañeros. Poco después es atacado de la misma manera por desconocidos en la calle, y termina descubriendo que, por alguna misteriosa razón, establecer contacto visual con las personas les convierte en dementes cuyo único objetivo es matarle.

Con esta atractiva premisa debuta en el largometraje Stéphan Castang, quien sabe construir una pesadilla ribeteada por no pocos momentos de humor negro con ecos de La noche de los muertos vivientes de Romero: en efecto, la inexplicable posesión de cualquier persona a la que Vincent mire a los ojos convierte a la gente en una suerte de zombis sedientos de (únicamente su) sangre y desprovistos de cualquier atisbo de humanidad.

Aunque no esté presente de manera obvia en el discurso su tesis más escorada hacia lo social, Vincent doit mourir puede leerse sin dificultad como una particular reflexión acerca de la pandemia y de lo irracional y absurdo que fue ese periodo de nuestras vidas: desconcertados, sin alternativas, tuvimos que refugiarnos en nuestros hogares y, justo como le ocurre a Vincent, tuvimos que evitar cualquier contacto con el resto de seres humanos porque, de repente, cualquier persona se había convertido en un potencial peligro para nuestra vida.

También subyace en el contexto de la película una mirada, quizás más sarcástica que desesperanzada, hacia esta sensación de tensión permanente que flota en el ambiente. No soy sociólogo y no me corresponde a mí teorizar sobre los motivos, pero parece más o menos obvio que nuestra sociedad vive momentos turbulentos donde la agresión (verbal, física, de cualquier tipo) es moneda de transacción habitual en las interacciones humanas.

Vincent doit mourir, protagonizada por Karim Leklou, reflexiona sutilmente sobre ello proponiendo una metáfora acerca de la competitividad que también ahora más que nunca rige en nuestra sociedad: en la película, como en muchas ocasiones en la vida, los personajes acaban perteneciendo —casi por obligación, también como en la vida real— o bien al grupo de los que matan o bien al grupo de los que mueren. Solo que en Vincent doit mourir la metáfora se lleva directamente a la literalidad absoluta.

Acide, de Just Philippot

Parece que el género de catástrofes provocadas por la naturaleza, de larga tradición, está mutando hacia un nuevo concepto que algunos ya han bautizado como eco terror. No estoy seguro de si el giro produce películas más interesantes, pero el cambio es incuestionable: la aproximación ya no es desde la frivolidad de mostrar con el mayor lujo de detalles -y espectacularidad- los efectos de estos desastres, como pasaba por ejemplo en la inolvidable Twister, sino que ahora se prioriza el drama humano y se pone el énfasis en las causas de estos desastres que, no podía ser de otra manera, están relacionadas con el cambio climático.

El cine comienza a estar preocupado por este cambio climático, y al menos alguien lo está: nuestros políticos no parecen excesivamente alterados por el asunto a tenor no solo de la facción negacionista de ultraderechas que tenemos que soportar, sino también de las innumerables cumbres sobre el asunto que han terminado sin decisiones firmes o, peor aún, con propuestas tibias que además luego los gobiernos se han pasado por el arco de triunfo.

Parece lógico, pues, que el cine comience a hablar de ello. Y aquí el francés Just Philippot parece erigirse en una de las voces más autorizadas: su anterior La nube ya se acercaba al asunto de los desastres naturales aunque quizás de una manera ciertamente tangencial. Acide, en cambio, no se pone de perfil y afronta la cuestión de cara: una lluvia de ácido asola Francia y los partes de los informativos que Philippot inserta, sobre todo en la primera mitad de la película, nos dejan claro que está mortífera lluvia está provocada por el cambio climático y la acción del hombre.

Acide bascula, con esta premisa, entre los momentos más entroncados con el cine de catástrofes clásico (la huida desesperada de la población ante la lluvia que se avecina) y el apunte social indisimulado. Los que huyen se convierten en refugiados en su propia tierra, malviviendo atrapados en sus casas que, literalmente, se van desintegrando en una brillante parábola social: el hogar como símbolo de seguridad se descompone por el ácido y deja sin refugio a todo el mundo más allá de su situación económica.

Es cierto que Philippot no arriesga demasiado en esta metáfora y acaba transitando por caminos quizás también un poco trillados: el debate entre la propia supervivencia o la ayuda a los demás está presente en no pocas escenas, por ejemplo. El resultado final, con todo, es de un empaque nada desdeñable, y logra superar sus convencionalismos de manera exitosa.

Una última reflexión: a pesar de ser una cinta entretenida, excelentemente rodada e interpretada, y sobria y eficaz en sus planteamientos formales, creo que el género ha perdido paradójicamente su capacidad de emocionar. Es imposible disfrutar con una película como Acide tal y como se podía disfrutar de Twister o de Terremoto, por ejemplo. Porque, al contrario que en aquellas, la angustia que provoca la cinta de Philippot es real y no está emparentada con el placer cinematográfico: Acide no da miedo como película de fantasía sino, bien al contrario, como reflejo de lo que estamos viviendo fuera de la sala de cine.

Godless: The Eastfield Exorcism, de Nick Kozakis

Lara es una joven que padece unos episodios de sonambulismo bastante peculiares que la tienen atormentada. Su marido está convencido de que son fruto de una posesión diabólica y pide ayuda en la congregación ultra católica en la que está integrado. La solución: un pseudo sacerdote especializado en exorcismos donde el camino para terminar con la posesión es someter al poseído a un auténtico infierno en vida.

Película de cierta tosquedad visual, en ocasiones cercana al concepto de telefilm que teníamos en el pasado siglo XX, pero que consigue trasladar al espectador de manera brillante la pesadilla angustiosa que vive su protagonista, atrapada entre el amor a su marido y el miedo a la secta a la que él pertenece.

La cinta se mueve en un incierto territorio a medio camino entre el true crime y el cine de terror, y es lo suficientemente hábil como para no habitar de manera inequívoca en ninguno de los dos géneros: aunque el aviso inicial de “basado en hechos reales” ofrezca una pista importante, la película navega entre la duda de si estamos o no ante una posesión real.

Más allá de ese misterio que, como digo, no tiene demasiada enjundia, Godless: The Eastfield Exorcism se resuelve como un contundente alegato contra la radicalización religiosa, y particularmente la católica: es bastante turbadora la descripción que hace de los miembros de la secta, cegados de manera irracional y ridícula por una fe a un Dios que interpretan de manera ultraortodoxa.

Toda la parte del exorcismo, que ocupa casi la mitad de la proyección, deviene en este sentido no solamente el punto fuerte de la película sino también el eje del mensaje que pretende visibilizar. Se trata de un ejercicio brutal y sistemático de violencia planificada, sangriento y extremo, que podría incluso entenderse como una revisión de lo que ya propuso en su día la celebrada Martyrs: la consecución de la pureza de espíritu a través del hiper sufrimiento y del dolor exacerbado. No llega visualmente tan lejos como la película francesa, sin embargo su radical anticatolicismo es mucho más efectivo y permite reflexiones más profundas acerca de la inutilidad y el sentido de los cultos religiosos.

Más crónicas de Sitges, aquí.

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