Pese a su calidad y a ser una de las obras claves de la ópera nacional checa de finales del siglo XIX e inicios del XX, Rusalka, de Antonin Dvořák, es una rareza en los teatros de ópera italianos. El más prestigioso coliseo de la península, el Teatro alla Scala, nunca había incluido este título en su programación hasta la presente temporada, estrenándose este junio con un especialista del repertorio checo en el foso, el director Tomáš Hanus, y una nueva puesta en escena de la realizadora siciliana Emma Dante.
El compositor de la Sinfonía del Nuevo Mundo coronó su propia parábola artística con esta obra maestra, compuesta en 1900, y estrenada en Praga en 1901, solo dos meses después de la muerte de Verdi. Rusalka se presenta como una síntesis maravillosa y vital, llena de color orquestal y palpitante de emociones, de un recorrido creativo personal, del patrimonio musical de una nación y de una entera temperie cultural. Es de hecho la llegada feliz de un recorrido de treinta años en el que el ‘Brahms eslavo’ —contrariamente al verdadero, del que era íntimo amigo— había intentado conseguir sin éxito hasta ese momento una ópera completamente lograda después de las ocho anteriores que había compuesto desde 1870.
Al mismo tiempo, la ópera exprime la vena más autentica de la inspiración de Dvořák, siempre sensible a las características de la música bohemia, con sus danzas y cantos populares y las influencias del legado wagneriano enderezado hacia una obra de arte total basada en motivos claves de la orquesta (los famosos leitmotivs) que rigen el desarrollo dramático musical.
El mito romántico del ser acuático (Rusalka, ninfa del agua) que por amor se convierte en humana, pagando un precio muy caro, ofreció a Dvořák la ocasión de poner en escena una naturaleza encantada, capaz de suscitar (gracias al excelente libreto de Jaroslav Kvapil) un mundo poblado de creaturas fantásticas. Una felicidad creativa que se traduce en una exuberante variedad de registro: alegra vitalidad, acentos dramáticos, sentimientos tiernos y apasionados, escenas cómicas y sobre todo una orquestación delicada y transparente.
Algo que se apreció en la interpretación que ofreció en la Scala el director Tomáš Hanus que según avanzaban los actos fue de menos a más. La transparencia con que el director checo presentó el preludio (donde cada leitmotiv salió perfectamente esculpido) fue algo frío, sin embargo, el motivo que representa la ninfa acuática fue ya capaz de transmitir la justa flexibilidad tímbrica y melódica exigida a la cuerda. Lo mejor fueron sin duda el segundo y el tercer acto donde el director moldeó con extraordinaria precisión los detalles de partitura gracias también a una actuación mayúscula de la Orquesta de La Scala.
El reparto siguió con precisión y profesionalidad el cauce interpretativo de Hanus. El príncipe de Dimitry Korchak resultó más interesante desde el punto de vista vocal (con una excelente expresividad en todos los registros) que desde el teatral. Algo más frágil fue el bajo Jongmin Park en el papel de Odin, el Espíritu de las Aguas, mientras que más convincentes fueron las mezzo Elena Guseva (La princesa extranjera) y Okka Von der Damerau que vistió el papel de la bruja Ježibaba. La soprano Olga Bezsmeretna encarnó la desdichada ninfa acuática Rusalka con voz clara, potente y agudos firmes, aunque resultó menos convincente y conmovedora en las páginas más líricas, como la famosa Canción a la luna del primer acto. Excelente, como siempre, la actuación del coro de la casa y de buen nivel los intérpretes secundarios.
El aspecto menos logrado fue la puesta en escena de Emma Dante que, pese a evidenciar el aspecto fantástico de la obra por medio de trajes extravagantes de Vanessa Sannino y un decorado fantasioso (ideado por Carmine Maringola), no consiguió en ningún momento transmitir, en lo visual, la magia y el encanto que se desprenden a menudo de la partitura de Dvořák. De hecho, la directora (como lamentablemente ocurre con muchos directores de escena de esta época) parece centrarse sólo en ofrecer una interpretación propia y algo escandalosa de la obra sin profundizar los aspectos dramático musicales fundamentales y sobre todo las relaciones entre texto y música. De esta forma Rusalka se convierte en un ser con tentáculos de pulpo, algo anodino en el aspecto, discapacitada y coja durante la mayor parte del espectáculo.
Por otro lado, el elemento acuático (mágico y esencial en la obra) de reduce a un charco de agua dentro en una iglesia abandonada, cuyos símbolos religiosos nada tienen a que ver con el argumento del libreto que se inspira esencialmente en La sirenita de Hans Christian Andersen y en Undine del poeta romántico alemán Friederich de la Motte Fouqué. La obsesión de Emma Dante por los aspectos antropológicos relacionados con la religión es notoria y lamentablemente nunca falta en sus espectáculos operísticos, la mayoría de las veces de forma totalmente innecesaria. Por suerte en esta ocasión la directora siciliana, a pesar de la redundancia de elementos y personajes en la escena, limitó su intervención, dejándonos una puesta en escena que, pese a los límites antes indicados, nunca resultó demasiado molesta y prevaricadora sobre la exquisita música de Dvořák.
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