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Nuestro miedo ya estaba ahí

En Música 18 marzo, 2020

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Llevamos días viviendo cosas que nunca imaginamos. La realidad nos desborda. Nadie parece estar en condiciones de avanzar cuándo ni cómo acabará todo esto, y los que nos dedicamos a ganarnos la vida escribiendo sobre música pop nos sentimos tremendamente insignificantes ante el papelón que se nos viene a todos encima encima.

La cultura parece ahora mismo algo más secundario que nunca. Sin embargo, si convenimos que el arte es no solo una imitación de la realidad, sino un fiel reflejo de esta y a la vez un radar que no deberíamos desestimar por su capacidad para anticipar ciertos fenómenos, la cuarentena —perdonen el infortunado chiste— que le aplicamos ahora a cualquier manifestación creativa podría ponerse en cuestión.

Gobernar es tarea de los gobernantes, componer es trabajo de los músicos, dirigir películas es la ocupación de los cineastas. Etcétera. De acuerdo. Pero ni los primeros son tan diestros (lo estamos viendo) como para embridar situaciones que desbordan al más acendrado de los científicos ni los artistas son seres tan carentes de olfato como para no plasmar, incluso anticipar, el signo de los tiempos que nos están tocando en suerte.

Otra lanza en favor de algo ahora tan aparentemente intrascendente como la música: ¿hay mejor catalizador del empeño colectivo por salir adelante que esas canciones —himnos, cantatas, arias, hasta pasodobles— que todos estamos escuchando desde los balcones de las ciudades de Corea del Sur, Italia o aquí mismo, en España?

Lo que estamos viviendo estos días con la plaga del coronavirus tiene pinta de profecía autocumplida. Con ella damos un paso más en la profundización de la cultura del miedo, que es santo y seña de lo que llevamos de siglo. Votamos a quienes nos prometen librarnos de quienes nos inspiran —con razón, en la mayoría de casos— más miedo. Por temor a que vengan los otros. No con ilusión por una alternativa real. Los propios debates electorales son un juego en el que se valora más el no perder que la posibilidad real de ganar.

Nos aferramos al virgencita, que me quede como estoy tras una década de recortes que nos han dejado tiritando, con la clase media en los mismos huesos, pero ahíta en su propio conformismo cortoplacista. Nos pueden tocar muchas cosas, claro, pero la cerveza, la paella y el partido del domingo son sagrados. Las escenas que hemos visto estos días en nuestros supermercados son la plasmación de nuestro egoísmo, el sálvese quien pueda sin mirar atrás. Lo que se ha visto en la frontera entre Turquía y Grecia, otro tanto. No estamos tan lejos. Piénsenlo.

El miedo es más contagioso que cualquier virus. Como si fuéramos una metáfora de esa carencia mundial de jugadores de fútbol con capacidad de desborde (y los pocos que lo tienen, como Neymar, son tan extremadamente niñatos, estúpidos, egoístas y narcisistas como corresponde a los tiempos que corren), apenas hay hueco para que prosperen las estrategias audaces.

terror

El 4-4-2 se acaba imponiendo a cualquier disposición algo más ofensiva, incluso para quien va por la vida alardeando de ser más cruyffista que el propio Cruyff. Las tácticas futbolísticas de laboratorio, férreamente implantadas en un fútbol más físico que nunca, ahogan cualquier atisbo de genialidad individual de la misma manera que los reglamentos, las llamadas a la disciplina de grupo y las farragosas burocracias acotan el poder de decisión de los políticos o el de cualquiera de nosotros como simples ciudadanos. Malos tiempos para los versos sueltos. Muy chungo lo tienen los valientes.

Llevamos tanto tiempo entretenidos con nuestras distopías favoritas que no nos dimos cuenta de que algunas de ellas ya estaban aquí, a la vuelta de la esquina. Así que no nos quedó más remedio que pasar de comer palomitas ante el televisor (o el PC) a guardar un aplicado confinamiento, similar al que ya hemos visto tantas veces en una pequeña pantalla. Solo que esta vez no es ficción. Es real.

Prácticamente sin tiempo para asumir que la estrella virtual del pop que daba réplica a Miley Cyrus en un capítulo de la última temporada de Black Mirror es tan real como Hatsune Miku, el holograma que llena ahora pabellones deportivos y estadios en todo el mundo, somos víctimas reales de una pandemia que (crucemos con fuerza los dedos para equivocarnos) no será la última en mucho tiempo. En tiempos de Brexit, populismos xenófobos, revueltas de masas impredecibles, repliegues geoestratégicos para blindar fronteras y líderes tan absolutamente inenarrables como Donald Trump o Boris Johnson, ya no nos parece tan descabellado lo que se nos contaba en «The National Anthem» (piedra de toque de Black Mirror), ni lo que reflejan series como Years and Years, Dark , Sense 8 y tantas otras. Solo faltaba ya el rescate de pelis como Estallido (1995) o Virus (2013) para tener la ensalada completa.

¿Es casualidad que Joker o Parásitos hayan sido las dos películas más aclamadas de 2019? ¿Lo es que gran parte de la música pop y rock más excitante de ahora provenga de músicos desclasados con tanta rabia por mascullar como Kate Tempest, Sleaford Mods, Idles, Shame o Fat White Family, sobre cuyas canciones también sobrevuela la pulverización de estereotipos de género que propone el movimiento más transformador de los últimos años, la cuarta ola feminista?

¿Es baladí que algunos de los mejores discos de las últimas temporadas (generalmente despachados por mujeres: US Girls, Grimes, St Vincent, FKA Twigs) lidien con los fantasmas de la dependencia tecnológica que a todos nos tiene acogotados, tan incapaces de levantar la vista de nuestras pantallas como de dejar de mirarnos el ombligo contando nuestros likes y ensayando nuestra mejor sonrisa para nuestros puñeteros selfies?

¿No hay una relación de causalidad evidente entre todo lo que vivimos en los últimos tiempos y el hecho de que casi todas las grandes estrellas pop surgidas esta última década —Lana del Rey, Lorde, Billie Eilish, los cachorros del trap, ya sea en su versión emo o en la más convencional— muestren abiertamente un malestar que ya tienen somatizado, como si les viniera de serie, y que orbita alrededor de la depresión, los complejos, el abuso, la enfermedad o la muerte? Tanto es así que la desafiante confianza en sí mismos y el talante celebratorio que mostraban Madonna, Prince o Michael Jackson son los que nos parecen ya absolutamente irreales.

Uno recuerda, cuando era un chaval, en aquellos tiempos de indie llorón y conmiserativo, que los músicos con los que creció se fustigaban por amores no correspondidos. Aquella aflicción es un chiste en comparación con la sima emocional que embarga a la mayoría de músicos que hoy en día marcan tendencia. Aquel optimismo post caída del Muro, cuando todo parecía posible y la música plasmaba el trazo multicolor de una nueva y alegre lisergia, aquella borrachera de euforia que marcó gran parte de la música de los noventa, es historia lejana.

Son tiempos jodidos, sí. Pero observarlos, y tratar de entenderlos, al menos mientras podamos, sigue siendo apasionante. Y cuando toda esta locura haya pasado y salgamos por fin de nuestras casas, quizá apreciemos que el dinosaurio de nuestros miedos, en realidad, ya estaba ahí bastante antes de que el virus llegara.

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