Colin Trevorrow es sin ninguna duda un director de cine valiente. Hay que serlo para firmar (uso “firmar”, y no “filmar”, muy a propósito) una película como El libro secreto de Henry. Y es que Trevorrow regresa sin complejos al cine de pequeño formato con el que brilló con su ópera prima, Seguridad no garantizada, tras su muy discutible paso por el cine de gran presupuesto: Jurassic World, una propuesta aburrida que no añade nada al universo creado en su día por Steven Spielberg, y este mismo mes de septiembre Disney le despidió del rodaje de Star Wars: Episode IX. Un balance, pues, muy triste.
Su valentía es incluso mayor si analizamos lo que El libro secreto de Henry nos propone. Puede parecer una simple película dramática centrada en la relación de un niño superdotado con su vecina maltratada por su padrastro, pero bajo ese ropaje de simplicidad se esconde una apuesta furiosa y decidida por un tipo de cine que hoy en día ya no se suele practicar.
Es ese un cine en el que el relato no queda ahogado por una ampulosa sintaxis, por virtuosos planos de grúa o deslumbrantes planos-secuencia. Un cine que no está fabricado exclusivamente para que se reconozcan en él las facciones a las que va dirigido, algo que muy a menudo ocurre hoy en día con todo tipo de películas, tanto indies como mainstream. Un cine, en definitiva, nada autoconsciente de su propia existencia, nada autocomplaciente, hasta humilde, tanto que muchos lo confundirán con una película parca en ambición.
Esta singularidad convierte El libro secreto de Henry en una rareza, una película ajena a su tiempo, con un pie (o con los dos) metido de lleno en la década de los 80. De ahí rescata no pocos detalles, empezando, por si alguien tiene dudas, por un poster que imita con descaro los que Drew Struzan realizó en los 80 y que han quedado en la memoria colectiva de toda una generación.
También se puede rastrear el cine de los 80 en una delicada composición de las relaciones entre personajes, algo infrecuente hoy en día: el mejor ejemplo es la curiosa pareja que forman el niño protagonista y la mejor amiga de su madre. Ahí están también detalles tan de moda en los ochenta como la casa infantil en el bosque (muy en la línea de Cuenta conmigo) o la presentación de personajes mediante artilugios mecánicos más o menos divertidos (como en Los Goonies o en Regreso al futuro).
Pero donde la película revela su verdadera naturaleza es en la sutileza con la que aborda la cuestión del maltrato. Vivimos un tiempo en el que lo explícito es casi obligado, en el que el cine ha acostumbrado a la audiencia de todos los géneros cinematográficos –pero especialmente del fantástico– a tener que enseñarlo todo, un desastre que algún día habrá que enfrentar con decisión porque arruina en no pocas ocasiones el poder de sugestión del hecho cinematográfico. En este mundo del subrayado, El libro secreto de Henry no muestra absolutamente nada de la violencia infringida por el padrastro. No vemos signos físicos en ella, ninguno, ni un moratón, ni tampoco se nos enseña qué le hace exactamente. ¿Le pega? ¿Algo peor?
La película no se atreve a mostrar esa violencia ni de manera adyacente: hay un plano desde la casa del niño protagonista, casi una imagen espiada, en el que parece que sí vamos a verlo, pero finalmente ni a través de esa perspectiva lejana se nos muestra nada. Desde una lógica moderna sería fácil suponer que la película nos esconde algo, que hay truco, o que al final se desvelará que no hay tal maltrato. Pero El libro secreto de Henry juega en otra liga mucho más clásica donde no existe la necesidad de la sorpresa, que es otro mal endémico del cine actual que, curiosamente, colisiona frontalmente con otro: el de los tráilers que cuentan toda la película en orden cronológico de principio a fin. Advertencia: el de El libro secreto de Henry es exactamente eso, un resumen de dos minutos de todo lo que pasa en los 105 que dura la película.
Así pues, El libro secreto de Henry es una maravillosa carta de amor al cine de los 80 realizada no desde un postureo más o menos buscado, como podría ser el caso de determinadas propuestas recientes, tipo la empalagosa Super 8 o incluso Stranger Things, por mucho que la serie acabe resultando, esta sí, una experiencia bastante satisfactoria. Trevorrow lanza su misil ochentero desde unos postulados románticos, sin pretender homenajear en cada plano, sin citar, sin apelar directamente. Lo hace con su caligrafía, con la deliciosa naturalidad de sus diálogos, con un dibujo de personajes potente y cuidado, con la simpleza de un guion sin líneas dramáticas paralelas –la superposición de planos argumentales es otro bastión del cine actual casi inexistente en el ochentero.
Trevorrow no imita el cine de los años 80, simplemente ha hecho una película de los años 80. Quizás se sale de este esquema el giro que, a mitad de proyección, hace transitar la película de un género (drama) a otro (thriller). Esto sí es poco frecuente en la década de los 80 y es más moderno. Aparte de eso, El libro secreto de Henry se disfruta con emoción, principalmente por su ingenuidad argumental –en otro tipo de película, el niño protagonista tomaría cartas en el asunto de manera mucho más expeditiva–, y por su tremendo cartel interpretativo: Naomi Watts es Naomi Watts, mientras que probablemente Jacob Tremblay sea el mejor niño actor del momento y Jaeden Lieberher el segundo mejor niño actor del momento.
Y se disfruta también porque en todo momento da la sensación de ser una película bajo control, muy meditada, muy lógica en sus planteamientos argumentales. De ahí que la decisión final de la madre pueda decepcionar en un primer momento, pero en realidad es una necesaria (aunque brusca) vuelta a la realidad, que dota de sentido común a toda la propuesta, dándole esa coherencia interna que a menudo se echa en falta también en el cine actual.
El mundo necesita más películas como El libro secreto de Henry.
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