La arquitectura religiosa ha sido considerada desde la antigüedad como una de las construcciones más impactantes y duraderas que haya creado la humanidad. En la mayoría de las diferentes culturas, los templos más antiguos eran promovidos por el poder establecido (reyes, faraones, dictadores, clero…), que obligaba a pagar al pueblo impuestos para sufragar la construcción, mientras los más pobres y los esclavos eran utilizados como mano de obra gratuita.
Posteriormente, cuando el poder dejó se ser el promotor de estos templos, fueron los fieles de las distintas confesiones los que con su dinero o su trabajo hicieron posible su construcción, para asegurarse tanto su lugar en el más allá como la supervivencia de sus creencias y sus lugares de reunión.
Dentro de la evolución de estilos que han sufrido los templos y la arquitetura religiosa a largo de la historia, destaca uno por encima de todos: el gótico, ya que se atrevió a desafiar las leyes de la gravedad, cambiando la manera de transmitir las cargas al terreno y también creando un clima que acercase los fieles a Dios. Este estilo, nacido en Francia a finales del siglo XII, se extendió por toda Europa hasta finales del XV.
La arquitectura gótica fue la primera en alcanzar el cielo y celebrar la perfección del universo de Dios. Su edificio más representativo fue la catedral, considerada como el núcleo principal de la ciudad y centro de la vida medieval: una construcción de dimensiones sobrecogedorasu cuya ejecución se prolongaba durante largos periodos de tiempo, porque apenas se disponía de medios y mano de obra.
La estructura de las catedrales góticas estaba realizada con delgadas columnas interiores convertidas en finos baquetones, elementos de gran altura e increíble esbeltez, que crecían y parecían no tener fin, en su afán por ascender y alcanzar a Dios. En sus fachadas sobresalían torres y pináculos como puntas de flechas que apuntaban al cielo.
Los interiores góticos eran luminosos, brillantes y espaciosos, gracias a que el muro exterior perdía parte de su función estructural de muro de carga y pasaba a ser un muro de cerramiento, porque el nuevo sistema constructivo concentraba los empujes en puntos concretos. Los muros exteriores incorporaban hermosas vidrieras, una nueva forma de adorar a Dios. A la entrada de la catedral, por regla general, se colocaba un gran rosetón que iluminaba el interior y representaba la puerta del cielo, una auténtica cortina mística entre la luz de Dios y el corazón de los fieles.
En la actualidad, diseñar espacios sagrados para el culto, que trasciendan más allá del plano terrestre y puramente material y pasen a formar parte de un universo de subjetividad y fe, no es tarea fácil para los arquitectos, porque, antiguamente, toda la imaginería de las Iglesias y los grupos escultóricos de las procesiones iban destinados a un público que no sabía leer, y al que había que transmitir la fe de una manera inteligible.
Ahora que todos tenemos acceso a la cultura y a las nuevas tecnologías, sumado a un fuerte ritmo de vida, es más complicado encontrar momentos de interiorización y de encuentro con uno mismo y con Dios, en el caso de las personas creyentes. La nueva arquitectura religiosa busca la espiritualidad más en lo sutil que en lo monumental. Las nuevas construcciones de hormigón armado se convierten en auténticos búnkeres de fe que emergen a la superficie y sirven de refugio a las almas bombardeadas por el estrés y la escasez de tiempo.
¿Puede la arquitectura del siglo XXI actualizar la Iglesia? La respuesta es sí. Si en la antigüedad la forma de alcanzar y llegar a Dios era sinónimo de solemnidad y ostentación, en la actualidad lo que se busca es la humildad y la sencillez para que sea Él quien llegue a nosotros. No importa ya tanto la forma como el contenido. Los nuevos templos son espacios concebidos para incitar a la reflexión, la meditación, un punto de encuentro entre diferentes culturas.
La mayoría de estos ejemplos contemporáneos de arquitectura religiosa son más bien austeros y están desprovistos de ornamentación que nos distraiga y aleje de lo realmente importante, del encuentro con nosotros mismos y con Dios.
Antes de citar algunos de los ejemplos más actuales, nombraré dos que me sirvieron de inspiración a la hora de concebir este artículo.
El primero de ellos fue la Capilla de San Pedro, en Campos de Jordão (São Paulo, Brasil 1987), obra del arquitecto brasileño, ganador de dos premios Pritzker de arquitectura, Paulo Mendes da Rocha.
Mendes da Rocha fue discípulo de Vilanova Artigas y profesor en la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la Universidad de São Paulo. Ambos lideraron el movimiento de la Escuela paulista brutalista, caracterizada por el énfasis en la técnica de construcción y en la estructura, así como el empleo del hormigón armado.
La capilla de San Pedro es un volumen irregular de hormigón con cerramientos de vidrios planos de diferentes tamaños, que alberga una pequeña iglesia frente al Palacio Boa Vista. Se trata de un edificio de dos plantas, debido a la topografía del terreno y que, dependiendo del ángulo de visión, parece de una sola. Se accede a la capilla por la explanada en la parte superior, con la nave inclinada hacia el altar. La pesada cubierta de hormigón genera un recinto en sombra que protege a las diferentes estancias.
En el nivel más bajo del edificio, Mendes da Rocha construye un pequeño vaso con una lámina de agua en la que se reflejan algunas de las losas de hormigón suspendidas en el interior, creando un bonito juego de reflejos. Todo eso, unido a las hermosas imágenes religiosas pintadas en vivos colores en la cara inferior del resto de losas de hormigón, consigue que el paisaje comulgue con la religión.
El segundo ejemplo es obra del arquitecto alemán Gottfried Böhm, también premio Pritzker. Se trata de la Iglesia de peregrinación en Nevijes (Alemania, 1986). Con una fuerza expresionista brutal, Böhm se atreve a introducir una gran masa de hormigón en el centro del casco histórico.
Este es un edificio de geometrías emocionantes, cuya abrupta cubierta recuerda a la de las montañas que rodean el pueblo, a las capuchas de los penitentes y a las cubiertas tradicionales de fuerte pendiente de las casas. Exteriormente, el único símbolo religioso es una cruz de metal colocada en el pico más alto. El interior es un espacio primitivo y austero siguiendo la línea de lo anteriormente comentado, una nueva arquitectura religiosa menos ornamental.
El espacio principal está dominado por un pequeño altar que, aunque no está alineado con el eje de la entrada principal, está situado en el centro. Las paredes son de hormigón visto y carecen de elementos decorativos, tan solo algunos apliques de luz distribuidos en los grandes muros con cristaleras de vivos colores, rojo, azul y verde, diseñadas por el propio Böhm. Entre ellas, destaca especialmente una con una gran rosa roja, símbolo de la Virgen María que, bajo la incidencia de la luz solar, enfatiza la consagración y dignidad del lugar, absorbiendo la dureza de los muros.
Pasemos al siglo XXI, entre aquellas más representativas he elegido estas dos por la audacia de sus propuestas. La primera es la Iglesia del Santísimo Redentor, situada en La Laguna (Tenerife, 2004), obra del arquitecto Fernando Menis. Es una enorme pieza de hormigón de gran impacto volumétrico, que se fractura a su vez en cuatro volúmenes, también de hormigón. Estos gigantescos cuerpos están separados entre sí como consecuencia de los cortes efectuados en la pieza principal y del movimiento relativo de cada una de ellas.
El equilibrio entre las proporciones de los diferentes volúmenes que componen el conjunto se consigue gracias a la relación que se establece entre vacío y lleno; para ello el empleo de la luz natural juega un papel muy importante, tanto la que entra a través de estos cortes que ilumina nuestra alma y traspasa los límites de nuestra inteligencia, como la que entra cenitalmente que otorga una dimensión mística a cada una de los diferentes espacios favoreciendo el encuentro con uno mismo.
La segunda obra que incluyo en esta selección es la Iglesia de Santa Mónica, situada en Rivas Vaciamadrid (Madrid), obra del estudio de arquitectura Vicens + Ramos.
En este caso, el hormigón armado es revestido por una piel de acero corten que da una imagen muy contundente. El edificio consta de un solo volumen largo, estrecho y curvado que combina líneas rectas y curvas, para adaptarse a la parcela. La planta es una elipse en la que el eje menor es el principal y el mayor, el subordinado sobre la que se sitúan todos los espacios que corresponden a la iglesia, las oficinas de la parroquia y la vivienda del párroco.
La entrada a la iglesia se realiza por el eje menor, donde se dispuso la sede, el ambón y el altar en el centro para que todos los asistentes vieran perfectamente y se vieran entre sí. Lo más destacado y característico de este volumen gigante de acero corten son las protuberancias escultóricas que sobresalen en su extremo norte y que buscan desesperadamente la luz, como una mano señalando el cielo.
La sociedad está en continuo cambio, fruto de los avances tecnológicos y de los nuevos modelos de vida y de trabajo. También ha cambiado la manera de vivir la espiritualidad. En un mundo de comodidades y de prisas no hay tiempo para detenerse en lo superfluo, sino que hay que ir a lo esencial, a lo verdaderamente importante. La arquitectura vuelve a jugar un papel vital ante este reto. Se trata de desprenderse de adornos innecesarios y generar espacios y lugares austeros, limpios, claros, que inviten al recogimiento y al encuentro de uno mismo y con Dios.
Nadie ha publicado ningún comentario aún. ¡Se tú la primera persona!