Durante los largos y agitados años de la Revolución Cultural china (1966-1976), la cuarta esposa de Mao Zedong, Jiang Qing, se encargó de planificar las pocas parcelas de la vida de los chinos que aún quedaban sometidas al azar. “Madame Mao” había sido actriz y conocía bien el mundo de las artes escénicas, lo que le permitió organizar una devastadora limpieza ideológica de la música, el cine y el teatro (se rumorea que empezó por algunos de sus examantes).
Una de sus campañas más drásticas fue la sustitución de la ópera tradicional china por una especie de ópera revolucionaria, no muy valorada por la crítica extranjera. Se estableció un canon de ocho modelos, al que las compañías de ópera chinas debían amoldarse. Los chistosos pronto ingeniaron un falso eslogan: Ochocientos millones de personas vieron ocho óperas.
[El vídeo anterior muestra imágenes del musical operístico Ciclo de canciones de la Larga Marcha (1976) con música de Los cazafantasmas, cuyo tercer largometraje fue prohibido en China en 2016 por promover sectas o supersticiones con sus imágenes de fantasmas.]
La acción no debe ser una reacción sino una creación, dice el Libro Rojo de Mao, al que frases como esta convirtieron en el primer bestseller de autoayuda de la historia. Su mérito: consolar a progres desencantados con el comunismo de este lado del Cáucaso. Sin embargo, no sería exagerado decir que la política cultural auspiciada por Mao tuvo más de “reacción” que de genuina “creación”. Y, por supuesto, aunque sus óperas revolucionarias podían emplear instrumentos occidentales o una estructura sinfónica, en la China de Mao el rocanrol estaba, por decirlo suavemente, varios miles de kilómetros fuera de lugar.
La acción no debe ser una reacción sino una creación.
El pop-rock esperará a unos más relajados años ochenta para infiltrarse en la sociedad china, pero el Gran Timonel se dejó caer por la música occidental una década antes de los paródicos Gang of Four (grupo británico que tomó su nombre de la legendaria Banda de los Cuatro de la jerarquía maoísta, que incluía a la señora Jiang Qing). Nos referimos al que prácticamente es el único momento de la historia en que el maoísmo se ha conjugado con la cultura pop sin las ironías de un Andy Warhol. La Francia de finales de los 60.
La paulatina desacreditación de la Unión Soviética y los precipitados eventos de la Primavera de Praga dejaban sin referentes a la extrema izquierda europea de la época. Algunos se desencantaron completamente de los proyectos emancipatorios en curso en el mundo; otros hacían oídos a las noticias de una lejana Revolución Cultural que estaba poniendo patas arriba la gigantesca China.
Se ha escrito que el Mayo francés fue una revolución sin música. A diferencia del movimiento hippie, que duró varios años, era difícil movilizar los recursos musicales de un país entero para musicalizar un mes glorioso, pero un mes a fin de cuentas. En realidad, sí hubo música en el Mayo; lo que no hubo fue, en todo caso, el desarrollo de un estilo característico, sino que se adaptaron con mayor o menor fortuna las convenciones existentes. Dominique Grange, por ejemplo, escribía para la organización maoísta Gauche prolétarienne unos cantos partisanos inspirados en el himno de la Resistencia francesa:
Porque no se expulsa a la revuelta del pueblo,
pueblo que se prepara para retomar las armas
que unos traidores le robaron en el 45.
Sí, burgueses, contra vosotros el pueblo quiere la guerra.
Somos los nuevos partisanos,
francotiradores de la guerra de clases.
El campamento del pueblo es nuestro campamento.
Somos los nuevos partisanos.
El director de cine Jean-Luc Godard, niño mimado de la Nouvelle Vague, se embarcaba por esos tiempos en lo que estaba destinado a ser una fructífera década de activismo visual. El salto de la vanguardia al panfleto, de los focos del cine de autor a la automarginación en anónimos colectivos radicales, puede parecer abisal, pero el abismo que nunca consiguió cruzar fue el que mediaba entre su mirada demasiado irónica al mundo y el maximalismo de las consignas que filmaba. La canción que el militante Gérard Guégan escribió para su película La chinoise (1967) se contagia de esta fecunda contradicción:
El Vietnam arde y yo aúllo: ¡Mao, mao!
Johnson se ríe y yo vuelo: ¡Mao, Mao!
El napalm cae y yo doy vueltas: ¡Mao, Mao!
Las ciudades revientan y yo sueño: ¡Mao, Mao!
Las putas chillan y yo río: ¡Mao, Mao!
El arroz está loco y yo juego: ¡Mao, Mao!
Es el pequeño libro rojo
el que hace que todo se mueva.
El maoísmo era tan popular en Francia que no se libró de parodias explícitas, esas por las que Mao condenaba a sus súbditos a años de trabajos forzados. Nino Ferrer combinó en “Mao et moa” (1967) una serie de ocurrencias tontorronas (“Maoment”, “Maonaises”…) y palabras en chino. La falta de profundidad crítica la compensa precisamente ese tono lúdico e infantil, que era el mayor agravio posible a la seriedad mortal de los intelectuales maoístas franceses. Transcribimos un fragmento de la versión española, que, como cabía esperar, es aún más sórdida:
Dime quién corta el bacalao
y quién armó todo el tinglao’
desde la China hasta Macao:
mi buen amigo Mao Mao.
Para que sepan quién es Mao
la guardia roja ha comulgao’
con el librito que ha inventao’
los pensamientos de Mao Mao.
Aunque ni el cine de vanguardia ni la música yeyé figuraban en el minimalista reglamento estético del maoísmo chino, los artistas y estudiantes franceses rendían homenaje al Gran Timonel como mejor podían. A muchos no les interesaba, en el fondo, la verdadera Revolución Cultural china, sino revolucionar la cultura, y, con una mezcla de ingenuidad y desconocimiento, simplemente identificaron revolución cultural con cultura revolucionaria. Mao se convirtió, así, en una imagen borrosa, descontextualizada, que autorizaba las investigaciones artísticas más dispares. Como sugerían Stray en “All In Your Mind” (1970): Revolución, revolución, el Presidente Mao Tse-Tung está en tu mente. O, como cantaban Lou Reed y John Cale muchos años después de los acontecimientos (“Images”, 1990):
Puede que me encuentres personalmente aburrido:
Martillo, hoz, Mao Tse-tung, Mao Tse-tung.
Creo que vale la pena repetir las imágenes en el techo.
Me encantan las imágenes que merecen ser repetidas y repetidas y repetidas.
Imágenes, imágenes, imágenes.
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