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Pinitos musicales de los sátrapas del Este

En Música 12 mayo, 2022

Óscar Carrera

Óscar Carrera

PERFIL
Solo queda una región en el mundo donde dos caballeros aún pueden batirse en duelo a causa de un versículo de Kant. Son los países del Este. Allí los valores de la vieja Europa siguen en alza, gracias a una élite política que aprecia la cultura y la impone con mano de hierro. El culto a la personalidad del déspota oriental los hace ricos en gestos simpáticos, calurosos y excéntricos hacia su pueblo, amén de ricos en general. Entre otros, echarse un cantecito.

Ya sabemos que Barack Obama, Hugo Chávez, Boris Johnson y otras celebrities del populismo se han atrevido a mostrar sus talentos en galas benéficas y programas de televisión. Silvio Berlusconi llegó a sacar en 2011 un disco de canciones de amor, True Love, que de eso sabe un rato. Pero los demagogos de nuestros días están a años luz del esplendor del mariscal Tito y sus medallas o del inefable Ceaușescu y su «cetro presidencial». Qué lejos aquel 1935, en el que Iósif Stalin, que de niño había sido la voz dorada de los coros de Gori (Georgia), se lanzaba a entonar la Internacional durante un discurso…  ¡Y ojito el que no le acompañara!

Los estados que fueron miembros de la extinta Unión Soviética siguen siendo un caldo de cultivo sin igual para dictatorzuelos de lenta maceración, aunque algunos de ellos, en la flacidez del poder absoluto, han olvidado las formas más elementales de la demagogia. Lo más parecido que encontramos en el remoto Tayikistán a ese impromptu estaliniano es al presidente Emomali Rahmon, con más de veinte años de solera, tratando de borrar de la faz de Internet un vídeo viral en el que desentonaba bajo la influencia del vodka. A Aleksandr Lukashenko, presidente de Bielorrusia y último dictador con bigote de Europa, se le puede divisar encantado de sí mismo y de su país (si es que percibe alguna diferencia entre ambos) a la hora del himno nacional. La masa que ruge con él nos impide evaluar sus habilidades.

Mejor justicia a Stalin hará un tal Saparmyrat Nyýazow, que llegó en 1985 a la presidencia de un tal Turkmenistán, puesto que no estaba dispuesto a soltar mientras viviera. Como Pol Pot y otros futuros dictadores de Asia, estudió en Europa (Leningrado), absorbió lo que pudo, falló académicamente y regresó dispuesto a modernizar lo que en su caso era básicamente una tierra de pastores nómadas. Nyýazow hizo un esfuerzo por elevar una cultura específicamente nacional, y genuinamente turkmena, sobre las dispersas tribus que merodeaban por sus llanuras. Se dio el nombre de Türkmenbaşy, ‘Cabeza de los Turkmenos’, sustituyó el cirílico por una variación del alfabeto latino, renombró los meses y los días de la semana según hipotéticos símbolos nacionales —algunos inspirados en su propia vida y la de su señora madre—, y no se olvidó de colocar su imagen en cualquier espacio libre de un país que disponía de muchos.

El Presidente Vitalicio no solo era un hombre de cultura, sino que, además, había escrito un libro. El Ruhnama, o ‘Libro del alma’, es una sorprendentemente atractiva combinación de paisaje, política, autobiografía, espiritualidad, historia mítica y turkmenismo (los turkmenos, nos cuenta, descienden directamente de Noé, que vivió hace cinco mil años). Algunos, sin embargo, cuestionan su estilo, o falta de él. Con independencia de sus méritos literarios, el Ruhnama fue decretado lectura obligada en las escuelas, las entrevistas de trabajo y el examen para el carnet de conducir… Parecería que el libro era capaz de abrir las puertas de cualquier sitio a un turkmeno: de acuerdo con su autor, hasta las del cielo se abrían para quien lo leyera a diario. Se dice, de hecho, que un ejemplar del Ruhnama orbitará por el espacio durante los próximos 150 años dentro de un cohete ruso, a la espera de que alguna civilización extraterrestre nos descubra en sus páginas. Aquí abajo compite con el Corán en las mezquitas y preside una plaza en Asjabad, la capital del país, abriéndose cada noche para exponer uno de sus pasajes de poética sabiduría.

Hasta su muerte en el año 2006, el Presidente Nyýazow siguió paladeando esa esencia turkmena que probablemente solo él entendió, amén de haciendo más o menos lo que le venía en gana sobre la tierra que le tocó en suerte, lo que incluye construir un gigantesco Disneyland de temática turkmena con su nombre, hacerse una estatua que gira con el sol, declarar el día nacional del melón o concatenar prohibiciones: las barbas, los perros callejeros por su «olor desagradable», el tabaco cuando le dio por dejar de fumar, y el circo, la ópera y el ballet por ser «poco turkmenos». (Dediquémonos a la equitación, mejor.)

También encontró espacio en su apretada agenda de autohomenajes para alguna demostración de virtuosismo musical en la televisión estatal. En el metraje que poseemos, el presidente no cambia ni el acorde de la guitarra, pero todos aplauden… Se trata de un playback evidente, por parte del mismo hombre que prohibía el lip sync en 2005. Quizá, como con el tabaco, también le dio por dejarlo…

En cualquier caso, Nyýazow nos deja claro, en unos pocos minutos, que se puede ser turkmeno y pop. Su sucesor compartirá sus aficiones, y contratará a Jennifer Lopez en 2013 para que le cante «Cumpleaños feliz». No es la única: figuras como Kanye West o Sting han actuado para los mandamases respectivos de Kazajistán y Uzbekistán, ninguno de los cuales disfruta de una reputación envidiable en materia de derechos humanos.

Con los años, los hombres de hierro que se repartían Europa del Este y Asia Central van cayendo víctimas de los nuevos tiempos y de esa rara enfermedad de los dictadores que llaman muerte en la cama. Pero el más grande se resiste todavía y siempre al invasor.

Desde hace un par de meses, no sabemos muy bien cómo encajar a Vladímir Putin. Antes nos decían que era un maestro estratega; ahora, que es un loco peligroso. Lo que más nos sorprende es cómo puede encontrar algún apoyo en el pueblo ruso. Yo se lo explicaré: por la vía de lo cool. Atento agente del KGB, Putin aprendió el arte de la propaganda de sus antiguos contratadores, prestando su torso a la publicidad y cediendo su apellido para marcas de vodka, caviar o camisetas. Llegó a mostrar su lado más simpático (incluso sonriente) con una actuación en vivo. Pero esta vez no se trataba de la vieja y corroída «Internacional», sino de una oda a la cultura yanqui: el «Blueberry Hill» de Fats Domino.

Se desconoce si el vídeo fue planeado para exhibir las dotes melódicas de Putin o para exhibir como trofeo a un dicharachero Gérard Depardieu, recién refugiado en Rusia huyendo del fisco francés. Sea como fuere, la manera verdaderamente exagerada en que el prófugo y otros asistentes «disfrutan» de la descafeinada actuación, entre risas y aplausos, nos recuerda a aquella extraña Biblia de un remoto país de Asia central cuyo estilo nadie se ha atrevido aún a criticar en público.

Ingenuos, pensamos que ese clima de Guerra Fría nos queda ya muy lejos…  Ahora todos bailamos los hits de la MTV y los anuncios de Spotify, celebrando nuestra merecida libertad con lo último que se cuece en los clubs de Brooklyn o las discos de Berlín. Tu barrio se ha vuelto «Blueberry Hill». Aplaudimos a Fats Domino, aplaudimos a Beyoncé, aplaudimos la última revelación del reggaetón puertorricense, pero eso sí: que no se nos ocurra no aplaudir.

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