Ha tardado, pero por fin llega a los cines españoles La bruja, debut en la dirección de Robert Eggers, y una de las operas primas más potentes del cine norteamericano reciente. Nunca antes Nueva Inglaterra dio tanto miedo.
Las brujas han estado presentes en el mundo del celuloide desde el principio. Sirva como ejemplo la excelente y sardónica La brujería a través de los tiempos (1922) de Benjamin Christensen, piedra de toque de un sub-género, el brujeril si me permiten la expresión, cercano siempre al fantástico y al terror. La última entrada a tener en cuenta es La bruja, debut de Robert Eggers seco como un papel de lija; espartano como la primera media hora de Pozos de ambición de Paul Thomas Anderson; intenso como el cine de Werner Herzog; y terrorífico como El exorcista de William Friedkin. Una combinación ganadora que suscitó merecidos halagos en Sundance 2015 y que sirvió para inaugurar a lo grande la pasada edición del Festival Internacional de Cine Fantástico de Sitges.
Vaya por delante que la mejor manera de disfrutar de La bruja es llegar absolutamente virgen a la sala y dejarse llevar, así que poco vamos a revelar aquí de la trama para no arruinar la experiencia. Solo decir que la historia está ambientada en la Nueva Inglaterra del siglo XVII y que tiene como protagonista a una familia puritana al borde del fanatismo suicida: todo lo que pasa es porque Dios así lo quiere, hasta las desgracias más grandes. Eggers sitúa la acción en una granja situada en medio de un amenazador bosque, aislada de cualquier núcleo de población, y a partir de ahí construye un relato atmosférico, escalofriante, que juega a dos bandas en un equilibrio perfecto: una mezcla de paranoia real –los duros preceptos religiosos- y el fantastique puro –la presencia de una bruja con poderes sobrenaturales.
La bruja toma la forma de un drama fantastique con fugas al terror, una mezcolanza de géneros que, como decíamos antes, está bien ponderada. Eggers se acerca al horror con arrojo y respeto, nunca lo mira por encima del hombro o minusvalora su poder. Ahí están la primera y telúrica aparición de la bruja que ronda la granja (un prodigio de montaje y planificación lleno de sugerencias grotescas) o el excelente clímax final para demostrarlo. La película, hablada en inglés antiguo, nos hace pensar en una historia popular del folklore norteamericano cercana a la tradición oral, algo que dota de más verismo al via crucis emocional de los protagonistas. De hecho, su título original es The VVitch: A New-England Folktale, y su director, antes de empezar el guion, se documentó a conciencia sobre las comunidades religiosas y los cuentos de brujas clásicos de Nueva Inglaterra.
A nivel dramático La bruja tampoco se anda con tonterías y apuesta fuerte. Trata de forma frontal pero sin caer nunca en el amarillismo temas como el incesto, el despertar de la sexualidad y ese integrismo religioso que antepone la fe al libre albedrío de las personas. También funciona como un oscurísimo coming of age o, mejor dicho, como la historia de liberación física y mental de la hija adolescente de la familia protagonista. Es más, aquí se apuesta por la colisión entre lo religioso y lo pagano. Una confrontación que en la Nueva Inglaterra del siglo XVIII basculaba entre las creencias religiosas fanáticas y la superchería atávica. Algo que el filme de Robert Eggers muestra a la perfección con un relato y unos personajes que en todo momento están al límite, cercanos a la neurosis, incapaces de distinguir entre la real y lo imaginado. Y es que La bruja es una obra modélica, terror esotérico lleno de capas y abierto a mil lecturas. Un clásico moderno.
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