Con la hermosa e inspiradora expresión «septiembre eterno», el videoartista Dave Fincher hacía referencia a ese mes de 1993 cuando el proveedor de servicios de internet America Online decidió ofrecer a todos sus abonados el acceso a los foros del sistema Usenet. Desde entonces hasta hoy, el número de usuarios ha aumentado hasta alcanzar a más de la mitad de la población mundial y con ello el tráfico de información, pero también de imágenes y de emociones, de nuevos iconos y estados de ánimo, de hallazgos anónimos y mitos visuales populares, ¿no supone un nuevo paradigma en la historia del arte?
Ese es el punto de partida de Memestética, un estupendo título de la curadora e historiadora del arte Valentina Tanni, prontamente editado en nuestro país por la editorial Turner en agilísima traducción de Nuria Martínez y un magnífico ensayo que se sitúa más allá de la relación entre el arte y la tecnología (aquí las nuevas tecnologías en un estimulante repertorio de ejemplos didácticos sobre el lenguaje de los novísimos medios) para convertirse en una lúcida y jugosa referencia sobre el significado de la cultura y el arte en general.
Aunque Memestética contiene un abanico amplio de ideas, en mi opinión, la más interesante es la aguda presentación (no exenta de algún exceso tecnofílico) de la red como un espacio de realización de algunas de las utopías socio-estéticas del siglo XX que como bien destacan los de Turner en el paratexto: recorre el camino de Marcel Duchamp a TikTok
Si el dadaísmo, el situacionismo o el arte performativo y conceptual acabaron con la idea tradicional del hecho artístico dando visibilidad a un tipo de autor desvinculado de conocimientos técnicos particulares, hoy en día (o desde hace años), las pulsiones de uso compartido, la recontextualización, el apropiacionismo no supondrían sino la cristalización de un arte lúdico de impacto universal sin muros formativos y acreditaciones excluyentes. El mundo en red post ready made en el que vivimos se encontraría, pues, en condiciones de producir objetos y situaciones que podrían inscribirse, al decir de la investigadora italiana, en un nuevo contexto artístico explicitado en capítulos tan sugerentes como «Sistemas replicantes», «Conceptualismo salvaje» o «La era del sinsentido».
Si la pérdida del aura en la citadísima expresión de Walter Benjamin (no siempre bien entendida) o la inestabilidad de la fotografía digital ya daban cuenta de una nueva forma de habitar y percibir el mundo del arte y en general de la imagen, ahora el universo de los memes y los contenidos virales, de la apropiación y de la recontextualización de imágenes artísticas no solo saca a la luz conceptos y prácticas que recurren quizás inconsciente pero directamente a la tradición de vanguardias artísticas sino también un nuevo perfil de la autoría, ahora como autoría vaga, difuminada o sin reglas (que, en mi opinión, alcanzaría a la intuición de la mirada en el Arte Casual de Ferrer Lerín) donde se despliega una creatividad amateur.
En la era de la visibilidad extrema, quizás de forma paralela a la deriva política anarco-neoliberal-populista, el gusto por el sinsentido, la paradoja y el absurdo es una corriente dominante en plataformas como TikTok y un fenómeno en expansión que, opuesto al sentido común, adquiere un valor disruptivo en una época definida por un marco sociopolítico deprimente y sombrío. Los vídeos dolientes y confesionales de adolescentes ante la webcam (bedroom televisión) parecen remitir, a su vez, al videoarte de Joan Jonas o Chantal Akerman en los sesenta; y ¿no recuerdan algunos retos con millones de visitas en YouTube a las provocativa performances de Marina Abramovich? Y es que, como bien señala la autora, como siempre ocurre con la aparición de una tecnología nueva, no debemos considerar únicamente qué supone ésta a nivel cultural, sino, al contrario, qué culturas preexistentes han facilitado el éxito de determinadas instrumentos tecnológicos.
Y otro acierto de la Memestética de Valentina Tanni es ponerse del lado de ese amateurismo de creadoras que no se reconocen en la etiqueta de artista, invitando a percibir esta autoría no como una amenaza sino como una realidad, como una marca llena de energías y sinergias desde la que comprender mejor la realidad social, cultural y política de nuestra época.
Memes y gifs, intervenciones inspiradas, prosumidores (el término aparece en La tercera ola del futurólogo Alvin Toffler), recodificación del arte y su historia (sus historias), imágenes grotescas, comentarios sobre actualidad, reacciones y viro-reacciones que formarían parte de una performance global estimulada por un espíritu artístico universalista imposible de comprender sin atender a los efectos de fenómenos culturales como el posmodernismo o lo que en otros lugares hemos llamado la nueva sensibilidad. Y es que lo performativo y la emotividad, esto lo añadimos nosotros, es una clave de la nueva comunicación ausente en los análisis de la polarización social del tiempo de la desinformación y las fake news, una necesaria revisión de la esfera de la “opinión pública” (actuación pública, diría yo) en el nebuloso e improbable espacio de diálogo racional de filósofos como Habermas, Apel, et al.
Uno de mis ensayos preferidos del año, de esos que deben leerse con papel y lápiz en la mano y que invita con una prosa clara y la persuasión de los que conocen bien el objeto de su estudio, a reconsiderar el arte y su función en la sociedad. Un título al que quizás se le pueda achacar un cierto exceso de tecnofilia y de cariño entusiasmado (o entusiasmo cariñoso) con los meme-makers y los instagramers, con los youtubers y los foreros y con algunas otras de las más recientes fisiologías de la nueva horizontalidad de este apasionante piélago de hallazgos y zozobras, de creatividad y patologías a la hora de juzgar en una arrolladora cosmogonía de hipercontactos, donde, por decirlo como los antiguos griegos, el pixel es el nuevo arjé.
Hermosos: ensayos lúcidos y amables como este.
Malditas: iras neofascistas en la red.
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