Cristi Puiu nos seduce con Sieranevada a lo largo de dos horas y cincuenta minutos, nada extraño en el director rumano. Su maestría y capacidad de atrapar al espectador son puestas a prueba, con nota, desde una obertura de treinta minutos de duración, compuesta por un plano secuencia inicial del que casi se nos excluye. En las escenas en plena calle, Puiu nos obliga a contemplar desde la otra acera, sin permitirnos distinguir con claridad a los personajes y su interacción.
La siguiente concesión al espectador en Sieranevada implica situarnos en el asiento trasero de un BMW en el que circula una pareja que discute sobre sus vacaciones, sin mostrarnos todavía por completo sus rostros. Únicamente se nos permite percibir el talante comprensivo del hombre, su sentido del humor y paciencia con su exigente esposa; descendemos del vehículo y los seguimos a escasa distancia hasta que entran en un edificio modesto, subimos las escaleras con ellos y entramos en un pequeño apartamento.
A partir de ahí, pasaremos dos horas y media con la familia que celebra una tradicional ceremonia fúnebre, a los cuarenta días del fallecimiento del anciano padre. Casi en tiempo real.
Nuestra incursión en el exiguo espacio del recibidor nos permite atisbar tras las puertas entreabiertas y, finalmente, compartir el espacio con los numerosos miembros de la familia que acuden a honrar a su difunto. Puiu deja muy claros al espectador cuáles son los límites de acceso, le obliga a ganarse su lugar en el piso, en la gran mesa donde los platos tradicionales entran y salen, donde los desplazamientos de la vajilla nos trasladan de un lugar a otro, de acuerdo con las consecuencias de la trama, para reunir o separar invitados, de acuerdo con los vaivenes, giros y descubrimientos narrativos que vamos conociendo y los derechos que adquirimos para poder reconocer a los diferentes miembros de la familia, sus vínculos y la jerarquía de su relación.
La sensación de confinamiento en un reducido espacio donde las puertas esconden pequeños grupos y subtramas, que en realidad alimentan nuestra necesidad de saber, de entender, no nos permite dejar de ser voyeurs, visitantes sin derecho a réplica, quién sabe si incluso personificaciones del gran ausente.
Se nos permite desplazarnos entre los grupos, escuchar a los hermanos reunidos en la cocina, a las visitas intempestivas, las discusiones y los gestos cotidianos, para atraparnos en un discurso que repasa la intrahistoria de Rumanía, con un oscuro y eficaz sentido del humor. Las personas, sus logros, su adaptación a la sociedad, los cambios políticos y los paralelos, transversales o tangenciales vaivenes en el ámbito personal se despliegan con la autenticidad y verdad de las revelaciones, con comprensión, ira y todas las peculiares formas de gestionar el duelo.
La valentía del director de Aurora (2010) y su domino de los recursos expresivos y la técnica, así como un extraordinario e impecable guion que transparenta, más allá de la cotidianidad y el costumbrismo, un potente enunciado, convierten a Sieranevada en un filme pequeño y monumental.
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