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Roger Waters, arquitecto

En Música 14 febrero, 2021

Óscar Carrera

Óscar Carrera

PERFIL

Si algo hemos aprendido de Roger Waters, es que los muros siempre parecen más altos de lo que son. Tomemos el mundo trágicamente dividido de la Guerra Fría. Comprobaremos que, mientras los políticos polarizaban, el pueblo a ambos lados del Muro se reconciliaba mediante refranes, comparaciones y bromas chuscas hoy olvidados. Cuando nos asomamos al sentir cotidiano de la época, que nos pintan como paranoica y sombría, descubrimos que las masas encontraban motivos sobrados para reírse y desdramatizar todo aquello:

Se hace más operaciones de pecho que Brézhnev para colgar medallas (comparación rusa).

¿Cómo usar un plátano como brújula? Ponlo en el Muro de Berlín: la parte mordida apuntará hacia el este (chiste alemán).

Anda, hijo, que gastas menos que un ruso en catecismo (acusación de tacañería andaluza).

Aunque nunca hubiéramos visto un ruso, nos esforzábamos por introducirlos en nuestros chistes, y con eso hacíamos más por la paz mundial que aquellos políticos que, como el viejo Brézhnev, cargaban varios kilos de chatarra en la solapa.

Roger Waters, miembro fundacional de Pink Floyd, también tiró de frases hechas en su noche más original. Aunque tienda siempre al laconismo, es el inglés un idioma muy rico en expresiones creativas. Por ejemplo, donde los hispanohablantes decimos «cuando los burros vuelen» o «cuando las ranas críen pelo», los anglosajones utilizan When hell freezes over (cuando el infierno se congele) o When pigs fly (cuando los cerdos vuelen).

The Wall encarna la gran contradicción de la carrera de Waters: su quijotesca cruzada contra la mano que le da de comer.

Estas expresiones pudieron pasar por la cabeza de un inglesito como Waters, en una noche terrible de los primeros años ochenta. Un verdadero descenso a los infiernos, un arrebatador instante de lucidez, un fantasma que venía persiguiendo al cantante y bajista desde hacía varias giras.

Cuando alboreó en el horizonte, Roger comprendió: tenía que hacer un juramento para no volver a pecar. Iba a enterrar para siempre su álbum The Wall (El muro), su obra cumbre, la sublimación de todo el sufrimiento ocasionado por una educación cretina y clasista, una sociedad fría e indiferente, una industria musical caníbal y un padre fallecido en acto de servicio. Aquella obra que expuso su corazón ante el mundo, aquella que repetía como un maniático, la que había condecorado con una larga serie de secuelas… Aquella burbuja en la que se veía morir. Había que pasar página.

Roger buscó en su mente las palabras del juramento. No volveré a interpretar El Muro hasta que… hasta que… ¿…hasta que se congele el infierno? Pero Roger, como hombre culto que era, sabía que el infierno ya se congeló en la Divina comedia de Dante. ¿Hasta que los cerdos vuelen? Maldita sea… ¡Precisamente Waters es el hombre que consiguió que los cerdos volaran! Desde 1977, en homenaje a la portada del álbum Animals, los conciertos de Pink Floyd se distinguían por incluir globos hinchables de porcina silueta. Él no podía jurar por eso.

No volveré a tocar El Muro hasta que… hasta que caiga El Muro. El Muro de Berlín.

Roger Waters

Uno de los muchos cerdos fletados por Waters (año 2007).

Roger respiró profundamente. La fría luz del amanecer londinense mesaba sus cabellos. Cayó dormido con una beatífica sonrisa.

El lector se preguntará qué tenía aquel Muro para enclaustrar de tal manera a un hombre. Roger Waters fue el máximo (y casi único) responsable del álbum doble The Wall (1979) con su grupo Pink Floyd. En The Wall, el cantante y bajista reflexionaba sobre su posición a raíz del salivazo que le propinó a un fan exaltado (quien con toda probabilidad lo reflexionó también) en un momento de rabia de la gira de Animals (1977).

Representaba aquel certero gargajo la licuación de sus esperanzas, la eyección de sus sueños, el babeo de la alienación, la regurgitación espasmódica de la intragable hipocresía del negocio musical. El protagonista del álbum es Pink, álter ego de Roger que se adentra en la depresión y el delirio fascista, a causa de la muerte de un padre en la Segunda Guerra Mundial, de un sistema educativo cruel y abusivo, de una sociedad insensible donde la única salida es la erección enfermiza de una barrera metafórica entre él y el resto del mundo. Si Voltaire resignó a los suyos a cultivar cada uno su jardín, Waters propondrá un muy británico muro.

The Wall encarna la gran contradicción de la carrera de Waters: su quijotesca cruzada contra la mano que le da de comer, la industria de la canción, en forma de álbumes superventas que alienan más y más al sensible tiburón. Es un círculo vicioso. Sin duda, la elaboración de The Wall fue el más explícito de sus desahogos, pero las giras faraónicas que siguieron rompían con la filosofía. Película (de Alan Parker) en 1982, merchandising, secuela, documental… Para ser un disco antisistema, sigue un patrón comercial bastante conocido. Roger tira ladrillos sobre su propio tejado. Ungido, se «sacrifica» en el seno de la industria para que otros puedan contemplar lo vil y descarnada que es. Cada noche regresa con el corazón vaciado y los bolsillos llenos.

Unos años después, Pink Floyd publicaba una especie de continuación, The Final Cut (1983), con críticas y ventas más moderadas. Llegado el momento, Roger resolvió que tenía que cortar por lo sano. En su noche más oscura, juró que no volvería a construir su Muro hasta que no cayera el de Berlín.

Roger Waters

Sin embargo, sospechamos que en la década siguiente deseó más de una vez volver a denunciar el sistema: poner el dedo en sus llagas, ser el gran salivajo del rock. Sobre todo cuando el éxito crítico y de masas dejó de sonreírle, merced a placas altamente idiosincráticas como The Pros and Cons of Hitch Hiking (1984), los pensamientos en tiempo real de un hombre casado sobre ligarse a la autoestopista que acaba de recoger, o Radio K.A.O.S. (1987), denuncia del monetarismo acerca de un discapacitado mutante que puede “sintonizar” su mente con las ondas de la radio. Pero Roger tenía un juramento que cumplir.

Hasta que cayó el Muro de Berlín. El 21 de julio de 1990, ocho meses después del acontecimiento, tenía lugar en la antigua tierra de nadie entre las dos Alemanias uno de los shows más majestuosos de la historia, con la colaboración de Scorpions, Van Morrison, Bryan Adams, Joni Mitchell, Sinéad O’Connor, Cyndi Lauper o el coro del Ejército Rojo. The Wall – Live in Berlin deja claro que su protagonista le tenía infinitas ganas. Cualquiera diría que había orquestado él solito el colapso del bloque soviético para quedarse a gusto…

En aquella ocasión sólo ofreció un concierto; la mera idea de prolongarlo le parecía redundante. Una celebración entusiasta de la libertad, una noche sin solución de continuidad.

Era el espíritu de los tiempos. Autores como Francis Fukuyama proclamaban a gritos “el fin de la historia”: la rendición de las ideologías al liberalismo político y económico. A la larga —sostenían los nuevos profetas— desaparecerían las guerras, las persecuciones, las crisis, los funestos avatares del intervencionismo estatal que nutren los libros de historia. Sin duda, Waters cayó presa del neoliberalismo imperante sin saberlo. Su Muro, como la Historia misma, quedó hecho un puñado de ruinas.

En 2010 la cosa era bien distinta. Una crisis financiera azotaba el globo. El espectro político se empezaba a extremar. Todos nos depauperábamos. El mundo volvía a trepidar, y de algún modo, Roger Waters se había dado cuenta de que esto iba a ocurrir. Se dice que Roger llevaba varios años planeando su majestuosa gira de 2010. La idea pudo llegarle en su visita a Israel en 2006, cuando nadie sabía aún de la crisis inminente.

¿Nadie…? Quizá Roger no supiera qué fue exactamente lo que le condujo a engrasar la maquinaria de una gira que duraría varios años, pero algo había captado en el espíritu de los tiempos. La misma intuición que treinta años antes le llevara a jurar que sólo desempolvaría su obra maestra si la historia daba un giro de timón.

Esta vez, como global era la catástrofe, tuvo que patearse el globo.

Roger Waters

Habían pasado 20 años justos desde que The Wall saliera a escena por última vez. Roger no reparó en gastos. Desde la avioneta que se estrellaba contra el escenario al empezar hasta la lluvia final de pirotecnia y papel, el desmesurado presupuesto de The Wall Live (2010-2013) sólo se vio superado por los dividendos, los mayores para un tour de un artista en solitario hasta entonces.

Sobre el escenario, marionetas gigantes y un muro que era construido y después demolido. Pero ese muro ya no simbolizaba los mataderos de la industria musical o la mortecina Inglaterra de posguerra en la que se criara Roger Waters. El Muro era ya cualquier Muro. Su autor lo describía como pensativo, vitalista, ecuménico, humano, amoroso, anti-guerra, anti-colonial, pro-acceso universal a la ley, pro-libertad, pro-colaboración, pro-diálogo, pro-paz, anti-autoritario, anti-fascista, anti-apartheid, anti-dogma, internacional en espíritu, musical y satírico.

Sobre los ladrillos se proyectaban fotos de víctimas de conflictos bélicos, mientras un coro local de niñas (siempre de raza mixta) bailaba por la universalidad humana. En las entrevistas, el británico llamaba al boicot a Israel y a la soberanía de las Malvinas.

Al acabar la gira, que duró tres años, Roger Waters declaró —¿por tercera vez en su carrera?— que no habría más conciertos de The Wall. La pregunta era, más bien, qué le motivó a retomarlos. ¿Simplemente la fama y la gloria? ¿O no podía soportar ver cómo el mundo a su alrededor se llenaba de muros? La vez anterior tenía una excusa, la caída del bloque soviético… ¿Y ahora?

Se le pueden reprochar muchas cosas a Roger Waters (desde luego, no ser un mal letrista ni un mal compositor). No es el abuelo underground que todos desearíamos. No va a inspirar la salvación del mundo. Descuiden, la pintada que lo cita en la célebre barrera de Gaza la grafiteó él (ver foto). Pero sin duda refleja bien la paradójica condición humana, tanto en su obra como en su vida.

Roger Waters

Ahora vivimos la sensación opuesta a esos felices noventa en los que el mundo se reunificó. Hoy nos parece que todo es cambio. Viajamos a la deriva y el futuro se ha vuelto sumamente incierto. Para muchos fue consoladora, en los inicios de aquella recesión, la imagen de un dinosaurio del rock que continuaba haciendo lo mismo de siempre. Construyendo su Muro cada mañana, derribándolo antes de acostarse. Como diría Mircea Eliade, el eterno retorno del ritual ofreció solaz contra la angustia del devenir. De ahí el tremendo éxito de su gira, superior a cualquier otro músico en solitario.

Los imperios nacen y mueren. Las crisis detonan de un día para otro. Pero, en el momento adecuado, Roger Waters aparecerá en el estadio de tu ciudad, desgañitándose con las mismas melodías, erigiendo y derruyendo su pequeño Muro, símbolo de todos, arriba, abajo, abajo, arriba, una noche sí, la otra también.

Este nuevo Sísifo, de gira con su roca, les arrebata hoy los chistes a Nixon y Brézhnev:

Tras un accidente de carretera, los actuales miembros de Pink Floyd se encuentran a las puertas del cielo. San Pedro se emociona al verlos: «Pero si son Pink Floyd… ¡Qué ganas teníamos de que llegarais! El cielo es un lugar estupendo para los músicos. Incluso tenemos nuestra propia banda, con Elvis a la voz, Hendrix a la guitarra, Sinatra al piano y Roger Waters encargado de las letras».

Gilmour responde: «¿Pero Roger está aquí? ¿Cuándo murió?».

San Pedro se inclina para susurrarle al oído: «En realidad solo es Dios… Pero el pobre se cree que es Roger Waters».

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