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No hables de futuro, es una ilusión

En Música miércoles, 19 de febrero de 2025

Carlos Pérez de Ziriza

Carlos Pérez de Ziriza

PERFIL

Recuerdo lo mucho que algunos le afeaban a Simon Reynolds (Londres, 1963) que sacara a colación a Derrida, a Deleuze o a Guattari cuando abordaba la música de nuestro tiempo. ¿Era necesario mezclarla con la filosofía?, se preguntaban. ¿Es preciso hacerse tales pajas mentales en lugar de simplemente disfrutar? Esto ocurría poco antes de que publicase Retromanía: La adicción del pop a su propio pasado (2012), uno de los ensayos más lúcidos en torno a la música pop de la primera década de nuestro siglo. Entiendo las objeciones, pero hay que reconocer que no hay un crítico más perspicaz, agudo y brillante a la hora de diseccionar las últimas tres décadas (quizá cuatro) del devenir de la música popular. Al menos por lo que respecta a sus mutaciones más audaces.

Lo pienso sin ninguna reserva tras haber leído el reciente Futuromanía. Sueños eléctricos, máquinas deseantes y la música del mañana… hoy (2024). Es como el tercer vértice de una trilogía imprescindible, junto a Energy Flash: Un viaje a través de la música rave y la cultura de baile (originalmente publicado en 1998 pero actualizado y traducido al castellano en 2014: para mí es lo mejor que ha escrito nunca) y el ya mentado Retromanía (2012), del cual es como su reverso: todo lo que en aquel era pesadumbre ante un panorama anclado en el reciclaje y el revival, como si la música pop hubiera llegado a un punto de evolución cero, en este se torna en un muy matizado optimismo ante lo que los últimos quince años nos han dado: una mayor audacia a la hora de emborronar las fronteras genéricas, un compromiso mucho más claro con posicionamientos de clase, raza o género y la presencia determinante del auto-tune, que se ha revelado como una herramienta creativa excepcional cuando se usa con fines éticos y estéticos, y no como un mero corrector de voz. Habrá una vieja guardia rockista que no comulgará con tal argumento, pero el capítulo que le dedica es impecable. 

Paradójicamente, y es algo que también apunta, el contraste entre una música más híbrida, compleja, heterodoxa, desafiante, escasamente normativa y más deslocalizada que nunca es enorme respecto al contexto político en el que se inscribe, marcado por una regresión neopopulista de tinte abiertamente neofacha (las cosas como son) que nos retrotrae a lo más oscuro del siglo XX. Pocas veces la música es tan avanzada y la política tan regresiva. Si alguna vez imaginamos que en 2025 los coches volarían, no vimos venir que sería precisamente un empresario del sector quien exploraría el espacio exterior en compañía de una élite tecnócrata que ahora está por la labor de cercenar la diferencia. Cualquier diferencia. Ya casi nadie escribe novelas ni diseña películas ambientadas en 2001 o en 2046, quizá porque nadie ve apetecible el futuro. Las series distópicas no explicitan su año, porque saben perfectamente que puede ser mañana.

futuro

Lo que más me gusta de Futuromanía (2024), que está compuesto —por cierto— de artículos que fueron (casi todos) ya publicados con anterioridad en diversos medios, es la habilidad del autor para trazar los rastros del pasado en el presente, incluso cuando hablamos de corrientes subterráneas. La forma en la que explica cómo la IDM (Intelligent Dance Music) de los noventa se filtra en los discos de Actress y Oneohtrix Point Never, cómo la sombra de Burial se cierne sobre el cloud rap de los 2010 y en algunas piezas de Jamie XX, cómo hay toda una corriente de denostados – por la crítica – dioses de los sintetizadores (Jean Michel Jarre, sin ir más lejos) cuyos preceptos fueron reformulados (junto a los de bandas como Tangerine Dream) por proyectos como M83, o cómo el space disco de músicos noruegos de nuestro tiempo como Lindstrøm tomó buena nota de los hallazgos de DJs como Danielle Baldelli en la costa del Adriático en los años setenta. Muchas veces no son los dictados más cool, sino lo más arrumbados por los conoisseurs, los que resurgen con fuerza, y esa bendita imprevisibilidad de las modas y tendencias es una de las fuerzas motrices más refrescantes de la música pop. La que también abre el apetito por un futuro que siempre se alimenta del pasado. Cualquier supuesta horterada pretérita puede ser lo más guay del presente.

También nos cuenta muy bien cómo la herencia de Giorgio Moroder, crucial en esa “I Feel Love” (Donna Summer, 1977) que aún suena —milagrosamente— a futuro, fue recogida brillantemente por Daft Punk en una canción de Random Access Memories (2013) que moldeó la arcilla de una entrevista con el músico italoaustriaco porque ambos sabían que no valía la pena intentar llegar más lejos (recordemos que es el disco “orgánico” de los galos). O cómo el legado de los sintetizadores grandilocuentes de los setenta resurgió con grupos como The Orb en pleno auge del primer chill out cuando amanecían los noventa. O por qué hay que reivindicar a la Yellow Magic Orchestra de Sakamoto como pivote esencial del techno y la música electrónica, aunque solo nos acordemos de Kraftwerk, Düsseldorf, Colonia o Detroit. O cómo el maximalismo digital de la EDM (se nota que vive en EE.UU.) se ha visto últimamente contrapesado por el minimalismo íntimo del resurgir de la new age y el yacht rock, estilos apreciados por las camadas del chillwave y el vaporwave de principios de los 2010.

Kraftwerk

Por el camino, Reynolds cita a insignes colegas: su amigo Mark Fisher pero también Lester Bangs, Nik Cohn o Kodwo Eshun. Acuña el término de conceptrónica (recordemos que lo de post rock es suyo) para aludir a Holly Herndon, Arca y otros artistas electrónicos que exponen su corporalidad como contraste con el viejo deseo de anonimidad de la electrónica anterior, para manifestar sin ambages su sexualidad y su singularidad. Y traza una línea divisoria —aunque esto ya lo había hecho— entre la música electrónica anterior a 1992 y la posterior: el incremento de los bpms, la impureza de las drogas, el baile más marcial que comunitario, algo que personalmente me recuerda la primera vez que pisé la discoteca Barraca, justo en paralelo a aquel cambio de paradigma británico, pero a miles de kilómetros de distancia, una noche de junio del 92, y la impresión que me llevé de estar adentrándome en otro mundo, muy distinto al que hasta entonces había pisado, que me resultaba muy ajeno. También es verdad que entonces no había cumplido ni los 19 años.

Me hubiera gustado preguntarle a Simon Reynolds por qué cuando dedica tantas páginas al fenómeno del drum’n’bass y el jungle no lo ha conectado con el imponente revival del que hoy en día están gozando esos sonidos por parte de músicos de lo más variopinto (quizá lo haya hecho en algún texto no incluido en el libro), pero no he tenido ocasión de entrevistarle porque, tal y como me dijo él mismo, ha cerrado ya la ronda promocional —solo tres medios españoles, me dijeron luego de su editorial— para dedicarse en cuerpo y alma a otro libro. En cualquier caso, siempre vale (mucho) la pena leer al hombre que es capaz de decirte que el impacto de Kraftwerk es “más profundo y duradero” que el de los Beatles y además argumentártelo.

Foto de portada: Grimes en el Guggenheim Museum de Nueva York, por Benjamin Lozovsky.

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