Uno está acostumbrado a que el periodismo cultural español lo insulte constantemente por no degustar la música urbana. En especial, ese reguetón que apareció hace treinta años, pero que sólo ahora disfruta de una hegemonía y caché suficientes como para que la crítica se haya hecho, exprés, un paladar. En un intercambio sobre el género, un periodista musical afirmaba que “a algunos les debe parecer incómodo que ahora la corriente más dominante en el pop se exprese en castellano. Luego, claro está, toda la carga sexual que pregona, que también parece irritar a un cierto sector”.
En resumen, otro ad hominem: los que no comulgamos somos puritanos, clasistas y… ¿traidores a la madre lengua? A decir verdad, no sentimos ya demasiado orgullo por un idioma que hoy embrutece a la humanidad. Si lo que el mundo memorizara fueran los versos de otro Quevedo (el que no rimaba tre’ con die’), se pondría a la cabeza de algún batallón de chovinistas lingüísticos marca PRISA. Y, aunque es cierto que los casos más sonados tienen la música bien pensada (Bad Bunny o el Motomami de Rosalía, esa huida desesperada del flamenco), las letras del género siguen siendo, en buena medida, zafias, machistas e indignas del Neolítico. Machistas, por cierto, incluso cuando una mujer las expectora; parece que se nos olvidó que en todas las sociedades humanas —y la reguetonera actual no es excepción— la denigración y objetivación de la mujer es también obra de mujeres.
No es casualidad, quizá, que la especie que se dirige (y dirige a todas las demás) a una catástrofe ecológica empezara a bailar reguetón en masa en cuanto las señales se volvieron demasiado evidentes. Cuando más necesitamos un pensamiento elevado, complejo. Cuando más se requiere el ingenio humano, este se desactiva, se apaga como un televisor y nos encontramos perreando camino del langur…
El castellano es hoy una lengua maldita. Personalmente, me avergüenza decir que me gusta la “música latina”, pues lo primero que viene a la mente no son Violeta Parra, Silvio Rodríguez, Tom Jobim, Blades o Spinetta. Si voy por el mundo, basta decir que soy español para que me pongan reguetón y músicas aledañas. Es muy posible que el español sea ahora mismo el idioma más pernicioso para el progreso humano, a nivel planetario. Por desgracia, cabe que lo bueno no compense ya lo malo: que si el idioma español desapareciera de la faz de la tierra a todos nos fuera, de media, mejor. Por eso tenemos que hacernos swifties y renegar de la lengua materna, al menos en materia musical. Taylor Swift muestra al mainstream el camino para salir de todo este mess en el que nos han metido veinte años después de que la brutez pareciera haber pasado de moda (siempre regresa).
En lo que respecta a sonidos urbanos, a principios de los 2000 España alternaba el reguetón con el llamado flamenquito, género que hoy suena tan añejo como el flamenco mismo. Los hacedores de opinión no tenían reparos en repudiar ese pop frívolo con influencias rumberas y flamencas, sin sospechar que veinte años después recibirían la consigna de ensalzar la música urbana de Latinoamérica (o cualquiera de sus imitaciones). Aquellos que en la primera década de los 2000 se reían del fenómeno Las Ketchup hoy estudian los pasos visionarios de Don Omar. ¿Eso es crecer? Crecer en carnes, quizá, como oveja del establishment cultural, que se guía por modas y no tiene memoria.
Incluso el típico relato de superación (rags to Forbes) nos daba un poco igual cuando venía de uno de nuestros barrios. Las Chuches, esas niñas cordobesas que analizaban el roneo, han despertado interés recientemente por una colaboración con Omar Montes y un par de guiños de Caroline Polachek y Rosalía. Se formaron en un taller musical para jóvenes de trasfondos problemáticos (venían del lugar apodado Los Vikingos) y uno diría que tenían buenas perspectivas, por los aires de marginalidad y por ser de Córdoba, capital mundial del flamenkito. Sin embargo, tras varios singles, apariciones televisivas y un magistral debut, Las Chuches regresaban a las cosas del barrio y conocían la preñez y a Jesucristo redentor. Una luz más que se apagaba en la vía autóctona española a lo pachanguero, antes de que todos los polígonos se volvieran Puerto Rico.
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