Ya hay quien ha visto la exposición Pioneras, que el museo Thyssen dedica a la obra de las vanguardistas rusas de las primeras décadas del siglo XX: Natalia Goncharova, Alexandra Exter, Olga Rózanova, Nadeshda Udaltsova, Liubov Popova, Varvara Stepanova y Sonia Delaunay. Y la impresión inolvidable que causan las obras de esta serie de artistas insubordinadas moviliza pronto en el interior del espectador transdisciplinar y sensible una serie de convicciones de gran utilidad para los tiempos que corren.
La primera de ellas haría referencia al tiempo, o mejor, a la estación del arte: las mejores cosechas surgen en terrenos inestables. Los frutos más sabrosos del neoprimitivismo, del cubofuturismo, del rayonismo o del suprematismo surgieron entre los surcos de un mundo que se quebraba, entre la rigidez aristocrática feudo-medieval de la Rusia de los zares y la ilusión transformadora —y en algún punto crucial ingenua— en los albores de la Revolución de octubre. Creo que la Rusia de 1900 era el corazón de una nueva modernidad global, no solo el epicentro de un temblor ideológico cuyas sacudidas (la revolución de 1905, el enfrentamiento a la Duma, los 1ooo ahorcados por «la corbata de Stolypin») presagiaban una revolución tan malograda como fundamental, en la zona política que el siglo XIX ocupó del siglo XX.
La segunda es el protagonismo sin precedentes de la mujer a la cabeza de una efervescencia artística: una serie de mujeres individuales más que un movimiento conjunto. Y en este punto una obviedad: no hay ni jamás ha habido diferencia de talento entre géneros (sé que este apunte personal no es relevante, pero hace tiempo que tengo a Remedios Varo y Florine Stettheimer como dos de mis artistas de cabecera). Que haya más o menos cuadros de mujeres en las paredes de los edificios de referencia de cada época se explica por factores tan materiales como la exclusión de las academias o la ferocidad con la que el grupo (aquí genero) privilegiado se empeña en disfrutar de sus múltiples ventajas.
Liubov Popova (1889-1924), uno de los nombres de las vanguardistas rusas que se pueden ver en Madrid hasta el comienzo del verano, no es en absoluto menor que Malevich o Rodchenko. Frente a su racionalismo (su intelectualidad, si se quiere así), la influencia de la cosmopolita y pasional artista de Kiev Alexandra Exter alcanzó el apartado emocional de pintores de aquí y de allá: la joie de vivre que recorrió un continente entero y luego se contagió a otros lugares del mundo. Varvara Stepanova, la más joven de las pioneras, supo integrar modélicamente elementos poéticos del futurismo italiano y el espíritu urbano de las artes aplicadas en el diseño de ropa y tejidos, mientras se convertía en una de las principales representantes del constructivismo.
La sobrepresencia de artistas masculinos a los largo de la historia se explica por cuestiones sociológicas y materiales, o del tipo de la inercia acrítica del academicismo androcéntrico y la estrechez de la moral burguesa imperante del siglo XIX, encargadas ambas de acuñar y definir una particular historia del arte, que vetaba la independencia creadora de la mujer: las artistas que muchos hemos visto en Pioneras no solo consiguieron integrarse en completa igualdad en la vanguardia, sino que en muchos sentidos la lideraron.
¿Por qué? Básicamente porque tuvieron la oportunidad para hacerlo. Los sueños se materializan allá donde pueden hacerlo. El talento se abre camino cuando no se blindan las puertas. Cerradas otras formas de desarrollo personal, paradójicamente, fue el arte una de las puertas abiertas a la mujer en un tiempo reformista y preindustrial. La Academia de Bellas Artes de San Petersburgo aceptó a la primera mujer en sus aulas en 1871, casi un cuarto de siglo antes que en otros lugares.
La última convicción tiene que ver con una idea universal de la cultura, no sólo por las mutuas influencias italianas y parisienses (y pronto la expansión del pensamiento ruso, desde la crítica literaria a las reflexiones estéticas sobre el arte, el pueblo y el diseño, por todo el planeta) sino porque la libertad creadora es un universal, adopte la forma específica que adopte. Desde sus primeras obras de finales de la década de 1900, Goncharova, una de las figuras más destacadas del arte europeo anterior a la Gran guerra, combinó su inclinación neoprimitivista por las raíces populares rusas con su admiración abierta por Gauguin o Matisse y finalmente desarrolló el rayonismo. En lo que toca a la crítica literaria, por ejemplo, el formalismo ruso surgió en esta época y tanto el Círculo Lingüístico de Moscú como el OPOJAZ se expandieron pronto por medio orbe. Tal era el carácter universalizable de sus propuestas.
Mientras escucho el grupo ruso de post punk Human Tetris (otro de mis preferidos) con toda su influencia británica del tipo Joy Division, creo que solo hay una música y que, en lo que toca a la pintura, más allá del lienzo, las expresiones folclóricas que se fusionaban poco a poco en la más colorida de las abstracciones de estas pioneras eran son sólo accidentes de origen, el acento, el deje particularísimo del idioma más fascinante de la humanidad.
Hermosos: y breves momentos de libertad creativa.
Malditos: vetos androcéntricos.
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