Acaba de pasar por el Festival de Venecia el payaso asesino más humano, fascinante y conmovedor del cine de superhéroes y villanos. El personaje que ha trascendido el universo del cómic para convertirse en una efigie cinematográfica de las taras de una sociedad que permite unos tipos de violencia y se sobrecoge con otras. Volvemos a tener a un Joaquin Phoenix, ganador del Oscar en 2020, patético y estremecedor, entregado al abismo de los demonios interiores de la maniacodepresión con su risa histérica y sus muecas desencajadas. Joker ganó el León de Oro en 2019, pero esta segunda entrega de Todd Phillips ha pasado desapercibida en el palmarés la 81 edición. Llegará a las salas españolas el 4 de octubre.
Joker: Folie à Deux abre con una colorida animación 2D a modo de resumen de la primera película. Los salpicones de sangre acaban tiñendo toda la pantalla y ésta se transforma en las cortinas carmesí que dan paso a la segunda función. Arthur Fleck ahora se encuentra en un desolador centro penitenciario donde mantienen a los reclusos a raya bajo medicación. Está a la espera del juicio por el asesinato de cinco personas. El proceso judicial determinará si le será aplicada la pena de muerte o una pena alternativa, en el caso de que el veredicto disponga que actuó en estado de enajenación mental fruto de una enfermedad psiquiátrica. Su carta en la manga es disociarse del Joker (responsable de los asesinatos) y convencer al jurado de que ahora él ya no es otro que Arthur Fleck.
Esa cárcel fría y plomiza tal vez no lo es más que el mundo que gestó el alter ego de Fleck, aunque parece haber encontrado cierto equilibrio en la rutina (y las pastillas). Pero un día, una mirada lo revoluciona todo. Una interna lo observa pasar con un incandescente interés desde la clase de coro. Harley Quinn (Lady Gaga) acaba de abrir una puerta hacia su corazón. Con un estilo muy diferente a la despechada novia del Joker que interpretó Margot Robbie en ese banquete pantagruélico de fiestas explosivas, mazazos y patadas voladoras que fue Aves de presa (y la fantabulosa emancipación de Harley Quinn), ambas, por malas que sean, son buenísimas en lo suyo. Las dos creaciones también comparten el preciosismo de la violencia, aunque con gustos muy diferentes.
Arthur se entrega en cuerpo y alma a la atracción, a los destellos fulgurantes del amor, a la euforia de la pasión. Y florecen dentro de él, por una vez en la vida, unas inusitadas ganas de vivir y de cantar, tanto que su grisácea existencia sucumbe al ensueño del musical. Lady Gaga y Joaquin Phoenix forman una pareja de chiflados (el uno por el otro) que encaja como el mecanismo de una bomba de relojería a la que le falta ese preciso tornillo.
Colorida y claroscura, la nocturnidad urbana y los tonos difusos de neón que riman con el maquillaje del payaso (y con el de las luces de los coches de policía) conservan la misma estilización visual que la anterior, de nuevo a manos del director de fotografía Lawrence Sher. Su imagen sigue siendo adictiva e hipnótica. Un conato de color que se ahoga en el inframundo de la locura.
La secuela es una continuación coherente con el espíritu de su antecesora, aunque no pueda producir la misma conmoción que fue el descubrimiento de la inicial. Si el tema del primer Joker de Todd Phillips era la enfermedad de un sistema que margina a los inadaptados, el tema de esta segunda entrega experimenta con ese antídoto al que llamamos amor. ¿Pero qué pasa si se enamoran del monstruo que uno lleva dentro y el propio amor destruye a ese monstruo?
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