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Ryan O’Neal, el hombre (casi) tranquilo

En Cine y Series 10 diciembre, 2023

Ángel Pontones

Ángel Pontones

PERFIL

Si tocara encuadrar a Ryan O’Neal en un momento temporal, este no podría ser en otro que los años 70. Precisando más, en su primera mitad. Allí es donde apareció, consolidó, reinó y finalmente se apagó, una vez su registro fue cubierto por otra gente, o él mismo decidió apartarse agobiado por sus demonios internos y los efectos provocados en su propio mundo. Ni siquiera pasó al estatus de vieja gloria, pues por entonces era demasiado joven para ello. Frente a todos los sacos de muecas que reaccionaban por instinto en cada plano, O’Neal era una máscara imperturbable que elevaba unos milímetros el mentón, en una eterna pose mezcla de desconcierto y desafío. Una suerte de No sé qué hago aquí, pero tampoco me voy a ir ahora.

Aunque O’Neal ya había llamado la atención del personal con su aparición en Peyton Place, el culebrón estrella de mediados de los 60 que fue catapulta de carreras como la de Mia Farrow, es con el papel de Oliver en Love Story (Arthur Hiller, 1970) cuando se sitúa en el camino de icono y valor seguro para la industria. No hay nada como estar en el momento preciso en el lugar preciso, en este caso, una máquina de hacer derramar lágrimas, con chico rico y chica humilde de destino fijado y fatal, y al lado una chica tan carismática como Ali McGraw, otro rostro propio y exclusivo de esta década.

El  espaldarazo de Love Story tapa la tibia recepción de Dos hombres contra el oeste (Wild Rovers, 1971), un proyecto inusual de Blake Edwards del que esperaba mucho. Una buddy movie ambientada en el oeste, muy lejos de la zona de confort de su director, que intenta jugar a Sam Peckinpah con la ayuda de un William Holden en estado de gracia, para descubrir finalmente que Blake Edwards solo atraía al público si caminaba junto a Jacques Clouseau.

El éxito repentino no deja de recordar a su protagonista lo difícil que le va a ser desencasillarse de un papel como el de Oliver, por el cual todo el mundo lo considera poco menos que el viudo de América. Quizá por ello Ryan O’Neal acepta los consejos de un teórico del séptimo arte, Peter Bogdanovich, que intenta adaptar todo el slapstick de los años 30 a su propia época, utilizando como vehículo un remake encubierto de La fiera de mi niña (Bringing Up, Baby, Howard Hawks, 1938). ¿Qué me pasa, doctor? (What’s Up Doc? 1972) es una colección interminable de gags, algunos brillantes y otros no tanto, al servicio de sus protagonistas, en especial de una Barbra Streisand incontenible, un torrente caprichoso que se empeña en desbaratar la vida de Howard Banniser, al igual que 30 años antes lo hacía Katherine Hepburn con Cary Grant. Y aunque la leyenda dice que en pleno proyecto, Francis F. Coppola tanteó a O’Neal como posible Michael Corleone para El Padrino, ni uno ni otro han llegado a confirmarlo o desmentirlo. Tampoco habría sido un mal Fredo.

Luna de papel (Paper Moon, Peter Bogdanovich, 1973) es una historia sencilla pero a la vez grande, a la que hacen redonda sus intérpretes, en particular la hija de Ryan, Tatum O’Neal, que con 9 años se come la pantalla como nunca más volverá a hacer. Un chispazo de genio con Oscar incluido, que eclipsa la posiblemente mejor interpretación de su padre, un caradura contenido y empeñado en mostrarnos que en el fondo es menos rastrero de lo que deja traslucir. Ese recorrido en blanco y negro por la peor América post crack del 29, en el que le acompaña la hija de una de sus amantes, para intentr timar a toda viuda temerosa de Dios con el truco de venderles biblias que en teoría encargaron sus maridos, nos muestra cómo el desasosiego de un futuro color hormiga combina muy bien con la pillería de aquellos que solo saben ser supervivientes. Si de todo este lodazal logra sobresalir finalmente una pizca de humanidad y ternura, es algo que hace de esta película una experiencia única.

Y en este punto es cuando Ryan O’Neal recibe la visita de un tren que solo pasa una vez en la vida. Encabezar el reparto de la adaptación del Barry Lyndon de William Tackeray. Stanley Kubrick lleva cuatro años dándole vueltas al proyecto, en una de esas espirales meticulosas al extremo que le llevarán a ir espaciando cada uno de sus nuevos estrenos. La película resultante, Barry Lyndon (1975), dividida en dos partes que vienen a mostrar el ascenso y caída del protagonista, está cuidada hasta el último detalle, pero avanza con tal parsimonia que toda su genialidad debe convivir con el bostezo. Si a eso sumamos que ninguno de sus personajes, empezando por el protagonista, nos da un margen para la empatía, entendemos que esta obra pase al catálogo de “o la amas o la odias”.

Nickelodeon (1976) es la última colaboración entre O’Neal y Bogdanovich y no deja de intentar ser un homenaje romántico  sobre los comienzos del cine y la troupe de aventureros que lo hicieron posible. Pese a que es un film reivindicable, también es cierto que suena a cosa ya vista, y tanto actor como director parecen saberlo.

Y aquí podemos trazar una línea parecida a la que el ejército alemán dibuja en Arnhem, escenario de Un puente lejano (A Bridge Too Far, Richard Attenborough, 1977), la superproducción bélica de los 70, condenada al fracaso por sus mismas dimensiones elefantiásicas, por un reparto interminable de luminarias que salen poco pero cobran mucho (Robert Redford, sin ir más lejos, debió de sacarse unos 10.000 dólares por segundo), y por una historia que no es demasiado interesante, pero si un tanto deprimente. Quince años antes, en el momento álgido de estas aventuras, quizá habría interesado ver en qué paraba aquello. En 1977, ya no.

Ryan O'Neal

Juego sucio en Las Vegas (Fever Pitch, Richard Brooks, 1985)

Hablábamos de líneas trazadas. Es aquí donde empieza el sfumato de nuestro hombre. Ocasionalmente se le ofrecen oportunidades de reengancharse al estrellato, como la olvidable continuación de Love Story (Historia de Oliver, Oliver’s Story, John Korty, 1978), donde le acompañaba Candice Bergen; un atípico reencuentro con Barbra (Combate de fondo, The Main Event, Howard Zieff, 1979), o ya en los 80, algún proyecto de enjundia con un Richard Brooks en horas bajas (Juego sucio en Las Vegas, Fever Pitch, Richard Brooks, 1985). Pero a Ryan O’Neal ya no le necesita la industria que le abrió sus puertas con la única condición de que fuera rentable. Su gesto impávido no tendrá personajes a los que acogerse en una década, los 80, más frenética o quizá más secuestrada por los esteroides. Tampoco él hará demasiados esfuerzos por volver, sumergido en un estado de tumulto vital que siempre contrastó con su gesto imperturbable, aquel que le hacía aceptar sin problemas ir de paquete en un motociclo sin control, o participando en duelos a pistola donde no tenía posibilidad alguna de ganar, o enamorándose de alguien que no estaba destinada a vivir toda la vida.

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