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El presente invasivo

En Cultura 4 noviembre, 2023

Óscar Carrera

Óscar Carrera

PERFIL

En estos tiempos que corren, existe como cierto placer en destacar lo nuevas que son las cosas. En concreto, lo recientes que son los dogmas, teorías y prácticas de tradiciones, escuelas y doctrinas que se proclaman milenarias. Este análisis encaja con la adicción a la novedad que surca nuestra efervescente sociedad, por lo que hay que tomarlo siempre cum grano salis [expresión latina que algunos remontan a Plinio el Viejo, pero que transparenta la gramática de las lenguas europeas modernas]. A veces esta obsesión por ver las cosas nuevas, o renovadas, llega a darnos la impresión de que nada se transmite de siglo a siglo a través de una cultura, sino que todo son añadidos de última hora cubiertos de un falso barniz de atemporalidad.

Es cierto que, para que una tradición continúe siendo relevante a través de los tiempos, ha de experimentar reformulaciones periódicas. Transformaciones más o menos profundas que la sincronicen con los desarrollos de las esferas paralelas del saber y la técnica, que la amisten con la sensibilidad general. Estudios desapasionados sugieren que tanto el yoga de los maestros hindúes como el mindfulness de los budistas, el chi kung practicado por los chinos, la imagen de Jesús de muchos cristianos o el islamismo son, en sus formas actuales, productos difíciles de concebir antes del siglo XIX. Sin embargo, sus defensores sostienen que se pierden en las centurias, como lo que hoy llamamos flamenco, que sería inimaginable sin el tráfago del puerto de Cádiz decimonónico y el romanticismo de las élites europeas y norteamericanas, a quienes fue exportado sin dilación, mientras luchaba por ganarse el respeto de su tierra. [La primera mujer filmada con una cámara Edison fue la «bailaora» almeriense Carmencita, que vivía en Estados Unidos en 1894. Lo que baila en el fragmento dista, claro, del actual canon flamenco].

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Carmencita (William Kennedy Dickson, 1894).

Tenemos la manía de proyectar aquello que nos habla, aquello que nos resulta significativo –y que por eso mismo ha tenido que adaptarse al mundo en el que vivimos, a riesgo de perecer– sobre tiempos en los que difícilmente nos reconoceríamos. Pocos quieren sufrir en sus carnes un sistema político medieval, o las técnicas médicas de la Antigüedad, o el peso de una sociedad estamental, guerrera o esclavista, pero todos queremos pensar que su cultura, en algunos aspectos inocuos (o que hoy nos resultan inocuos), se ha mantenido inmutable, impertérrita ante los cambios que afectaban a todo lo demás.

Es muy fácil pensar así, debido a la dichosa finitud de la vida humana. Si a mí, que nací en 1992, me cuentan que este vestido, esa receta de cocina o aquella ceremonia provienen de la antigua Unión Soviética (extinta en 1991) puedo creérmelo igual que si me dicen que se remonta al Imperio romano. Porque mi vida, en cierto sentido, es equidistante tanto a los sóviets de Stalin como a las legiones de Augusto. Yo existía tanto, o tan poco, o tan nada, en un tiempo como en el otro. Cualquier cosa que me anteceda, aunque tenga su origen en la generación de mis padres o de mis abuelos, se me puede presentar como un vestigio de tiempos remotos.

Hoy conocemos un arco histórico más amplio y disponemos de técnicas para recabar información más rigurosas que nunca antes. Quizá por ello disfrutamos señalando el cambio tras las apariencias de estabilidad, la fragilidad tras la fingida solidez, la pluralidad intestina de los monolitos, hasta extremos a veces desbocados. Pero estas herramientas no han estado a disposición de la mayoría de los seres humanos que han pisado esta tierra, para quienes la historia era lo que para nosotros hoy son la fábula o el mito.

Ellos solían creer que el mundo que conocían se extendía indefinidamente hacia el pasado y hacia el futuro, con cambios de forma pero no de fondo. El arte sacro, que suele representar tiempos antiguos, da fe de esta inclinación semiconsciente: la madre de Jesús aparece como una mujer del barroco, Buda como un hombre de ojos rasgados y Babilonia como un burgo europeo. Por eso, cuando leemos lo que los Antiguos tenían que decir sobre el Apocalipsis o  el fin de este ciclo cósmico, no dejamos de encontrar referencias a un mundo que nos resulta lejano y casi indescifrable: en lugar de ascender hacia el futuro (del que nosotros estamos, en teoría, más cerca que ellos), las predicciones de los Homo sapiens del pasado nos remontan automáticamente a ese pasado en el que se emitieron.

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Cuanto más lejana la fecha de una predicción, antes caducará esta: si es fácil adivinar que las personas de 2030 seguirán utilizando ordenadores y automóviles (con suerte, eléctricos), pocos pondrían la mano sobre el fuego con relación al año 4000. Cuentan, por ejemplo, que San Vicente Ferrer profetizó que cuando los hombres vistieran como mujeres y las mujeres como hombres se acabaría el mundo, lo cual podría referirse a nuestra época de creciente tolerancia con la transexualidad o el travestismo [hay razones para pensar que la predicción es una falsificación contemporánea destinada a combatir estos «males» ya visibilizados en nuestra sociedad].

En una cosa acertaron San Vicente o sus hagiógrafos: en que la mayoría no nos daríamos cuenta de que vestir con ropas impropias para unos géneros definidos en una sociedad histórica dada era un signo ominoso. Tampoco se dieron cuenta los hombres en Escocia o Myanmar que llevan falda desde hace siglos [aunque quizá siglos más recientes que San Vicente].

Cuanto más nos remontemos al pasado o al futuro, menos materiales poseemos para hacernos una imagen fidedigna y más tenemos que rellenar los huecos con nuestra imaginación y valores contemporáneos. Por eso, cuanto más nos distanciemos del presente, más hablamos del presente. Mucho más, desde luego, que el comentario técnico a los detalles de la actualidad, que no sobrevive ni de un día para otro: que es demasiado paticorto como para saltar de un presente a otro.

 

¿Quién eres tú, lector, que dentro de cien años leerás mis versos?

No puedo enviarte ni una flor de esta guirnalda de primavera, ni un solo rayo de oro de esa nube remota. 

Abre tus puertas y mira a lo lejos. 

En tu florido jardín recoge los perfumados recuerdos de las flores, hoy marchitas, de hace cien años. 

Y te deseo que sientas, en la alegría de tu corazón, la viva alegría que floreció una mañana de primavera, cuya voz feliz canta a través de cien años.

Rabindranath Tagore, poeta bengalí, 1913 [tr. de A. Navarro]

Armados de sus reglas y preceptos

muchos condenan mis versos. 

No los escribo para ellos: 

para esa alma gemela de la mía 

que ha de nacer mañana, los escribo. 

El tiempo es largo y ancho el mundo.

Bhavabhuti, poeta de la corte de Kannauj, siglo VIII [tr. de Octavio Paz]

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