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Cine y Series

«La memoria infinita»: Entrevista con Maite Alberdi

En Entrevistas, Cine y Series 10 enero, 2024

Marc Muñoz

Marc Muñoz

PERFIL

Tras ganarse un hueco en la cinefilia con la tierna —aún con su reverso triste— El agente Topo (2020), con la que además se plantó en la gala de los Oscars, Maite Alberdi busca incrementar su presencia en el corazón del aficionado a la no ficción con La memoria infinita. Un último trabajo que ha entrado en la shortlist de los Oscars, tras debutar en el festival de Sundance con premio incluido, ser nominado al Goya a la mejor película iberoamericana y acaudalar parabienes y emociones a su paso. Lo seguirá haciendo, y con insistencia, a partir del 12 de enero, que es cuando el documental aterriza en el espacio cinematográfico español.

Pese a su juventud (1983), Alberdi ya reclama ser considerada una de las directoras puntales de la no ficción en su huso horario, y más allá de su continente, dado que Hollywood empieza a reclamar su talento. Registra cinco largos de no ficción y una serie documental para Amazon, en los que ya ha descubierto una sensibilidad social y política, preocupación por los olvidados, y un interés especial por la tercera edad, como ponen de manifiesto sus dos últimas incursiones. Una cineasta muy capacitada para encontrar cierta chispa reveladora en sus personajes  y para destapar ese humanismo y esa peculiaridad que los define como entes extraordinarios.

Lo vuelve a lograr en La memoria infinita, una conmovedora historia de amor entre Augusto Góngora, reconocido periodista que cubrió las atrocidades de la dictadura de Pinochet desde la clandestinidad, y Paulina Urrutia, actriz y ex ministra de cultura. Quien además, como captura la cámara de Alberdi, o sus propias filmaciones caseras, se desvive como principal apoyo para el alzheimer que descompone a su esposo.

Previamente a la llegada a los cines españoles, hablamos con Maite sobre su última entrega en el documental, en lo que devino una distendida y, por momentos, inevitablemente emocionante, encuentro matinal en los cines Renoir Floridablanca de Barcelona.

A lo largo de tu trayectoria te has posicionado como una directora con una marcada sensibilidad social, preocupada por arrojar luz humanista a temáticas y problemáticas invisibles o de baja representación en el audiovisual. ¿Qué te empuja a levantar un proyecto documental?, ¿qué ingredientes deben darse en este para que decidas implicarte?

Lo primero que me impulsa son personas con las que yo quiera compartir un tiempo largo de mi vida. Es obvio que va a implicar un proceso largo, de varios años, entonces tienen que ser personas con las que yo quiera establecer una relación; que me gusten, que intuya el cariño o el amor que voy a sentir. Es casi como un sentimiento procedente del estómago. Por otro lado, como dices, hay siempre una pregunta social: ¿Qué estoy aportando al contar esta historia? No como una respuesta, sino más bien: ¿cuál es la pregunta social que estoy haciendo aquí? O hay una mirada original para detenerse en este tema desde este lugar. Y al mismo tiempo creo que tienen que darse personajes muy especiales, pero que tengan emociones universales. El desafío de cualquier película. La particularidad, pero la universalidad de las emociones. Y a veces me ha pasado toparme con historias y relatos increíbles, pero luego conoces a la gente y no te emocionan nada. Y sí, funcionan sobre el papel. Parto de la emoción como el primer vector para elegir un proyecto.

La memoria infinita

En el caso de La memoria infinita, ¿Cuál fue ese clic? El momento que dijiste: Vale, este será mi siguiente proyecto.

Fue muy de estómago. Me contrataron para hacer una clase en una universidad. Y ahí también trabajaba Paulina. Y fue cuestión de un minuto que los vi juntos, que ella lo llevaba al trabajo, y se veían súper enamorados. Y él se sentaba en su clase como uno más, y le hacía preguntas. Yo por entonces venía de hacer El topo, que eran personas mayores aisladas socialmente, y era la primera vez que veía alguien con demencia siendo parte del mundo y pasándolo bien y con una cuidadora que lo está pasando bien. Y fue un ¡¿Cómo?!, ¿Qué es esto?. No me importó que fueran figuras públicas, lo que me llamó la atención, y por lo que les invité a que me contaran, fue la historia de amor y cómo una pareja entendía el alzheimer como un contexto y no como una tragedia. Y eso fue lo excepcional. Durante los cinco años que los estuve siguiendo fue cero dramático, ellos lo pasaron bien hasta el último día. Lo excepcional es cómo lo vivieron, no su realidad.

¿Te resultó complicado acceder a ellos y que te dejaran grabar su universo íntimo?

Fue complicado porque ella no quería. Y yo le encontraba toda la razón a todos los argumentos que me daba. Al ser una figura pública, ex-ministra y mediática, no quería exponerse ni exponer a Augusto. Razones que yo probablemente hubiera repetido en su lugar. Y fue Augusto quien la convenció. Recuerdo una mañana que estábamos los tres juntos comiendo, y él le dijo a ella: Yo he filmado a mucha gente en mi vida, y durante la dictadura mucha gente me dejó filmar su dolor y me abrió las puertas de su casa, por qué yo no voy a abrir las puertas de mi casa para mostrar mi propia vulnerabilidad. De eso trata mi oficio. Y eso para mí fue otra gran lección. Como que estaba devolviendo la mano a su propia historia. Y es lindo porque en la película dice como: A mí me tocó hacer dos crónicas: en la dictadura, la de un país que pasó de la muerte a la vida, y en democracia, en el canal público, como productor, guionista y presentador, me tocó trabajar en programas culturales y hacer la crónica de los creadores de este país. Yo creo que La memoria infinita es su tercera crónica. Él asumió, en sus últimos años, hacer la crónica de su fragilidad. Fue una decisión suya, solo de él. Y eso, para mí, fue una lección como documentalista.

El trabajo se construye entre retales de vídeo domésticos del pasado y el presente, algunas grabaciones de vuestro equipo e imágenes de archivo. Entiendo que con la llegada del COVID le cediste la grabación de las imágenes a Paulina. Con lo que presupongo que este debe haber sido, eminentemente, un trabajo de edición. En realidad, casi todas las películas cobran entidad en la sala de montaje, pero aquí más si cabe porque desconocías el material que te iba a llegar, ¿es así?,  ¿le diste indicaciones a Paulina sobre lo qué debía grabar?

Ciertamente es una película que nace en la sala de edición. La película está llena de asociaciones que solo existen en el montaje. A mí me tocó vivir solo una parte de esa relación, su presente. Y yo siempre pensé que ahí se centraría mi obra. Pero luego me di cuenta de que habían tantas cosas del presente que solo entendías en base a ciertas cosas del pasado. Con lo que se convirtió en una necesidad del montaje establecer esos vínculos y esas búsquedas. Porque la película no propone una narrativa del deterioro, sino una narrativa de la memoria, y de un amor. Y con respecto a lo de la llegada del Covid, te diría que todo fue muy orgánico. Y en este ejercicio de montaje, como apuntas, hay una triangulación dado que la película la filmamos entre tres. Está, por un parte, todo mi material. Está el de los archivos de Augusto. Y, por último, el de Paulina durante el Covid.

La memoria infinita

Y es lindo porque nos vamos pasando la cámara a través del tiempo. Y con el Covid, tras haber logrado cruzar el umbral de lo íntimo con ellos, tenía miedo de perder esa aproximación, así que les propuse enviar una cámara para que se grabasen y así yo poder mantenerme al día. Con lo que le mandé la cámara, pero sin ningún tipo de indicación de graba este tipo de escenas. Fue más graba lo que quieras. Por Zoom intenté varias veces de enseñarle, pero nunca aprendió. Salía todo desenfocado. (Risas). Se veía tan mal que yo pensaba: Nunca voy a usar este material, se ve terrible. Pero a medida que pasó el tiempo, y el confinamiento en Chile duró un año y medio, ese material pasó a convertirse en la realidad de la película. Para ella supuso un diario pandémico, como que la cámara era una compañía. Fue también como una forma de comunicarnos en el encierro. Pero luego me di cuenta que todo ese material, más allá de lo desenfocado y oscuro, tenía un nivel de emoción y verdad que mi material, con todo el acceso del mundo, no tenía. Porque yo no iba a estar con ellos a las dos de la madrugada. Ese material proporciona una intimidad que yo, que tengo largos procesos para construir y acceder a esta, nunca había visto.

Estableces un paralelismo entre la memoria personal e íntima, y la colectiva, en este caso la histórica de Chile. Hay un momento incluso en la obra que Augusto se refiere a que un país sin memoria es un país sin identidad. Y ahí está quizá lo más trágico de esta enfermedad, que desdibuja la identidad, la personalidad se desvanece. Como igual de dañino es para un país perder  su memoria.

Yo no iba a hacerlo, pero tuve que hacerlo. Aquí se da una gran paradoja. Un hombre que supo preservar la memoria histórica, con conciencia que la estaba preservando, la pierde, y al perderla no pierde los valores de la memoria histórica. Porque él, bien avanzado el alzheimer, no era capaz de decirte en qué años fue la dictadura, pero hasta el último día podía decirte qué amigos perdió en la dictadura. Cuando filmé esa escena, en que él se pone a llorar, donde explica cómo murió Parada, que fue una muerte tremenda. Y es heavy porque no se acuerda de lo que hizo ayer, pero se acuerda de ese dolor. Y en el discurso que hace al final de la película, en la presentación de su libro en los años 80, cuando suelta lo de Sin memoria no hay identidad, dice: Los chilenos nos ha tocado vivir unos años tremendos, y la única manera de reconstituir nuestra memoria no es a través de los de los actos, de las fechas o de los números, sino a través de nuestra memoria emocional. Es lo que él está haciendo en la película. Yo no me acuerdo de nada, pero de esto sí.

O incluso con su relación amorosa. La Paulina le pregunta: ¿Cuántos años llevamos juntos?. Y él contesta: Ay no sé, ayúdame, no tengo ni idea. Pero a la vez, en el mismo restaurante chino, ella le pregunta: ¿Tuvimos hijos?, y él le contesta: No, no tuvimos porque tú no querías. Y eso es verdad, y ese fue su dolor siempre. Las emociones permanecen, aunque te borren toda la información. Y justo en este año que se han conmemorado los 50 años del golpe de estado, y que, por primera vez en mucho tiempo, se escucha a una ultraderecha negacionista. Lo que está diciendo Augusto de alguna manera es: pueden tratar de borrar la historia, de manipular la historia, pero el dolor de un pueblo permanece. Y ese dolor no lo pueden borrar, y ese dolor estará ahí aunque se pierda la memoria. Y por eso se llama La memoria infinita, porque es esa que yo vi en él, y que permanece, y que tienen que ver con el amor y con el dolor.

Hay un factor agridulce inexorable en una relación de larga duración marcada por el alzheimer. Quizá, por buscar una seña positiva, nos podemos imaginar la ilusión renovada de Augusto al (re)conocer cada mañana a una persona encantadora a su lado, como si fuera capaz de experimentar, dada su situación, ese hormigueo de los compases iniciales en una relación amorosa. Pero en el otro lado está la angustia de lo perdido o de lo que se podría perder: ¿Y si un día se levanta y decide que no quiere a esa desconocida a su lado? Es seguramente una pregunta que a Paulina le atormentaría en algún momento. No sé hasta qué punto estas preguntas calaron en la articulación del relato, porque hay varias secuencias, que parece que lo aborden. En clave cómica y hermosa, la del restaurante chino, cuando le pregunta sobre detalles de su relación, y en clave amarga en la cocina de ellos, cuando Paulina se rompe después de estar varias horas sin ser reconocida. ¿Fue algo consciente por tu parte?

Yo creo que lo que está consciente, porque uno siempre está haciendo pre guiones y escribiendo en base a los que tienes, es que iba a necesitar a Paulina como en una voz en off, como narradora, porque yo necesitaba su emoción. Y al final fue la misma realidad la que me regaló esos momentos de qué le pasa a ella. Y ahí está lo hermoso de esta historia, que Augusto tiene una cuidadora que le recuerda constantemente quién es. No siente el vacío. Es la suerte de tener un cuidador que conoce tu historia, y no un cuidador externo. Y él se desespera poco, y cuando se desespera es por algo material concreto. Como no están mis amigos, o los libros. Son crisis por ausencias, pero no por ausencia de recuerdo, porque ella siempre está ahí. Y ella como actriz le fue recordando la emoción compartida. Porque son una memoria común.

Y en la sala de montaje le di muchas vueltas a si debía empezar con esos archivos de ella presentada como ministra de cultura y actriz famosa. Narrativamente no los necesitaba, porque la ves luego en el teatro, pero yo necesitaba hacerle dimensionar al espectador lo importante que era ella. Porque hay todo ese estereotipo de las cuidadoras en Latinoamérica, y aquí también creo, de que son personas sin carrera ni trabajo, y por eso cuidan de otros. Y aquí se da el ejemplo de alguien que decide parar una mega carrera para cuidar y que, en general, lo lleva bastante bien, porque ella quiere estar en ese lugar y no en otro. Lo expresa muchas veces: La única forma de evolucionar como sociedad es que a todos nos toque cuidar a alguien en un momento de nuestra vida. ¿Y qué implica cuidar a alguien? parar. Que para mí fue como el gran error de la pandemia. Ella tiene sus momentos en que se quiebra, que son naturales, y tiene este miedo de que la olvide. Pero al final fue muy lindo, porque hasta el día en que él murió, nunca la olvidó. O sea, la olvidó por horas, pero en el fondo de no saber quién era, eso no pasó. Y no pasó porque ella estuvo ahí a su lado recordándole siempre.

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