La casa de verano, el quinto largometraje de Valeria Bruni-Tedeschi es, en palabras de la directora, un ejercicio de autobiografía imaginaria en el que, con descaro, se entrega a una exhibición desencadenada cuyo punto de arranque es la herida infligida por su separación de Louis Garrel. Este suceso se hilvana a continuación en una historia que, partiendo de la parodia personal más humillante y desvergonzada, abre su foco en horizontal y vertical, para encuadrar en formato panorámico un zoo social que la directora de Un castillo en Italia (2013) conoce muy bien. Su vida familiar y su oficio son fuentes de inspiración y exploración sobre la existencia, la creación artística y la relación entre ambas, enmarcadas en una casa en la Costa Azul, alejada del tiempo y protegida del mundo.
Allí es donde Anna pasa las vacaciones de verano con su hija. Allí llora, se adhiere a los teléfonos en una representación intermitente de La voz humana, patea el móvil, graba mensajes… pasea con su hija por la playa exhibiendo su propia inseguridad ante una vendedora ambulante, se encuentra fugazmente con su hombre (Riccardo Scamarcio), se instala en la negación. Rodeada de su familia, amigos y empleados, Anna intenta recuperarse de su reciente ruptura sentimental mientras prepara el guion de su próxima película. Si el verano es un estado del alma, el de los millonarios es intemporal y ubicuo, protegido del exterior, como muestra el film también, a través de metáforas y tecnológica seguridad.
A lo largo de una serie de cuadros costumbristas, de un realismo relajado, Anna pretende trabajar mientras se nos ofrece un tríptico social. La alta burguesía es encarnada por la familia propietaria de la mansión: la madre (Marisa Borini), las hijas (la magnífica Valeria Golino y la propia Bruni-Tedeschi), el yerno (Pierre Arditi), un industrial envuelto en un escándalo financiero, la tía y un viejo amigo. Por otra parte, la clase media es representada por los ayudantes: la enfermera de la tía, el secretario y la coguionista de Anna, interpretada por la mismísima coguionista del filme, Noémie Lvovsky (el personaje mejor escrito del estamento). Estos se definen por su actitud respecto a los empleadores, el secretario como un esclavo voluntarioso, adulador y resentido; la enfermera es paciente, profesional y neutra.
Por último, y en la base de la pirámide, el personal de servicio. Bruni-Tedeschi pone tanto detenimiento en la descripción de los de abajo como en la de los de arriba. Los personajes son de carne y hueso, con sus problemas cotidianos, laborales, personales, siempre insatisfechos, en interacción con los burgueses, ya sea en confrontación abierta (extraordinaria Yolande Moreau) o diálogo frustrado, pero en cualquier caso, en una dinámica abocada al fracaso, cuando se sitúa fuera de la obediencia ciega.
Los duelos entre clases son memorables, resueltos con contundencia y elegancia, pero sobre todos hay que destacar la secuencia de la piscina, con el enfrentamiento entre el cuñado de Anna y la guionista, en una coreografía acuática y dialéctica, uno de los momentos más conseguidos del filme, en el que la conciencia política de la diplomática “obrera” y la actitud agresiva del empresario protagonizan un encuentro de enorme tensión. El escenario escogido, la piscina de la villa, rectangular y de estilo camp, se transforma en un ring de boxeo, transformando lo relajante e idílico en un clímax de violencia casi versallesca empapado del humor que recorre todo el metraje.
El gorkiano título original Les estivants (los veraneantes) es más descriptivo que el escogido para su distribución en España, La casa de verano. Este grupo humano disfruta el período de ocio que, como un derecho, consiguió la clase obrera, con la salvedad de que los protagonistas del filme de Bruni-Tedeschi son los clásicos bronzés, que se desplazan de la pista de esquí a la playa exclusiva, no pierden el color de vacaciones en todo el año, pudiendo haber sido aquellos ciudadanos a los que el alcalde de Barcelona, en La ciudad de los prodigios, se dirigía evocando la fugacidad del tiempo: Aún no hemos dejado el yate ya estamos sacando los esquís. Beber, tomar el sol, pasear, bañarse, comer al aire libre, las veladas musicales y charadas son los pasatiempos a los que se entregan, despreocupados de las consecuencias de sus actos o el precio que otros pagan (obreros despedidos) por su bienestar. En la dacha chejoviana, la defectiva tribu bien podría ser coartada y trasfondo que explica a su protagonista, dentro y fuera del filme.
Imposible no tener presente en La casa de verano un pretendido y dulcificado eco de Renoir, en la mirada al grupo que circula en el huis clos, sus límites y sus guardianes, la estructura coral ofrece detallados retratos de todo el reparto, cada personaje tiene su propio relato, conocedor de La regla del juego, encaja con coherencia en el grupo y completa el de los demás, como los trazos de una pintura que se aprecia mejor en la distancia. Alejarse del drama, contemplarse a una misma actuando con una espontaneidad vergonzante, ajena al espectáculo que se ofrece a los extraños, colgada infinitamente de los teléfonos, caprichosa, insegura, impaciente, es terapéutico. El doble valor de la ironía es por una parte decir sin decir, o sea, sin responsabilizarse del enunciado y, por otra, demostrar la capacidad de observar críticamente. La cámara no sigue a los personajes, estos entran y salen de cuadro como orbitando alrededor de un único punto de vista, creando un mosaico de costumbres con las teselas del privilegio y la despreocupación, de los pequeños dramas que los ricos lloran en pañuelos de seda.
Los recursos de Valeria Bruni-Tedeschi en el ejercicio de metaficción de La casa de verano (en el que incluso incluye a su propia hija Céline Garrel) refuerzan el halo de suspensión espacio-temporal que supone ese paréntesis, esa casa que acoge el alma en pena de la protagonista, su frustración amorosa y creativa, su dolor por la pérdida de Virginio Bruni, el hermano fallecido en plena juventud, a quien dedica el filme. La directora no duda en introducir el elemento mágico y jugar con él e introducir un felliniano final entre bruma sugerente y renovadora de realidad y ficción, como colofón de su ejercicio de introspección fructífera y sanadora.
INFANCIA Y CONFESIONES
[…] Mi infancia eran recuerdos de una casa / con escuela y despensa y llave en el ropero, / de cuando las familias / acomodadas, / como su nombre indica, / veraneaban infinitamente / en Villa Estefanía o en La Torre / del Mirador / y más allá continuaba el mundo / con senderos de grava y cenadores / rústicos, decorado de hortensias pomposas, / todo ligeramente egoísta y caduco. / Yo nací (perdonadme) / en la edad de la pérgola y el tenis.
Jaime Gil de Biedma
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