En un mundo ideal, el Festival de Sitges o bien duraría el doble de días o bien tendría la mitad de películas. Pero no ocurre ni lo uno ni lo otro, y este es un problema que cada año se pone encima de la mesa durante los frenéticos días del certamen, sin que ninguno de los responsables por el momento tenga la menor intención de corregir.
A Ángel Sala y su equipo ya les está bien este modelo de festival en el que hay tal abundancia de películas que unas se fagocitan a las otras, sin tiempo para digerirlas adecuadamente. En la era de Twitter hay que vomitar 140 caracteres ya desde la cola para la siguiente película. Las propuestas se amontonan bruscamente en maratones imposibles para cualquier periodista, aunque muy apetitosas para el fan del festival, que viene a devorarlas y luego se va a su casa a dormir hasta las cinco de la tarde.
Ya me disculparéis empezar así la cobertura de este 50 Sitges-Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya, pero ciertas polémicas internas que ahora sería demasiado farragoso de explicar me han llevado a (una vez más) exponer la verdadera tragedia de este festival: sin espacio para crecer hacia ningún lado (no puede haber más salas en Sitges), y sin que la dirección tenga la más mínima intención de aflojar el ritmo, la única posibilidad de supervivencia para Sitges pasa sí o sí por quitar a la prensa de la ecuación. Tal y como he leído estos días en redes sociales, Sitges se ha convertido en un certamen que no necesita la prensa para nada, podría existir perfectamente sin ella. O al menos sin la mayor parte de ella (entre la que me incluyo).
Sitges es un acontecimiento de y para el fan(ático), pensado solo para él. Y especialmente para el moderno: es sintomático que en la era de Twitter, que es una jaula de grillos donde el ruido apenas deja espacio para la reflexión, Sitges se haya convertido precisamente en eso, en un festival donde los inputs se disparan a la vez y a una velocidad tremenda, no se puede hacer de otra manera cuando concentras tantas películas en tan poco espacio (temporal y físico). De facto, pues, Sitges prescinde del debate y la reflexión que se le deben exigir a cualquier festival de cine. Y eso es muy triste: ahogado entre la necesidad de vender tiques y la vocación de servicio a la prensa que siempre le ha caracterizado, la única salida a corto plazo para el festival, pues, pasa por reducir o toda o la mayoría de prensa acreditada. No se me ocurre otra manera de crecer.
Podría seguir ahondando en este problema, que en mi opinión es de lejos el principal que tiene Sitges en el horizonte más inmediato. Pero aunque la organización a veces nos lo ponga francamente difícil, también hemos visto alguna película en estos primeros días de Sitges.
The Shape of Water fue la escogida para inaugurar esta edición que celebra los 50 años de existencia del certamen. La cinta llegaba aquí con un hype poderoso después de ganar sorprendentemente el León de Oro en Venecia. Aunque no se puede dudar del entusiasmo de Guillermo del Toro ni de sus habilidades visuales, es cierto que la historia de amor es demasiado deudora de conceptos clásicos y no aporta muchos alicientes novedosos como para entusiasmar. La segunda mitad de la cinta, además, remite casi punto por punto al argumento de E.T., el extra-terrestre, lo que aún lastra más la propuesta. Es una cinta dignísima y con aciertos aislados (las interpretaciones, por ejemplo, son sobresalientes), pero deja un inevitable poso de decepción. No está entre los mejores trabajos de Del Toro, desde luego, director por otra parte con una filmografía admirable que por sí sola justifica la elección de The Shape of Water como película inaugural de Sitges.
The Endless fue la primera película a concurso en la Secció Oficial Fantàstic que llamó la atención. Pero no desde el principio, porque durante casi 40 minutos nos sumerge en una visita a una supuesta secta perdida en el bosque. Cuando parece que todo va a reducirse a saber si es o no en realidad un culto suicida, la película da un giro copernicano (que no desvelaré aquí) para adentrarse en otra clase de película, una más cercana a Coherence y desde luego mucho más estimulante. Película, pues, a descubrir.
Con los rotundos fracasos de Annabelle Creation y The Killing of a Sacred Deer no me extenderé demasiado. De la primera basta decir que no solo no mejora la ya de por sí mediocre primera parte, sino que recopila uno a uno todos los clichés del género sin dejarse ni uno, hasta tal punto llega su incompetencia narrativa. De la segunda, constatar el declive del griego Yorgos Lanthimos que, alentado especialmente por Cannes y por una crítica condescendiente, se ha permitido crear la película más irritantemente pretenciosa de la temporada, una alegoría de la destrucción del concepto tradicional de familia sin apenas interés. Lanthimos molaba más cuando no se creía el nuevo Kubrick.
Otro que también ha dejado este año en Sitges su pequeña y desagradable huella es Jaume Balagueró, que sigue sin ofrecer ni una sola película decente (con la sola excepción de [REC], co-dirigida con otro mediocre, Paco Plaza). El caso es que Balagueró, igual que Plaza, nació en Sitges y se ha criado en Sitges, y por lo tanto es un hombre al que este festival siempre guardará un hueco en su agenda. Una lástima para nosotros mientras -como queda patente en Muse- siga sin tener ni la más remota idea de cómo narrar una historia con imágenes, y no con personajes hablando y diciendo lo que hay que hacer y a dónde van a ir en la siguiente escena. Nos queda, pues, Balagueró para rato aquí en Sitges.
En un arranque, pues, bastante desolador, la aparición de dos películas tan distintas como Mom and Dad y Loving Vincent, debe entenderse como un alivio más que otra cosa.
No tanto Loving Vincent como Mom and Dad, porque su extraordinaria propuesta (es la primera película en la historia pintada al óleo) queda lastrada inevitablemente por un guion plano, tedioso, al que es casi imposible sacarle ningún provecho. Con todo, se trata de una experiencia alucinante en tanto que su capacidad de hechizo visual es considerable: verla es como ver una pintura de Van Gogh en movimiento durante sus 94 minutos de duración. Algo único, pues.
Mom and Dad, en cambio, se ha convertido sin apenas esfuerzo en la mejor película del fin de semana aquí en Sitges. Dotada de un negrísimo sentido del humor, la furiosa originalidad de su argumento es carne de cañón para un certamen como este: debido a una plaga de la que nunca se nos explica su origen, los padres de una pequeña comunidad estadounidense enloquecen y se dedican a asesinar a sus propios hijos.
Como se puede deducir sin problemas, la mesura no es precisamente el elemento principal de esta película. Mucho menos desde el momento en que Brian Taylor, el director, tiene la genial idea de hacer que el padre protagonista de la película sea nada más y nada menos que Nicolas Cage, que en un producto de estas características ofrece un auténtico e hilarante recital de histrionismo que será recordado durante mucho, mucho tiempo. Película, pues, de esas que parecen concebidas casi en exclusividad para ser devoradas en Sitges, se goza por lo loco de su argumento, por (insisto) un Nicolas Cage sin frenos y en pendiente, y por sus últimos 15 minutos, de un delirio absoluto nada fácil de encontrar en el cine actual.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!