La Arquitectura es una disciplina que atiende y resuelve las necesidades del ser humano, haciéndonos entender cómo se relaciona con su entorno. Sin embargo, en ocasiones puede ser fuente desencadenante de conflictos.
En todo conflicto intervienen tres partes: personas, proceso y problema. Dado que en la mayoría de ellos se ven afectadas las relaciones entre las personas tanto como su organización, su integración y conexión con el entorno, podemos concluir que la arquitectura al servicio del hombre es candidata perfecta a la colisión.
He seleccionado dos películas y una serie que ilustran lo que acabo de decir. Son tres ejemplos de cómo la construcción de edificios de viviendas plantea problemas a sus moradores, que pueden derivar en verdaderos conflictos. Como siempre, el status (el de la sociedad y el de la comunidad de vecinos) será decisivo para su resolución.
La primera película escogida es Rascacielos (2015), dirigida por Ben Wheatley e interpretada por Tom Hiddleston, Jeremy Irons, Luke Evans y Sienna Miller. Es una adaptación de la novela del mismo nombre, escrita por J. G. Ballard, en 1975.
La acción se sitúa en las afueras de un Londres ficticio ambientado en el año 2040, que hoy no parece un futuro muy lejano, aunque sí que lo era cuando se publicó la novela. Asistimos en el filme a la ocupación de un edificio autónomo, un prototipo de las futuras ciudades verticales, un nuevo modelo de organización social, paradigma de los futuros rascacielos.
El edificio, una torre de cuarenta plantas, es el primero de un complejo compuesto por tres torres más (a 400 metros de distancia), en proceso de construcción. Está compuesto por mil apartamentos, veinte ascensores y dos piscinas. En las plantas décima y trigésima se sitúan los servicios básicos, como un supermercado, un banco, un colegio, una peluquería, restaurantes, tiendas y todos aquellos mínimos para satisfacer las necesidades de primer orden.
Asimismo, dispone de todos aquellos servicios necesarios para su autogestión: sistemas independientes de recogida de basuras, de refrigeración, ventilación, etc. Además, cuenta con un enorme aparcamiento y una amplia zona de acceso con un lago artificial a medio construir: un desolador óvalo de hormigón de doscientos metros de diámetro.
A simple vista, el edificio parece cumplir con todas las comodidades de la vida moderna y, sobretodo, con las expectativas de sus nuevos moradores. Todos ellos son profesionales exitosos y están encantados con su nueva propiedad y con sus vecinos, porque mantienen una relación sencillamente cordial. Se recluyen en su vivienda sin ser conscientes de que bajo esa falsa fachada de lujo y comodidades se esconde una compleja organización jerárquica condicionada por la propia estructura y forma del rascacielos.
La posición que ocupan sus viviendas dentro de la estructura del edificio, así como la ubicación de la plaza de aparcamiento (tanto más alejada del acceso para los propietarios en cuanto a menor número de planta), serán determinantes porque, veladamente, la propia arquitectura del edificio concebida y pensada para su autogestión y aislamiento del entorno, remarcará su clase. Se convertirá en una auténtica cárcel de hormigón en la que comenzaran a surgir violentas peleas entre los vecinos, quienes utilizarán la violencia como una valiosa forma de cohesión social.
El desencadenante del conflicto es un hecho, en apariencia, insignificante: un fallo en el suministro eléctrico. Los ascensores dejan de funcionar, lo que provocará una incomodidad a la hora de acceder a las viviendas y a los servicios comunes. Este problema pondrá de manifiesto las primeras envidias y recelos entre ellos, acentuando y magnificando sus diferencias, surgiendo los primeros roces y disputas. Estas circunstancias los irán aislando del mundo exterior, poco a poco, y los conducirá a crear su particular sociedad, regida y gobernada por sus propias leyes.
La disposición de cada uno de los elementos y núcleos de comunicación del edificio facilitará su agrupación en clanes y tribus que marcarán su territorio y les obligará a establecer un nuevo orden social.
La idílica comunidad acabará dividiéndose en tres grupos: los habitantes de las plantas bajas, medias y altas. La película y la novela giran alrededor de tres personajes, que representan cada una de las clases: el periodista de TV Richard Wilder (Luke Evans) que vive en la segunda planta; el doctor Laing (Tom Hiddleston) en la vigésimo quinta y, por último, el creador, el arquitecto, el prepotente Anthony Royal (Jeremy Irons) en la cuadragésima.
La propia decadencia y erosión del edificio caminará paralela a la degradación humana, transformándose en una oscura y peligrosa caverna, donde los buenos modales quedarán atrás y darán paso a los instintos más primitivos del hombre. Su declive le hará volver a sus orígenes, desfigurándolo hasta convertirlo en un animal, cuyas nuevas prioridades serán la comida, la seguridad y el sexo. La mujer le acompañará en su descenso aceptando su nueva condición, sometiéndose y sirviendo al macho/jefe de la manada para garantizar su supervivencia.
En la segunda película. The Architect (2006) dirigida por Matt Tauber, se plantean dos conflictos: el primero de ellos es la construcción de un complejo residencial compuesto por viviendas sociales. El segundo, al margen de la película, nos llevará a pensar en la figura del arquitecto, cuestionando su ética y profesionalidad, así como su responsabilidad social con el entorno urbano.
Leo (Anthony Lapaglia) es un prominente arquitecto que, en el inicio de su carrera, diseñó un complejo residencial de viviendas con bajo presupuesto.
En la actualidad es un lugar deteriorado, que empieza a acusar los primeros problemas de fallo de funcionamiento de las instalaciones. La no reparación o reposición de instalaciones y de materiales o elementos estropeados muestran un estado de abandono en el que, a pesar de los intentos de mantenimiento de sus residentes, evidencian su deterioro.
Esto ha propiciado que el complejo se haya convertido en un nido de drogas y un lugar perfecto para el desarrollo de la delincuencia. Ante esta situación y con el fin de mejorar su calidad de vida, Tonya (Viola Davis) decide hacer valer sus derechos y luchar por su comunidad y lo hará liderando una campaña de recogida de firmas para que los edificios sean derribados.
El arquitecto, haciendo valer su obra, se niega a su destrucción porque supondría reconocer, en cierta medida, su fracaso profesional al no haber sabido captar las necesidades de los futuros habitantes. Desconocedor de su propio proyecto, luchará por evitar su demolición planteando unas mejoras inviables.
Y, por último, hablaremos de la mini serie de seis capítulos de HBO (2015), Show Me a Hero, dirigida por Paul Haggis. La historia está basada en hechos reales, los recogidos en el libro de Lisa Belkin, ex periodista de The New York Times. Se trata de una estupenda y sencilla historia acompañada por una fantástica banda sonora de la mano de Bruce Springsteen.
Leí hace poco que existe un término en inglés que se conoce como Nimby, acrónimo de Not in my backyard, cuya traducción literal sería “No en mi patio trasero”, y que hace referencia a los conflictos vecinales ocasionados por la implantación de cualquier tipo de infraestructura (autopistas, ferrocarriles, vertederos, incineradoras, viviendas sociales, etc) que se enfrente a la cerrada oposición de los residentes de la zona. Este término en castellano se denomina SPAN (Sí, pero aquí no).
Este fenómeno queda muy bien reflejado en la citada serie, pues narra la historia de Nick Wasicsko (Oscar Isaac), un político demócrata que, en 1987, se convirtió en el alcalde más joven de Estados Unidos al ganar las elecciones de Yonkers, una localidad pegada a Nueva York.
Al poco tiempo de llegar al poder, una sentencia federal le obligará a construir un grupo de viviendas de protección social en barrios de clase media con mayoría blanca, para gente sin recursos, en su mayoría de raza negra, con el fin de acabar con la segregación racial en la ciudad. Nick es un tipo honesto que se ha presentado al cargo porque piensa que puede mejorar las cosas. Tiene que tomar una decisión complicada, confía en sí mismo, y piensa que hace lo correcto porque entiende que ese es su cometido. Al intentar cumplirla, se enfrentará cara a cara con el racismo de los vecinos que no quieren negros pobres en sus barrios.
A diferencia de lo que sucedió con The Architect, el alcalde es aconsejado por un urbanista, Oscar Newman (Peter Riegert), cuyo papel será decisivo en la resolución del conflicto, porque tiene la teoría de que lo que hay que construir no son bloques de apartamentos sino casas adosadas y, además, dárselas en propiedad.
De esta manera solucionarían el problema que generan las zonas comunes de los apartamentos, nido de problemas de drogas y alcohol, y que acaban en un completo estado de abandono y degradación. Por otro lado, tenía la firme convicción de que al ser suyas, las iban a cuidar mucho más.
La participación y colaboración ciudadana será muy importante porque gracias a la evolución y transformación de una irreconocible Catherine Keener -la líder vecinal de la oposición más virulenta al proyecto-, veremos que es posible y factible integrar y construir viviendas de este tipo que responda a las necesidades del usuario final y coexistir con otras de diferente categoría.
Todo esto nos lleva a pensar en la gran importancia de conocer los hábitos y las circunstancias que rodean al ser humano, receptor final de la obra del arquitecto, para que de esta manera en el momento de la concepción del encargo pueda hacer uso de todas las herramientas que ofrece una disciplina como es la arquitectura que combina arte y técnica y así poder proporcionar ese servicio básico, necesario para que, realmente, pueda ver satisfechas sus necesidades.
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