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Cultura

Azar, carácter y destino: «La memoria del alambre» de Bárbara Blasco

En Hermosos y malditas, Cultura 22 febrero, 2022

Jesús García Cívico

Jesús García Cívico

PERFIL

Para Wilhelm Dilthey ­–quien sostenía que la poesía era una herramienta esencial para la interpretación y la comprensión de la realidad– la vida era una misteriosa trama de azar, destino, carácter. Creo que esa misma tríada ­–azar, destino y carácter– se corresponde casualmente con el itinerario de la temática novelesca de Bárbara Blasco (Valencia, 1972), una escritora consciente, como Dilthey, de la fabulosa capacidad de la escritura para ordenar y proponer sentido a la vida.

Efectivamente, el azar (el tarot como tropo) planeaba sobre su primera novela, Suerte (Che Books, 2013), la reconstrucción del destino individual a partir de los caprichos, reticencias y limitaciones de la memoria era, en gran medida el leit motiv de la segunda, La memoria del alambre (Che Books, 2018) mientras que un carácter heterodoxo (forjado en una particular relación con la enfermedad) constituía, según lo veo, la trama de Dicen los síntomas, la novela con la que obtuvo el premio Tusquets.

Estos días se reedita felizmente La memoria del alambre (Tusquets, 2022) un magnífico título en línea con la pericia de la autora para manejarse con las metáforas que remite a la hermosa, pero en algún punto improbable, posibilidad de la reconstrucción personal y que supone una estupenda oportunidad para regresar a la que tengo por una de las escritoras más sólidas del panorama actual.

Bárbara Blasco

Tomadas en conjunto (por ejemplo, a través de una lectura continuada en sentido cronológico) las tres novelas de Bárbara Blasco permiten no tanto la comprobación del crecimiento formal (algunos de los primeros lectores de Suerte ya intuían que estaban ante una gran escritora) o la perfección del estilo, sino la fidelidad a una serie de temas y, sobre todo, la honesta actitud ante ellos.

La restauración de un equilibrio personal como anti-Bildung Roman, la mirada interior, la extrañeza que produce el propio pasado, la compunción identitaria, el resentimiento activado por acontecimientos que escapan a nuestro control, el hallazgo de la pureza allá donde nadie espera encontrarla o la vulnerabilidad (ligada ora a la enfermedad, ora a la precariedad ante un pendenciero orden económico social y moral) son los temas que, en relación con el azar, el destino y el carácter, conforman, según lo veo, el rico trasfondo de la narrativa de Bárbara Blasco.

Si en Suerte la rutina devenía inasumible (la degeneración de la convencionalidad, las zonas de sombra de la respetabilidad del representante de la academia) y en Dicen los síntomas la elección del nombre de Virginia se podía leer como otra apelación tanto al pasmo con que observamos los hechos del pasado (una secularización del pecado original) como a los problemas que tienen que ver con la pérdida y retención de la pureza, las tres novelas de Bárbara Blasco, con toda su abrumadora desenvoltura para la reflexión psicológica, profundizan en esa peligrosa cualidad que Jonathan Franzen vinculó con el desencantado destino de los deseos de transformación en dos planos convergentes: el social o colectivo y el personal o individual.

La tríada azar, destino y carácter se corresponde casualmente con el itinerario de la temática novelesca de Bárbara Blasco.

Pero el interés por la pureza de Blasco no apunta a la decepción colectiva, sino que el impacto del desencanto, el aprendizaje de la decepción individual la aproximaba más una amplia estela de esos autores de los noventa, de Richard Ford a Birgit Vanderbeke (dos polos alejados y muy distintos en cuanto a su trascendencia y calidad) muy hábiles a la hora de decir lo universal a partir de una lucidez aparentemente encerrada en un cosmos íntimo y personal. En ese abandono de lo político se percibía, por otro lado, la huella postmoderna de cierto nihilismo (el descrédito o al menos la desconfianza de la verdad es una marca de nacimiento de la generación de los 70) pero también la orfandad en relación con referentes fuertes (familiares y literarios), no solo de figuras de autoridad (o intelectual, si se quiere así) sino de los propios fundamentos de nuestra ontología (la salud, el problema de los límites del tiempo tan distintos a los precisos límites del espacio: una ciudad, una calle, un bar).

La decepción o el descrédito frente a las promesas de movilidad social, democracia y progreso de los 80 (avaladas por un fiador tan unreliable como la zigzagueante política europea) es parte del subtexto de su trilogía. En relación con ello, creo que fue en La mélancolie démocratique, donde el ensayista francés Pascal Bruckner comparaba el doble fenómeno de la decepción ante la democracia en los países más avanzados y la esperanza depositada en ellas por los zonas pobres e inestables del planeta, con el cantante (como la protagonista de La memoria del alambre) que ya démodé en su país, mediante giras internacionales, reinicia su carrera artística ante otros públicos.

Bárbara Blasco

La melancolía según Degas.

Precisamente, uno de los hallazgos en la cuidada estructura de esta reeditada La memoria del alambre descansa en el juego con lo original (la primera vez que suceden las cosas) y su repetición imposible, tal como se expresa en la trama por la que la protagonista gira (con toda la polivalencia del verbo) como el cantante de Bruckner en improbables localizaciones con su grupo de versiones. No solo hay una ruptura con «lo original», sino que muchas de las quiebras internas (la tensión entre oportunidad y experiencia) se dan en ese ámbito más profundo que tiene que ver, por acudir al célebre título de Clement Rosset, con lo real y su doble.

El juego de la comparación entre lo real y su doble podría continuar con la comparación entre el original (La memoria del alambre, Che Books, 2018) y el doble (La memoria del alambre, Tusquets, 2022). Si uno las repasa párrafo a párrafo, observa una leve depuración formal relativa a la sintaxis, una permuta ligera en el orden de la descripción colorista (los años 80 en Valencia) de las primeras páginas, una revisión de los verbos del habla, la importancia del anuncio (ahora en versalita) «Fin del mundo conocido». Todo ello corrobora la idea de que Bárbara Blasco era desde el principio una escritora natural pero minuciosa. ¡Cualquier otro escritor habría intervenido mucho más en la reedición!

Si volvemos al pasado (el vaivén cronológico es otro rasgo de la escritura de Blasco), los que celebramos su merecido premio Tusquets (una suerte de aristocracia literaria, con todo lo bueno y lo malo que tiene la nobleza) encontramos en Dicen los síntomas la conexión con una dilatadísima corriente de fondo (de Thomas Mann al William Styron de Esa visible oscuridad, de Max Blecher a Hernán Bravo Varela, el autor de Historia de mi hígado y otros ensayos): el cuerpo como realidad primeriza desde la que se elabora y reelabora la relación del sujeto con el mundo ¿no es el cuerpo la base donde se inscriben la huella de lo real?, ¿no es siempre el cuerpo el lugar de los síntomas?

Dicen los síntomas: cáncer como metonimia de la enfermedad; enfermedad física como metáfora de un sentimiento para el que el idioma castellano no encontró un adjetivo específico y que se despierta en el intersticio entre la decepción del mundo circundante, proferición del te-amo como síntoma (Fragmentos del discurso amoroso de Roland Barthes), rencor para con uno mismo y, a contracorriente, la esperanza boqueando sumergida en un tipo muy concreto de dolor. Hace unos años, se puso de moda una literatura ensayística sobre el cuerpo a partir de la confrontación entre la relectura de la idea del cuerpo sin órganos (Deleuze) y las metáforas sociopolíticas de Slavoj Žižek (los órganos sin cuerpo), la actualidad del cuerpo (social) y sus síntomas. Tampoco es descartable que el hallazgo del excelente y oportuno título (Dicen los síntomas) simplemente fuera una prueba bien del azar, bien del inteligente carácter de la autora para conectar, anticipándolas, sensibilidades y coincidencias que todavía nadie ha podido ver.

Bárbara Blasco

The Psychedelic Furs: el hermoso sonido de la angustia existencial.

Nunca he sido partidario de etiquetar la literatura sobre el eje de lo femenino y de lo masculino (mis escritores preferidos siempre fueron mujeres: de Mary Shelley a Daphne du Murier, de Grace Paley a A. M. Homes y no creo en la etiqueta «literatura femenina»), en todo caso, dado el trasfondo de denuncia sobre la presión social relativa al sesgo de género en el trabajo (Suerte), a la sexualidad y sus depredadores patriarcales (La memoria del alambre) o a la maternidad iconoclasta (Dicen los síntomas), en gran medida las tres novelas de Bárbara Blasco apuntan a la subversión de un orden. Justamente, en un ensayo publicado en Revista de Occidente, Rita Felski se refería a dos grandes direcciones en la «escritura de mujeres»: la posición americana, fundamentada en la preeminencia de un sujeto femenino narrativo, y la línea francesa que busca una noción de lo femenino a partir de la ruptura de un discurso y un orden simbólico primariamente masculino. Posiblemente, las tres novelas de Blasco, sugerentes gracias precisamente a las contradicciones (quizás mejor, a los contrastes), no encajen propiamente ni en una ni en la otra.

Sobre la reciente edición de La memoria del alambre, esta novela de lectura veloz, de prosa clara exenta de alardes y malabarismos del lenguaje, cercana a la deriva emocional y a las inquietudes narrativas de la generación beat o de los beatniks (tanto de Kerouac como de Diane Di Prima o Marge Piercy), supone también un claro ejemplo de la valentía de la autora. Expresada en una (hoy resbaladiza) primera persona, cuyos problemas en relación con la verosimilitud atañerían, sobre todo, al declive de la madurez del lector occidental, la novela de Bárbara Blasco apunta a los problemas de reconstrucción tanto de la identidad como del propio pasado: el alambre que regresa a la posición original tras ser manipulado de forma afín a como dicen que se deforman los recuerdos en particular aquellos que sacamos una y otra vez de la memoria (y que nunca regresan ni al corazón ni a la mente exactamente igual).

Y es que, de acuerdo con una etimología poética, recordar significa volver a pasar por el corazón porque en el pasado muchas tradiciones pensaban el corazón (que se acelera al evocar a la persona amada) era el órgano de la memoria: en el bajo latín: recordare: re- (de nuevo) y cordare (cor, cordis: corazón). Aprender de memoria (by heart), percibiendo, escribía George Steiner, el elemental pulso de amor implícito en algunos idiomas. En francés se dice apprendre par coeur.

El corazón recuerda pero se implica, resuena en la invocación. Ese es, a mi juicio, el punto más emocionante de esta novela, la forma en que la autora recoge, con una prosa elaborada pero no ostentosa, «algunos escombros en el suelo de la memoria» (por decirlo con un autor injustamente olvidado: José Antonio Masoliver).

Para algunos, la experiencia de bucear en el pasado afecta de forma inquietante a la identidad: siempre queda en la mano alguna pieza del reloj que creemos haber sabido montar. A veces somos tan diferentes de nosotros mismos como de los demás, escribió La Rochefoucauld, abriendo la puerta a un nivel más sofisticado de la respuesta a la pregunta ¿quién soy? Un dicho aproximado, pero creemos que específico del ámbito jurídico ya indicaba una idea análoga: homo plures personas sustinet (el hombre sostiene o desempeña muchas máscaras o papeles), pero es en la línea del moralista francés donde se situarán más tarde una serie de poetas, desde el rotundo «Je est un autre» de Rimbaud a los heterónimos de Fernando Pessoa.

Deslumbra en ese punto el  contradictorio empeño de la autora para salvar o para levantar las contradicciones, la forma en que no ceja en el empeño de pensar (fabuloso el análisis de los impulsos negativos como reacción adolescente contra el designio aparentemente positivo en que el adulto gestiona, tutelándola, la confianza infantil).

La figura de la madre y la estructura de giallo (zonas oscuras de la relación paterno-filial, ojo en la cerradura de la adolescencia, atracción por el objeto afilado) permitirían una crítica en clave psicoanalítica (qué poca crítica literaria se interesa, por cierto, por ella), algunos diálogos remiten a las situaciones del cine de John Cassavetes (Una mujer bajo la influencia), otras tanto a la nouvelle vague como a las modernas cintas surcoreanas, mientras que el personaje de Lobo renueva el interés que para Blasco presenta la figura del solitario; se agradece aquí la sutileza para las emociones importantes en particular las que tienen que ver con la reflexión sobre los materiales ajenos con las que se modelan nuestras vidas.

Y esta es otra lectura que se puede hacer de La memoria del alambre: la protagonista –incapaz de encajar la pieza que sobra en el mecanismo del reloj de su propia juventud– explora mediante el revival en otros escenarios no sentimentales (el extrarradio, el pueblo como espacio de control) el sentido de una emoción perdida. Es posible que ese sentido esté en función de la intensidad, pero la intensidad que se contagia en un nuevo destinatario, ¿no es siempre paralela a nuestra melancolía?, ¿no suscita la misma emoción que la observación, ya en los cuarenta, del primer arrebato de un adolescente?

Bárbara Blasco

La música desempeña un papel no solo en La memoria del alambre, sino que se integra en los estilemas formales de Bárbara Blasco cuya prosa comparte en algunos pasajes la textura y los tonos sentimentales, no solo de la poesía contemporánea (pienso en Chantal Maillard, en Concha Méndez o en Berta García Faet) sino de los pasajes más paradójicos de las mejores letras de Laura Marling, Michelle Shocked, Edie Brickwell, Sharon van Etten, Aimee Mann ¡cruzados con Anne Sexton o con el punk! Al mismo, tiempo, el tratamiento de la pérdida nos evoca el cine de Ryūsuke Hamaguchi (Drive My Car), en particular los retratos introspectivos de su trilogía Happy hour: tal es la universalidad de las sensaciones que alienta.

En relación con ello, otro elemento de interés de La memoria del alambre (quizás un tanto desaprovechado) es la descripción y el análisis socioestético de la «ruta del bacalao» (a algunos nos habría gustado que la autora profundizara más en el devenir –como declive–, de la ruta desde los espacios más coloridos y lúdicos –Puzzle o Barraca a los más industriales –Spook– y el diálogo con los tipos de droga a los que cada modelo de ocio incitaba): Una sugerencia para el disfrute de esta novela breve, más allá de la franqueza del coming of age, es atender a los contrastes (de nuevo el contraste) entre la luminosa música que la protagonista escuchaba en su adolescencia (de Violent Femmes a los Psychedelic Furs, de The Cure a German Coppini) y las canciones de los otros que el grupo ha decidido (o no) interpretar: simulacros (creo que este término es el adecuado) de talent shows o mera reproducción (artística pero también biológica, como en el caso de Enrique Iglesias).

Bárbara Blasco

Los lectores encontrarán en La memoria del alambre algunas constantes temáticas de la autora (el retrato de la mujer en crisis, la crítica –no escandalizada– de las variadísimas formas de opresión masculina), pero sobre todo la de una escritora preocupada por el estilo. La propia reflexión sobre la literatura (que Blasco lleva tiempo insinuando) bien podría ser el objeto de un título próximo. Es cierto que aquí y ahora la trama y en particular el episodio central de la relación con el padre de la amiga puede desencadenar en el lector más versado una inquietante sensación de déjà vu, pero eso no resiente la novela. Tan heteróclita y sin embargo tan exacta es su moral. Tampoco es descartable que, a la contra de muchos de los representantes de la literatura española, a Bárbara Blasco le falte vanidad y le sobre control (¡lo contrario es el diagnóstico más terrible de una buena parte de la narrativa convencional!).

En relación con esa virtud de la autora (la ausencia de vanidad en la forma, el sorteo consciente de la pedantería y la fatuidad en el fondo), y por ir finalizando esta reseña, el rasgo más característico de la literatura de Bárbara Blasco sigue siendo el hábil manejo de la percepción y la forma en que esta se integra en la estructura de la novela. Ahí, (porque la cuestión de la identificación entre autora y personajes no debe, a mi juicio, presentar mayor interés) es donde un autor resulta reconocible y es ahí también donde Bárbara Blasco (una persona que no encaja en ningún estereotipo) se mueve con extraordinario talento y competencia: esculpidos a través de finas reflexiones, rupturas temporales y nuevas observaciones, sus protagonistas siguen dando la estimulante impresión que procuraba la recientemente desaparecida Monica Vitti, especialmente en su colaboración con Antonioni: átopos (fuera del tópico) tan inteligentes como sensibles que perciben, de forma implacable y casi discreta, absolutamente todo lo que se mueve a su alrededor.

Lo mejor de La memoria del alambre como en el resto de la obra de Bárbara Blasco seguirá sucediendo en el interior, en la gestión de la evocación y la reminiscencia frente el óxido y la herrumbre vital: allá donde el presente y el pasado dejan de tocarse. Es en ese punto, democrático, pero no combativo, materialmente fresco e inteligente aunque no excesivamente arriesgado, donde creo que se sitúa definitivamente la autora en el panorama literario: novelas psicológicamente avanzadas, muchas transgresoras, esculpidas de forma clásica. Está bien que sea así: ¿no defendía el escultor Eduardo Chillida que la experiencia es conservadora pero la percepción es progresista al máximo?

Repose ahí el prescindible juicio del crítico sobre la totalidad que componen las tres obras de Bárbara Blasco: su pericia literaria y cerebral las hace formalmente mesuradas, perfectamente controladas, y sin embargo las desconcertantes inclinaciones de su espíritu sin molde expresan el misterio de la gran literatura: el contagio de la más radical de las insubordinaciones.

Hermosas: cintas de casete con las canciones de La conjura de las danzas de Jorge Albi.

Malditas: reseñas literarias demasiado extensas.

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